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Autor: Alejandro González Mariscal de Gante

DE LA UNIÓN INTERNACIONAL DE MAGISTRADOS

DE LA UNIÓN INTERNACIONAL DE MAGISTRADOS

La Asociación Profesional de la Magistratura ostenta el privilegio de pertenecer a la Unión Internacional de Magistrados – UIM o IAJ por sus siglas en inglés – fundada en Salzburgo en 1953 y con sede en Roma.

Una Asociación Internacional profesional, apolítica, comprometida con la unificación de las asociaciones judiciales (actualmente 92 asociaciones o grupos representativos de jueces de los cinco continentes) y que goza de un estatus consultivo en la ONU así como en el Consejo de Europa.

El valor de dicha Asociación se revela acudiendo a su objeto, enfocado en salvaguardar la independencia del poder judicial, el elemento nuclear de garantía los derechos humanos. Sin dotar de fuerza e independencia a la  Justicia no es posible  garantizar el cumplimiento de la constante y perpetua voluntad de dar a cada uno lo que le corresponde, como con acierto definieron los latinos.

Y esto es universal. En varias ocasiones creo haber hablado de esto, pero la actualidad me devuelve a las bases del sistema.

No fueron los ingleses, ni los franceses, a pesar de su innegable trascendencia, los que “inventaron” el parlamentarismo. Lo entrecomillo porque lo interpreto como un reflejo institucionalizado de un impulso natural: debatir para lograr un resultado que satisfaga a las partes.

1188. León. Unas Cortes constituidas  para someter al monarca a la decisión, colegiada, de clero, nobles y representantes de las ciudades. Del parlamento emana la Ley y de la Ley, la democracia. Con matices, claro. Uno de los elementos nucleares de todo Estado democrático es el principio de legalidad: la Ley se asienta en el centro del Estado, de modo que todo se encuentra sometido a ella y son los jueces los que, apoyados en su independencia y sometidos únicamente al imperio de la Ley, la aplican a todos. A este movimiento se incorporan las doctrinas de Locke, Montesquieu o Rousseau, una Revolución Francesa cuyo ideario esencial era la supresión de privilegios y, en fin, la igualdad de todos, protegida por el Juez independiente. Comienza la democracia.

Para ello,  resultaba imprescindible articular un sistema que permitiese elaborar esa norma objetiva pero que, al mismo tiempo, fuese mínimamente eficiente. El Parlamento, creado por virtud de unas elecciones en las que todos los ciudadanos intervienen, se conforma por representantes de estos ciudadanos y debate (formando su voluntad) para, al final, dictar una Ley, norma general que se aplica a todos.

Asumiendo que el poder puede incitar a la corrupción – aún se recordaban los aciagos años de absolutismo –, es preciso , en un contexto democrático, establecer un mecanismo que lo limite. Al poder legislativo se le imponen trámites, debates, votaciones, que limitan su producción legislativa. Y todo ello sin perjuicio de introducirse en los estados modernos unas normas supremas (constituciones), indisponibles para estos parlamentos,  y que deben de respetar. Con ello se diseña un órgano que posee el poder de dictar las Leyes pero no de forma absoluta, con límites que evitan que se corrompa.

Una vez se dictan esas Leyes, se integran en el ordenamiento jurídico y su vinculación se extiende al conjunto de la sociedad. Y la garantía de su cumplimiento se confía los tribunales. Se crea, de esta forma,  un sistema de contrapesos derivado de la separación de poderes.

Aquí es donde, con independencia del origen, las Asociaciones actuamos conjuntamente: analizando los problemas judiciales que se nos presentan y trabajando en colaboración para alcanzar las mejores soluciones.

Para el cumplimiento de sus propósitos,  la UIM – IAJ organiza encuentros de comisiones de estudio, establece relaciones culturales y fomenta la relación entre jueces de todo el mundo con el fin de promover el intercambio de opiniones y posturas. Para ello se organiza en 4 grupos regionales como son la Asociación Europea de Jueces, el Grupo Iberoamericano, el Grupo Africano y el Grupo Asiático, Norte Americano y Oceánico.

Será en estos encuentros donde se discutirán los desafíos vigentes. De hecho, hemos podido comprobar cómo, el 29 de abril de este año, en Varsovia, la Asociación Europea de Jueces instaba a los partidos políticos en España a intensificar los esfuerzos y resolver definitivamente el impasse parlamentario existente. De tal forma que se asegure la restauración de un Consejo General del Poder Judicial con plenas funciones que sea elegido por los propios jueces. En el mismo sentido se reclama abstenerse de continuar con propuestas dirigidas a establecer indefendibles comisiones de investigación ante el Parlamento, así como la supresión de las campañas contra los jueces con acusaciones infundadas de “lawfare”.

Idéntico pronunciamiento de apoyo se ha obtenido en el Grupo Iberoamericano, que se reunía en estos días y que, desde luego, se reiterará en la reunión de la UIM a final de este año.

Evidentemente, las anteriores reflexiones respecto de la división de poderes y el imperio de la ley están dirigidas a alertar sobre los riesgos de la vulneración de principios elementales. Estos principios irrenunciables son los que contribuyen a constituir un parámetro común para la validez de las conductas y, en fin, por su condición básica y universal, adquieren una especial relevancia, que exige, en consecuencia,  una especial protección. El hecho de que  al conjunto de las asociaciones, independientemente de nuestro origen, nos cause preocupación una misma conducta, reafirma su carácter nocivo para la democracia.

Muchos pronunciamientos pueden servir para comprender la gran importancia de la UIM, pero, quizás, sirvan de muestra los aportados para comprender su trascendencia y, en definitiva, el orgullo que nos supone pertenecer a ella.

Alejandro González Mariscal de Gante

Cosas veredes

Cosas veredes

Uno de los elementos nucleares de todo estado democrático es el principio de legalidad: la Ley se coloca en el centro del Estado, de modo que todo se encuentra sometido a ella. Esta integración no ha sido un proceso sencillo y requiere de un cierto examen histórico.

La formación del estado moderno, democrático, de derecho, es consecuencia directa de la reacción frente al antiguo régimen: un estado absolutista donde el monarca ostentaba todos los poderes que, posteriormente, se fueron desgajando en los clásicos ejecutivo, legislativo y judicial. Esto, como puede cualquiera suponer, ocasionaba ligeros inconvenientes a quien estaba en la base de la cadena productiva. Una ciudadanía que sostenía todo pero se sometía a un poder tendente al despotismo cuando no al totalitarismo, y a preservar poco o nada los intereses de los ciudadanos.

Con la aplicación de las doctrinas de Locke, Montesquieu o Rousseau, se llegó a una Revolución Francesa cuyo ideario esencial era la supresión de privilegios. Emergiendo la aspiración de suprimir un modelo donde un pequeño reducto de privilegiados sustraían de los más elementales derechos a los generadores de la riqueza que sostenían todo el sistema. El sistema adolecía de lagunas y no supieron advertirlas quienes lo dirigían. Se hacía necesario integrar un elemento objetivo que controlase el poder y protegiese al más débil del fuerte. Se dirigía el sistema a la supresión de los privilegios.

Lógicamente, esto provocó ciertas desavenencias sobre la forma de estado y de gobierno, pero supo cortarse el debate de raíz, guillotinando los argumentos que sostenían los privilegios. Comenzó a desarrollarse el estado democrático bajo una idea esencial: nada ni nadie se encontraba por encima de la Ley. Esto es, el principio de legalidad.

Para ello se hacía necesario un sistema que permitiese elaborar esa norma objetiva pero que, al mismo tiempo, fuese mínimamente eficiente – más que votar a mano alzada todo el Estado –. El Parlamento, creado a través del mecanismo electoral del que todos los ciudadanos participan, se conforma por representantes de estos ciudadanos y debate (formando su voluntad) para, al final, dictar una Ley, norma general que se aplica a todos.

Partiendo de la premisa de que el poder corrompe – aun se recordaban los aciagos años de absolutismo –, debe limitarse. Al poder legislativo se le imponen trámites, debates, votaciones, que autolimitan su producción legislativa. Y todo ello sin perjuicio de introducirse en los estados modernos unas normas supremas (constituciones) que no pueden variar estos parlamentos y a las que deben ajustarse. Con ello se diseña un órgano que dispone del poder de dictar las Leyes pero no de forma absoluta, con límites que evitan que se corrompa.

Una vez se dictan esas Leyes, pasan a formar parte del ordenamiento y vinculan a todos. Para garantizar su cumplimiento se encuentran los tribunales. Se crea así  un sistema de contrapesos derivado de la separación de poderes.

Al poder judicial se le aplicó la división de poderes en su máxima expresión al reconocerlos independientes entre ellos y de todo, de modo que exclusivamente se encuentre sometido a la Ley, pero siempre a la Ley. Por eso los tribunales no actúan conforme a su voluntad sino sometidos a la Ley que fija el parlamento.

En este punto extrañan y preocupan ciertas aseveraciones que apuntan al poder judicial. Extrañan porque las resoluciones judiciales son aplicaciones concretas de normas genéricas emanadas del Parlamento. Pudiera pensarse que el legislador está comprometido a anticipar los posibles resultados cuando introduce una nueva Ley, o que quizás debiera asumir las distintas variables que conlleve la aplicación práctica de la norma.

Pero también preocupa.  No debe olvidarse la posición que ocupa el Poder Judicial en un estado democrático: es el garante de los derechos de los ciudadanos. Aquellos que lucharon originalmente contra los privilegios, que reclamaron derechos para todos, en igualdad. El garante es, al final, el Juez.

Y ello no impide la crítica constructiva, la necesaria y que se encamina a mejorar el servicio que se presta. Pero si la crítica interesada en la que se atacan resoluciones judiciales o, más recientemente, a los propios jueces, con nombre y apellidos, pretendiendo desacreditarlos para discutir su función, en tanto no se alinee con la agenda transitoria. Una función, hay que recordar,  a la que constitucional y legalmente se deben.

Más aun cuando proceden de otro poder del Estado, afectando a la elemental lealtad institucional y atribuyendo, injusta e irónicamente, una cierta impunidad a los jueces. Injustamente por la existencia del régimen de recursos de las resoluciones judiciales, el régimen de fiscalización y el disciplinario. Irónicamente porque quien lo instiga pretende, precisamente, negociar – si no intercambiar – la impunidad de sus  eventuales colaboradores necesarios. Cosas veredes.

En fin, que los jueces estamos sujetos exclusivamente a la Ley, pero siempre a la Ley, de modo que ejercemos nuestra función conforme las reglas emanadas del parlamento y se nos dota de un régimen particular, justamente, para poder amparar al ciudadano, siempre dentro de los márgenes de la Ley.

Y es evidente que el sistema no quiebra. Más aun, el poder judicial goza de una salud excelente como demuestra la elevada litigiosidad que hay en España. Uno puede verlo como un exceso de trabajo, propio de una población que es muy belicosa o, como lo veo yo, propio de una población que cree en su Justicia y cede a ella la resolución de sus conflictos en todos los ámbitos.

Una buena salud que adolece de inversión y medios, claro, pero que no desvirtúa el trabajo de toda una Administración de Justicia que suple esa falta con esfuerzo y compromiso personal. No habrá jueces suficientes, claro, y cada Juez tendrá más asuntos de los que debiera, por supuesto. Desde luego, si se tiene en cuenta la preparación, el compromiso y la labor desempeñada, se paga poco. Y a pesar de todo, cada año, se presentan miles de aspirantes que quieren ser Jueces. Y las estadísticas demuestran, año tras año, que son de muy diferentes estratos sociales. Una carrera muy diversa que, en cualquier caso, se responsabiliza con su función. A pesar de que con ello se deba afrontar críticas poco constructivas e, incluso, interesadas.

Alejandro González Mariscal de Gante

Magistrado. Juzgado de lo Contencioso Administrativo nº2 de Palma de Mallorca

Estado de Derecho

Estado de Derecho

Decía Churchill que la democracia es el peor sistema de gobierno, con excepción de todos los demás. Añadía que el mejor argumento contra ella era una conversación de 5 minutos con el votante promedio. Es donde mejor hemos sabido llegar después de siglos de esfuerzo. Y no ha sido tan malo.

El sistema absolutista se asentaba en una persona que asumía todos los poderes de un Estado. Ostentaba el poder legislativo, pues era su voluntad la que regía el Estado, y de él debían nacer las normas. Ostentaba el poder ejecutivo: quién mejor para definir la dirección del Estado. ERA el Estado. Ostentaba el poder judicial pues, si había de corregir a alguien debía decidirlo el sumo gobernante. O decidir no hacerlo. Clemencia, generosidad. O incluso no hacerlo cuando debía. Gracia del Gobernante.

Muchos pueden asociarlo al monarca absolutista pero no difiere de cualquier forma de despotismo.

Y ese el problema – entre otros – de estos sistemas. Desemboca en el gobierno de y para las minorías. Sistemas diseñados para representar los intereses de unos pocos – puede llamarles nobleza, clero, militares, élites, “lobbies” – frente a la mayoría, a la que se calla por medio de la represión o la propaganda.

Basta que no se organicen. Pero se organizan.

Y surgen las ideas de, entre otros, John Locke, defensor del individuo y la igualdad de los seres humanos a partir de la Biblia lo que llevó a defender la libertad – pues si somos iguales no podemos someternos – y la consecuente participación de los ciudadanos en la vida política – sólo se gobierna legítimamente con el consentimiento de los gobernados –.

Consecuentemente se promulga la Carta de Derechos – Bill of Rights – de 1689, por la que se limitó el poder del Rey absoluto británico garantizando el poder del Parlamento.

Y en ese mismo año nace Montesquieu, que desarrolló las ideas sobre la división de poderes, planteando contrapesos y controles a las que, posteriormente, se referiría James Madison.

También Rousseau, que parte de que la unión de ciudadanos no es natural sino que se hace por supervivencia. Voluntariamente se unen y generan estructuras para sostener sus necesidades, siendo fundamentales las normas para crear un orden social que evite la dominación de unos sobre otros e involucre a todos. Así se dota de legitimidad a la norma, la comunidad le reconoce la autoridad de la razón porque nace de ellos mismos.

Y encontramos la Declaración de Derechos de Virginia o la de Independencia de 1776, o la Revolución Francesa que comenzó en 1789 y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, del mismo año.

En esta línea,  un 4 de julio de 1776 se proclamaron las siguientes “verdades”: que los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados.

Soberanía nacional, separación de poderes y, en fin, el imperio de la Ley.

Esta es la esencia del Estado de Derecho. La reacción al gobierno absolutista. La garantía de la libertad, de la igualdad…y en él se fundamentan las democracias.

Sin entrar en más detalles podemos hacer referencia a la Unión Europea y a nuestra Constitución:

  • La Unión Europea se fundamenta en los valores de respeto de la dignidad humana, libertad, democracia, igualdad, Estado de Derecho y respeto de los derechos humanos, incluidos los derechos de las personas pertenecientes a minorías, definiéndolos como valores comunes a los Estados miembros en una sociedad caracterizada por el pluralismo, la no discriminación, la tolerancia, la justicia, la solidaridad y la igualdad entre mujeres y hombres – artículo 2 del Tratado de la Unión Europea –.
  • España se constituye en Estado social y democrático de derecho que propugna como valores superiores la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político – artículo 1 de la Constitución –.

Lógica consecuencia es que la soberanía nacional reside en el pueblo, del que emanan los poderes del estado, como recoge nuestra Constitución.

Y estos poderes están divididos, como exige el sistema de contrapesos y colaboración entre ellos, pero siempre sometidos a la Ley como señala el artículo 9.1 de la Constitución que somete a ciudadanos y poderes públicos – específica vinculación – a la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico. Y especificando aún más el control, el artículo 103 que somete, en especial, a la Administración a la Ley.

El sistema se diseña con el pueblo en el centro del sistema, pero no como un concepto indefinido. No considerando al pueblo una entelequia, una ilusión que sirva de excusa como lo hacía en el absolutismo. El pueblo es un conjunto definido por los individuos que lo conforman, a los que se reconoce derechos y libertades que limitan al Estado e, incluso, a la comunidad, amparando al individuo.

El individuo es protegido por la Ley, por el Estado de Derecho, de los abusos del poder, en cualquiera de sus formas, pero también de los abusos de la comunidad, para dotarlo de una esfera de protección que, a su vez, se ampara por Jueces y Tribunales.

De ahí el amplio catálogo de derechos que se reconocen y que no constituyen normas genéricas sino patrimonio legítimo de todo ciudadano que puede reclamar por procedimientos directos y rápidos. Y esto lo hará ante Tribunales que garantizarán sus derechos conforme a las reclamaciones y antes incluso, controlando la actividad de la Administración (artículo 106 de la Constitución), creándose un sistema encaminado a proteger al ciudadano y que se controla a sí mismo para continuar cumpliendo dicho fin.

En definitiva, con el Estado de Derecho el ciudadano dejó de ser un súbdito del Estado Absoluto para convertirlo en un instrumento para su bienestar.

Por eso, y asumiendo que Churchill no pretendía hacer apología de sistemas contra los que luchó durante toda su vida, sólo queda asumir que la democracia constitucional puede ser un sistema imperfecto pero, desde luego, es el menos malo.

Huelga

Huelga

En los últimos tiempos empieza a escucharse la posibilidad de que Jueces y Magistrados convoquemos una huelga.

En nuestro caso, una huelga siempre es cuestionable atendida la naturaleza de la función que se ejerce – dado que, en fin, constituye uno de los 3 clásicos poderes del estado – y a esto debe sumarse la coyuntura actual en que nos encontramos, ante un futuro económico incierto.

Imagínense cómo será para que se planteen la huelga unos jueces que no se quejaron cuando acudieron a sucesivas y estériles reuniones, cuando les convocaron y desconvocaron con igual rapidez a comisiones de revisión salarial, o cuando asumen los incrementos laborales sin contraprestación económica.

Quizás no es tanto el dinero como el reconocimiento que merece un poder del estado que, a diferencia de los otros dos, carece de autonomía presupuestaria.

Hagamos un breve repaso para mejor comprensión del contexto.

La Ley Orgánica del Poder Judicial – disculpen los tecnicismos pero somos jueces, lo nuestro es la Ley, y más esta – ya explicaba en los artículos 402 y siguientes que uno de los aspectos esenciales de la independencia de Jueces y Magistrados es la retribución, acorde a la dignidad, a la responsabilidad y sin olvidar un régimen de incompatibilidades que nos impide acudir a innumerables fuentes de ingresos.

Siendo un elemento configurador de la independencia económica, por su trascendencia, a la altura de la función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, entendió el legislador que requería un tratamiento autónomo a través de una Ley específica, la 15/2003.

Evidentemente, en una sociedad en constante evolución, y con una inflación como la actual, es sencillo comprender que fijar en una norma un salario determinado implica, a la larga, tanto como bajarlo. La pérdida paulatina de poder adquisitivo está garantizada. Por eso, el hábil legislador supo introducir una Disposición Adicional, la Primera, en que preveía un régimen de actualización:

  • Por un lado, incrementos previstos en los Presupuestos Generales del Estado.
  • Por otro, una comisión que se reuniría cada 5 años para elevar propuestas de revisión salarial al Gobierno.

Esas adecuaciones salariales no se han producido, más allá de subidas mínimas que no palian el elevado incremento del IPC ni las bajadas salariales producidas hace años.

La consecuencia es que, en el año 2003, el salario de un Juez alcanzaba 7 veces el salario mínimo interprofesional, hoy 3, si alcanza. Si, el SMI ha subido. El Juez, en cambio, parece que no lo necesita.

En este punto es relativamente sencillo introducir argumentos demagógicos o señalar que, lógicamente, todo el mundo quiere ganar más. Lo cierto es que tal y como reconoce la Sentencia de la Gran Sala del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 27 de febrero de 2018 en el asunto C 64/16 el salario es garantía tangible de independencia del Juez y Magistrado lo que, consecuentemente, consolida la protección al ciudadano.

No es, entonces, una cuestión exclusivamente económica si no de reconocimiento a la relevancia y dignidad de un poder del Estado desatendido.

Lo decía al comienzo: la Ley se promulgó en 2003 y, desde entonces hemos visto subidas salariales que no alcanzan a compensar la bajada que hubo hace algo más de 10 años. Esto habría motivado huelgas en cualquier cuerpo de trabajadores pero los jueces hicieron concentraciones para mejorar la justicia, en que se solicitaban medios para una Administración de Justicia sobrecargada.

¿Y por qué ahora nos encontramos con un 70% de seguimiento a la huelga? ¿Por qué vemos ahora este ánimo?

Pues teniendo en cuenta que muchos dudamos que la huelga sea un derecho que deba ostentar un poder del Estado, juzguen ustedes: durante años se ha venido preparando aquella comisión con multitud de trabajos por parte de las Asociaciones, habiendo sido convocados en el año 2022 en varias ocasiones para continuar con esa preparación con el Ministerio de Justicia para convocar la comisión en septiembre y desconvocarla en octubre so pretexto de una falta de fondos en las arcas del Estado.

Ahí nadie vio que los jueces hablasen de huelgas o medidas de presión si no, como siempre, con buena fe y la mayor lealtad institucional, de un mal momento económico y vuelta a un trabajo sobrecargado. Lo ha visto en el momento en que se advirtió que, previa huelga y presión, si se concedían pretensiones.

Y entonces se observa que el Estado tiene fondos – que dedica, con toda legitimidad, a lo que considere a través de los presupuestos – pero cabe preguntarse si tan poco importa esa lealtad institucional, responsabilidad y buena fe. Podría parecer, para un observador poco experimentado, que nuestros gobernantes calman las aguas electorales.

No resultan alarmantes nuestras reivindicaciones, no permitimos que se cause mal alguno al ciudadano (toda movilización o huelga se ha realizado compensando el trabajo en los restantes días), ni perjudicar derechos de ninguna persona (los Autos y Sentencias se han sacado igualmente), de modo que toda crítica ha sido en términos de aquella buena fe y lealtad institucional, señalando el descontento ante el incumplimiento reiterado frente a reclamaciones legítimas.

Claro, la legitimidad brilla por su ausencia cuando las retribuciones variables de la carrera judicial no alcanzan ni el 5% que impone la Ley como mínimo.

Frente a estos argumentos, demasiadas veces, se nos ha dado toda la razón y se nos ha explicado que no había dinero o, más últimamente, se nos ha definido como privilegiados. Olvidan entonces que lo que se consideran privilegios son garantías. Garantías para proteger a los ciudadanos.

En fin, se pregunta a quienes mayoritariamente no creen tener derecho de huelga cómo es posible que tenga tan amplia aceptación. Se pregunta a quienes jamás han buscado perjudicar derechos de un ciudadano, y que han trabajado y trabajan fines de semana y festivos ante la falta de medios porque creen en su función y en la trascendencia de sus pronunciamientos. Se pregunta a quienes garantizan, más allá de su salud laboral – la inmensa mayoría de los jueces trabajan muy por encima del 150% – los derechos de los ciudadanos.

Pues porque es justo, que es lo que nos mueve.

BUROCRACIA

BUROCRACIA

¿Qué es burocracia? dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul ¿qué es burocracia? ¿Y tú me lo preguntas?

Pues burocracia es, según una cita apócrifa que no sé a quién atribuir (que puede ser de Gandhi, Churchill, Groucho Marx, etc.), el arte de convertir lo fácil en difícil por medio de lo inútil.

Piénsese, por ejemplo, en algún deporte. Fútbol. Un partido cualquiera. Cualquiera. La premisa es que hay que marcar gol para ganar el partido y eso se hace llevando la pelota al otro lado e introduciéndola en una zona demarcada ¿Cuántos pases hacen falta para llegar a eso? Los suficientes para generar los espacios que lleven a facilitar la introducción. Ni uno más. Todo exceso es inútil y perseguirá otro fin. Legítimo, puede, pero otro fin.

¿Qué otro fin? Muchas veces otro objetivo complementario. En nuestra analogía, el fin estético de un juego más bonito que limitarse a lo eficaz o, por ejemplo, defenderse con el balón (si yo tengo el balón, no pueden meterme goles). Otras, darle una pátina determinada: modernidad, exclusividad. El esnobismo que supone darle a lo esencial tantos accesorios que frustran su fin. Aunque queda supercuqui, eso sí.

No se puede llevar al extremo, claro. Nos llevaría a asumir sólo lo esencial y olvidar el arte o la estética, elementos esenciales para la emoción humana. Pero hay campos donde esto no juega y, por encima de todo, no cabe sacrificar el fin en favor de la estética. Jugar muy bonito y tener mucho pase estéril que no lleva a meter el gol. El término medio. Es lo difícil.

Desde 2015, con los avances tecnológicos y una pandemia, se ha ido haciendo imperativa la relación telemática del ciudadano con diversos servicios, lo que no tiene por qué ser un problema sino, al contrario, el medio para evitar colas interminables, una mañana perdida o tener que pedir un día en el trabajo para hacerse el DNI, el pasaporte o presentar la solicitud de una beca.

Pero el ciudadano se enfrenta a la brecha digital, formularios no muy intuitivos, lenguaje poco amable y una exigencia, poco empática, de información o documentación de que muchas veces ya dispone la Administración porque, incluso, ella misma lo genera. El ciudadano no tiene que entender que se trata de servicios distintos, o incluso de administraciones distintas, en que una ejecuta lo que otra dispone. No hablemos ya de administraciones con varias lenguas cooficiales.

En todos estos casos acudirá el ciudadano presencialmente, si es que existe la posibilidad, para que pueda, por fin, perder la mañana. Con cita previa, eso sí. Si no hay pandemia, claro.

Es frustrante. En toda su amplia polisemia. Es frustrante porque con tanta exigencia, tanto requisito y tanta garantía se hace imposible que la Administración se equivoque gravemente. Pero también es frustrante para el ciudadano que solo pretende obtener la ayuda a que tiene derecho.

Y ello en aras de una modernidad a la que no se adapta una sociedad a la que no se le da acceso digital en toda su extensión, o de una garantía que, si resulta necesaria, no puede sacrificar los legítimos derechos de los ciudadanos.

El legislador (tan de moda últimamente) diseña las tramitaciones, los procedimientos. Con gran celo los elabora complejos y garantistas pero debe recordarse una máxima: a mayor garantía, mayor dificultad en alcanzar la conclusión. De ahí el término medio. Buscar la garantía procedimental que proteja los derechos, pero evitando los perjuicios de un exceso de rigidez. Vamos, que lo que hay que utilizar es el proceso judicial.

Si, siempre barriendo para casa.

Es que es un proceso muy bueno.

Tiene todas las garantías, pero las interpretamos desde la perspectiva sentada por el Tribunal Constitucional hace tiempo: hay que respetar las normas del proceso, pero, en la interpretación, hay que interpretarlas en sentido favorable al ejercicio de los derechos. Total, que si cabe una interpretación en que el escrito esté en plazo, en plazo está. Y así todo, porque el objetivo es que el procedimiento encauce las acciones, proteja los derechos, pero nunca sea un impedimento para su ejercicio.

Pero para hacer eso tiene que haber un sujeto responsable, alguien que firme con nombre y apellidos y diga “se interpreta así este caso”, que se pueda recurrir o no, ante el mismo u otro órgano. Ahí tenemos a los Letrados de la Administración de Justicia y los Jueces y Magistrados, que firmamos y asumimos lo firmado, de manera que nos responsabilizamos de las interpretaciones y consecuencias de aquellas.

Y aquí es donde debemos valorar nuestra Justicia. Y no podemos olvidar la crítica: es lenta la mayor parte de las veces, y cuenta con muy poquitos medios. Es, de hecho, de lo último que hay en presupuesto, sin que nadie caiga en la cuenta de su importancia. La tiene, sin embargo. Lo que pasa es que solo la tiene una o dos veces en la vida. Un divorcio, una reclamación de cantidad o, ojalá no, un hurto, robo, daños. Y ahí es muy importante, y quizás debería contar con más medios. Pero no hablemos de eso, hablemos de que, con esos pocos medios, hay mucha gente dispuesta a suplir, con su esfuerzo personal, la falta de presupuesto material.

Y en ese esfuerzo, que no se negocia, se encuentran la inmensa mayoría de los Juzgados, que garantizan los derechos de los ciudadanos sin poner trabas ni obstáculos de ninguna naturaleza y buscando soluciones a todos los problemas que se presenten. En los juzgados no hay brecha digital, y se han protegido todos los derechos en la pandemia (recuérdense las cuestiones resueltas por el Tribunal Constitucional).

Total, que nuestra Justicia “tiki taka”, concepto tan denostado últimamente, cumple sus fines y defiende los derechos con la posesión de las garantías y lo hace sin catenaccio burocrático. Y todo eso sin muchos medios. Con la plantilla al completo sería la estrella.

UNA DE ESPÍAS

UNA DE ESPÍAS

Todo Estado tiene espías, secretos oficiales. Dan juego y permiten mucha literatura, claro. Literatura que deja volar la imaginación y guioniza abundante cine. Sobre el Área 51, el asesinato de Kennedy, clubes que dirigen el nuevo orden mundial, el tercer, cuarto, quinto Reich, el que toque. James Bond, Ethan Hunt, Jason Bourne o el agente Smiley.

Pero no conviene sembrar teorías “conspiranoicas” porque, posiblemente, son más prosaicos. Los centros de inteligencia no se crean para ocultar a la sociedad actividades de dudosa legalidad o reputación.

Se crean para la seguridad y defensa, y el “malo” no está en una isla con forma de calavera, docenas de esbirros, un estanque de pirañas y un rayo láser para destruir el sol. El “malo” puede ser cualquiera y la “maldad” de lo más variada: atentados terroristas, redes de trata, desestabilizar un gobierno, un estado o la economía, etc.

En estos términos se comprende la necesidad de disponer de una institución que, bajo un cierto halo de misterio, desarrolle las actividades necesarias para prevenir los ataques a la seguridad y defensa del Estado. El misterio será necesario. Pregonar las actividades llevaría a frustrar los fines, además del temor natural que generaría saber cuanta gente resulta sospechosa de ser peligrosa para la seguridad y el riesgo para su prestigio que supondría publicitarlo si, al final, resulta no serlo.

Pero tras la premisa surge la duda ¿Quis custodiet ipsos custodes?

Alan Moore es el autor de comics como V de Vendetta, Watchmen, o La Liga de los Hombres Extraordinarios, entre otros. Todos excelentes, en The Watchmen se refiere reiteradamente a ese aforismo latino de Juvenal: ¿Quién vigilará a los vigilantes?

En él se nos plantea una ucronía en que héroes sin poderes pero con disfraces para ocultar su identidad y evitar eventuales venganzas y rencores, ayudan a la seguridad y defensa a lo largo de los años. Son vistos desde un inicio con adoración pues cooperan a la hegemonía de su país, la seguridad, etc. Pero la autoridad no suele ser bien vista por quien la sufre. La sociedad comienza a dudar de la legitimidad de esos héroes, del control al que se someten, hasta el punto en que el clamor popular lleva al gobierno a prohibir a los héroes enmascarados. Salvo a los útiles, claro.

La premisa sería que toda sociedad necesita de una estructura encaminada a la seguridad y defensa, los vigilantes. Estos gozan de amplios poderes porque el fin perseguido es elemental y consustancial a la sociedad: si esta no se protege frente a los ataques, desaparece y escaso interés tiene todo lo demás que haga o haya hecho. Desaparecen los problemas de la sociedad. Definitivamente.

Esa estructura gozará de la legitimidad que le otorgan sus fines. Al ser una legitimidad resultadista cualquier desviación resultará escandalosa pues, en definitiva, no puede admitirse el error en quien solo existe por el éxito en su objetivo.

Pero también requerirá de ser controlada.

Nos aproximamos entonces a la dicotomía seguridad-control: los amplios poderes permiten el mejor cumplimiento de sus fines, pero pueden llevar a excesos que resulten impunes sin el control adecuado, atendido el necesario secretismo que debe reinar en sus actividades.

Luego ¿quién los vigila? Esa misma pregunta se planteó en España.

En el año 1977 se creó el CESID, que incorporaría los servicios de inteligencia de la Presidencia del Gobierno, del Alto Estado Mayor y de los tres Ejércitos. El Consejo de Ministros de 1986 declararía “secreto” su estructura, organización, medios, procedimientos, fuentes, informaciones o datos.

Es decir, todo se consideraba secreto y surgieron distintos escándalos (“GAL”, “papeles del CESID”). Como ya decía, un servicio secreto que deja de ser secreto porque se conocen sus actividades, y descontrolado.

Se plantea entonces reformarlo y en el año 2002 se modifica su normativa que comenzaría por cambiar el nombre a CNI y someterlo al ordenamiento jurídico. Esto supone un gran cambio, pues se introduce la responsabilidad de la institución. Evidentemente, no podría prescindirse de la calificación de “secreto”, pues perdería su sentido, pero se sometería a control.

A partir de ahí, y en la actualidad, está sometido a diversos controles, de carácter político, jurídico e incluso económico.

En primer lugar, el del Ejecutivo. El Gobierno controla al CNI antes y después: fija sus objetivos y vigila que se cumplan. Vigila a los vigilantes. Pero, para evitar que el control se limite aquí, se extiende a otros poderes del Estado.

El poder Legislativo, cuyo control puede considerarse posterior porque la Comisión de Secretos Oficiales, que conoce de esos objetivos que fija el Gobierno, lo fiscaliza. Para favorecer el control, el secreto no afectaría a Congreso de los Disputados ni Senado, teniendo acceso a dicha información conforme se regulase y en sesiones, en su caso, secretas.

El poder Judicial también participa y tiene un control anterior, restringido. Un Magistrado del Tribunal Supremo resuelve pero no sobre toda actividad del CNI pues eso lo haría poco operativo. Resuelve sobre medidas concretas que le solicita el Director del CNI: entrada y registros, intervención de las comunicaciones, etc.

Por último, hablaríamos de un control económico completo que se inicia en los Presupuestos Generales del Estado, estableciendo partidas de gastos reservados, entre las que se encuentran las presupuestadas para el CNI. Como otras partidas presupuestarias, se audita posteriormente por el Tribunal de Cuentas.

De este modo podría decirse que el CNI se somete al ordenamiento jurídico, a control externo, y resulta responsable de sus acciones ante los poderes del Estado, a pesar de las confluencias, de la dificultad que supone conjugar todos los elementos en liza.

Se proponen, sin embargo, reformas a resultas de la actualidad de sobra conocida, encaminada a un mayor control. Se desconoce el concreto contenido de estas, pero se habla de que no resuelva un único magistrado las solicitudes sino 3, por ejemplo, o de incrementar el control democrático de la institución, en general.

Pero, quizás, lo que se critica no es el control sino la actividad que desempeña, sus criterios, que no se publicite en la sociedad de la transparencia y la información. Es indiferente, hoy y desde 2002 sabemos quien vigila a los vigilantes.

EJEMPLARIDAD

EJEMPLARIDAD

“El camino de la doctrina es largo; breve y eficaz el del ejemplo” (Séneca).

Hoy vengo a rebatirlo. Tarea complicada discutir al estoico.

Parto de la diferencia a la que he acudido en otras ocasiones: la diferencia entre el mundo anglosajón y el continental.

La moral, sobre la que tanto escribió Séneca, es el centro sobre el que orbita la cultura jurídica anglosajona. A falta de códigos, leyes y demás normas escritas, acude a los precedentes dictados por sus Tribunales a lo largo de los años. Con ellos, buscará lograr la convicción en jurados y magistrados de que su tesis es la más “moral”.

Pero no sólo la cultura jurídica, también la sociedad en general, de la que hemos importado la peligrosa “corrección política”. Es la moral social, común a la sociedad y que rige la conducta pública de los ciudadanos.

En el mundo continental, y más concretamente en España, Italia, Francia, nos regimos por códigos y normas escritas. Entendemos que lo mejor para las relaciones sociales es la norma pactada en el poder legislativo. Creamos las leyes y las dotamos del máximo poder, siendo exigibles a todos e imponiéndose a los Tribunales, que sólo nos encontramos sometidos a la Ley pero siempre a la Ley.

La moral, evidentemente, existe (no olvidemos que, al fin y al cabo, Séneca era cordobés), y opera como criterio interpretativo, pero no con prioridad. Es la moral personal, la del propio ciudadano, que opera tanto pública como privadamente.

Pero incorporamos la moralidad social y la corrección política.

En la era de la globalización nos influenciamos recíprocamente y vamos incorporando al acervo aspectos de otras culturas. Generalmente ello promueve el progreso pero, en ocasiones, se hace a costa de perder la identidad. Comenzamos a utilizar como criterio para dotar de validez a una persona su ejemplaridad o lo políticamente correcto que supone. Digo “o” porque son cuestiones diferentes pero, al caso, vienen a asimilarse.

Entonces comenzamos a sustituir el talento, el conocimiento, la preparación, por la dialéctica, la oratoria o la corrección. Vemos que se exige a los Tribunales que sean “correctos” en sus decisiones, y ante la incorrección política de los Fallos, criticamos la decisión desde la perspectiva moralista. Entramos en la deriva de exigir a todo poder público, a todo personaje relevante, una conducta ejemplar.

Y ¿qué ejemplo empleamos? El que nos dicta la moral social general. Ante la ausencia de una, adoptamos los criterios anglosajones, instalados hace siglos y que nos sirven como mecanismo de control.

Y ello no será un problema si lo prioritario es el conocimiento técnico, pero cuando la técnica es compleja y no podemos comprenderla, para “controlar” nos limitamos a la ejemplaridad y, poco a poco, se convierte en el único aspecto exigible para todo lo relevante.

Esto riñe con el arte que por definición tiene que ser emotivo y, en consecuencia, puede tender a ser rupturista o conflictivo. Pero también con toda labor trascendente, pues comienza a importar menos el resultado que la ejemplaridad de este.

Vemos como un actor mundialmente famoso abofetea a un humorista en una gala de cine y se pide que se le quite el premio obtenido unos minutos después. Priorizamos la ejemplaridad al talento. Hoy sabemos que se le va a impedir acudir a cualquier acto formal de la Academia durante 10 años. Se avergüenza la conducta y se reprime sancionándola. Mejor opción que mezclar churras con merinas, claro.

¿Cómo coexiste la corrección política con la libertad de expresión? Evidentemente, no es que una bofetada suponga una elevada tesis. No hay lugar para la violencia en esta sociedad. Ahora bien ¿debe criticarse el talento de una persona porque no resulte ejemplar? Quienes dieron solución al “bofetadagate” no opinan así.

Un jugador de tenis excepcional, rebosante de títulos que lo acreditan como uno de los mejores tenistas del mundo y, en fin, deportistas de la historia. No contento con ello, es ejemplar en la victoria y en la derrota. Demuestra con cada declaración la corrección absoluta, lo que se espera del ideal. Es, en términos semánticos, el hombre ideal. Si rompiese una raqueta por fallar un punto no mermaría un ápice su talento o excepcionalidad deportiva. Quizás si su ejemplaridad.

Quizás el error reside en buscar los ejemplos en lugares recónditos. Entiendo que el ejemplo no debe buscarse en cualquier persona relevante. La ejemplaridad, la educación, se obtienen en las familias, las escuelas, las universidades. El problema puede deberse, entonces, en que ante la falta de ejemplos, buscamos otros fuera de dichos ámbitos.

Y no debe negarse el efecto inspirador de ciertos personajes relevantes, o el aprendizaje que obtenemos de sus conductas, sus manifestaciones. Yo utilizo, a menudo, frases lapidarias atribuidas a algunos de ellos (algún día espero descubrir si Churchill dijo todas esas cosas que dijo).

Pero debe ser complementario de la educación recibida, que nos da sentido crítico y nos permite construir nuestros propios pensamientos, para que los personajes nos inspiren pero no constituyan el eje sobre el que construir nuestro comportamiento, nuestra ética.

Quizás la crítica no es a la ejemplaridad, sino a la educación del ciudadano. Quizás no es a la corrección política, sino al espíritu crítico. Quizás.

Si sustituimos nuestros propios pensamientos, nuestra cultura, por la reproducción de las conductas de nuestros ídolos, descubriremos que tienen pies de barro, pues son humanos, y que somos tremendamente injustos por exigirles una ejemplaridad que no podrían cumplir. Son tan humanos como los demás.

Así que, al final, no voy tanto a discutir a Séneca (tarea un tanto pretenciosa) que se refería a predicar con el ejemplo, sino más bien, a los modelos de conducta que escogemos.

No podemos exigir a los personajes relevantes que prediquen con el ejemplo en todos los aspectos de su vida. Defiendo la inspiración que nos brindan. Nos permite auparnos.

Pero si debemos exigir la mejor preparación, la mayor educación y técnica. Aunado con un gran talento permitirá personajes públicos relevantes y trascendentes. Promoverán mejoras sustanciales en la sociedad y la mejorarán.

Los modelos de conducta están en casa, en las escuelas y universidades. No adoremos ídolos, puede que nos llevemos una bofetada.

DE LA CRÍTICA

DE LA CRÍTICA

Vivimos en la era de la comunicación, del big data, de los avances tecnológicos y cada año vemos un salto sustancial en la técnica que, hace años no habría podido imaginarse. Piénsese en los teléfonos móviles, las viviendas domóticas, los coches eléctricos, la carne sintética o internet.

Internet. Diariamente nos llega un volumen ingente de información a través de un teléfono móvil al que puede acceder casi cualquier persona y que supera en capacidad de procesamiento a cualquier ordenador de hace 10 años.

En este caso me voy a centrar en la información y la opinión, muchas veces indistinguibles debido a los modernos modelos de acceso a la información.

Un repaso por internet nos deja ver que hay gente que opina sobre futbol, política, prensa rosa, que la tierra es plana, que nunca se llegó a la Luna. Parto de la premisa de que todo el mundo tiene derecho a ser informado y cada uno puede formarse la opinión que considere sobre cualquier cosa, incluso sobre aquellas cuestiones que ignore completamente.

Ahora bien, los proveedores de opinión e información ya no son, exclusivamente, aquellos proveedores profesionales, identificados, sino la generalidad de la población mundial.

Actualmente puede decirse que conviven dos tipos de proveedores: los que siempre han existido, profesionales, que hacían y hacen el filtro informativo y de opinión, y el resto de la población, que puede convertirse en un transmisor, con mayor o menor tratamiento de estas, y que exigen del receptor un esfuerzo crítico.

Ante dicha convivencia, recibiendo información y opinión de toda índole, es ya el receptor el que debería elevar su espíritu crítico y establecer los filtros necesarios para distinguir entre ambas y evitar asumir como definitiva cualquier idea o manifestación a que acceda.

Un problema reside en que en la comunicación general se da más trascendencia a quien es más vehemente en sus exposiciones. Y resulta mucho más importante la opinión que retuitean 5.000 perfiles de manera organizada que la de la inmensa mayoría que, o no está interesada en la opinión o necesitaría algo más de los caracteres que permite la red social para discutirla. Vivimos, entonces, en la era del titular, del eslogan, que rápidamente se publicita y llega a todos los rincones, viéndose sustituido rápidamente por un nuevo titular.

El ingente caudal de información impide analizar la información, rebatirla, o, siquiera, formar una opinión sobre ella en el corto periodo de tiempo en que tiene trascendencia. Nos transformamos en consumidores de información, pero también de opinión, sin llegar a formar una propia sobre la mayoría de asuntos que se comunican.

Por otro lado está el anonimato, que permite a todo el mundo emitir sus opiniones desde una sensación de seguridad e, incluso, impunidad. Quien desee ser polémico podrá emitir una valoración que quizás no sea realmente una opinión sino, simplemente, un modo de llamar la atención o buscar el conflicto ante una tarde que se presenta tediosa, y que provoque a quien, ante una tarde similar, decida entrar al conflicto, también desde el anonimato. En esta tesitura, dos personas, formalmente, están emitiendo sus opiniones, pero lo hacen alejados de la realidad del debate, pues emplean términos o modos que jamás emplearían en persona, amparados por aquella sensación.

También puede ocurrir que, por falta de interés o apatía frente a una tesis, esta no se controvierta y se genere la falsa apariencia de conformidad. Edmund Burke decía que para que el mal triunfe solo se necesita que los buenos no hagan nada. No es que una tesis que no se rebata sea mala por naturaleza, pero sin espíritu crítico puede llegar a aceptarse cualquier idea.

Un ejemplo: durante un partido de fútbol con 80.000 espectadores pitan 10.000 mientras los restantes se mantienen callados. Posiblemente aparentará la sensación generalizada de descontento. En realidad, solo pita un 12,5% de la grada, pero se atribuye a toda ella aquella sensación.

Se generan, así, debates artificiales y necesidades ficticias que no obedecen a la realidad. Si abandonamos esos filtros de que hablaba se comienzan a sustentar premisas que pueden llegar a resultar trascendentes, transformando ideas peregrinas o que carecían de sustrato material real en leitmotiv que fundamente, incluso, políticas públicas.

Todo ello nos lleva a asumir la responsabilidad en la crítica.

Recibiendo información y opinión, apenas distinguible entre si, por parte de toda clase de proveedores, nos enfrentamos a numerosos titulares que, sin demasiada explicación, se nos presentan definitivos. En este punto, en ausencia de sentido crítico, adquiriremos la opiniones que se vierten en redes y medios de comunicación como propias, sin haber realizado el proceso lógico que requiere formarse una opinión. Nos convertimos, como decía, ya no solo en consumidores de información sino en consumidores de opinión.

Teniendo, en cambio, acceso a distintas opiniones que consumir se nos permitirá, a través de la tesis y la antítesis, formar nuestra propia síntesis. El lector asume que no puede tener conocimientos sobre cualquier materia que se le presente, por lo que difícilmente podrá establecer una crítica razonable acudiendo a una única fuente de información y opinión. Debe poder acudir a varias para formarla, pero si renuncia a ello y asume como propia la tesis de un tercero sin examinar otras, estaremos renunciando a la crítica y, en definitiva, a escoger nuestras libres opiniones, generándose esas necesidades artificiales o ficticias.

En fin, se revela en la actualidad el problema de la sucesión de meros titulares que se asumen como verdades máximas y que pueden conformar ideas generalizadas, sin que el ciudadano medio haya intervenido en su debate si no se esfuerza en hacerlo a través del espíritu crítico, formando su propia opinión sobre los temas que van sucediéndose, casi vertiginosamente, en la actualidad diaria.

Ello puede parecer intrascendente para la mayor parte de la actualidad, pero en ocasiones nos encontraremos con que se instala en la colectividad una idea que no obedece a la realidad o que es sesgada, y que puede fundar, como decía, políticas públicas que a todos nos afecta sin que, en muchas ocasiones, se entre en el debate o, por ejemplo, se discutan cuestiones que si son más trascendentes para la población general.

Por ello, si bien se asume la premisa de que todo el mundo puede formarse la opinión que considere conveniente, también debe asumirse que ante la falta de espíritu crítico pueden darse consecuencias no deseadas y, si se quieren evitar estos problemas, creo, debe intentarse sostener ese espíritu, elevar los filtros frente a la información y opinión consumidas, y examinar el contenido de estas mediante el contraste, si se desconoce la materia que es objeto de aquellas.

IMPARCIALIDAD

IMPARCIALIDAD

“La nación más fuerte del mundo es, sin duda, España. Siempre ha tratado de autodestruirse y nunca lo ha conseguido” (Otto Von Bismarck)

En muchas facetas de la vida tenemos la tendencia a criticarnos ferozmente. En España siempre es muchísimo mejor lo que se hace fuera y lo que tenemos dentro no lo valoramos. Y si lo valoramos es por un tiempo, rápidamente intentamos tumbar nuestros ídolos (véase el deporte). Será la envidia, que históricamente se ha definido como pecado nacional.

Esta premisa resulta aplicable al mundo de la Justicia.

Recientemente, el Grupo de Estados contra la Corrupción (Greco), dependiente del Consejo de Europa, publicó su informe, “Prevención de la corrupción con respecto a miembros del parlamento, jueces y fiscales”, en el que remarcó que el sistema actual de elección no es aceptable. Reiteró su opinión de que las autoridades políticas no deberían participar en ninguna etapa del proceso de selección de los vocales judiciales todo ello para mejorar la confianza pública en el sistema judicial como un todo.

Esto se ha visto ratificado por la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 21 de junio de 2016 que, en el caso Ramos Nunes de Carvalo contra Portugal, condenó a Portugal por la falta de independencia e imparcialidad en la composición de su Consejo Superior de la Magistratura, en un recurso frente a una sanción disciplinaria aplicada a tres magistradas. A continuación, pueden consultar el texto íntegro de la Sentencia en inglés, sin perjuicio del breve resumen a continuación.

El Tribunal de Estrasburgo recuerda que la imparcialidad de un tribunal se deduce de la forma de su nombramiento, la duración del mandato de sus miembros, la existencia de una protección contra presiones externas y la cuestión de si hay o no apariencia de independencia (Findlay v. Reino Unido, 25 de febrero de 1997, § 73, Repertorio de sentencias y resoluciones 1997-I, y Brudnicka c. Polonia, Nº 54723/00, § 38, ECHR 2005-II), hecho que pone en relación con la imparcialidad de sesgo subjetivo (ausencia de perjuicio o sesgo) e incluso con la apariencia de imparcialidad (no solo debe hacerse justicia, sino también parecer que se hace).

La Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos se refiere a Portugal. Podríamos pensar que en España las cosas son “diferentes”, que somos especialmente desastrosos en cualquier gestión o empresa, pero no es cierto. Al menos Portugal es igual de “desastroso”. Pero no acaba aquí.

En nuestro entorno más cercano (Francia, Italia y Portugal), podemos decir que la Constitución francesa de la IV República de 1946, así como posteriormente la de 1958 de la V República; la italiana de 1947 y el modelo portugués, han influido en mayor o menor medida en nuestro sistema de gobierno del Poder Judicial. No sucede lo mismo con Estados Unidos y el Reino Unido en los que se aprecia una fuerte intervención del Ejecutivo en su sistema organizativo judicial.

En Portugal el autogobierno de la magistratura se divide en tres órganos: el Consejo Superior de la Magistratura, el Consejo Superior del Ministerio Público y el Consejo Superior de los Tribunales Administrativos y Fiscales.

Limitándonos al Consejo Superior de la Magistratura, la Constitución de 1976 lo consagra como la cúpula de la administración y gestión del Poder Judicial en Portugal y garantía de su independencia.

El art. 220 de la Constitución dispone que el Consejo Superior de la Magistratura está presidido por el Presidente del Tribunal Supremo de Justicia y compuesto por dos vocales designados por el Presidente de la República, siendo magistrado judicial uno de ellos; siete vocales elegidos por la Asamblea de la República y siete Jueces elegidos por sus pares en armonía con el principio de representación proporcional. En conclusión, el Consejo Superior de la Magistratura en su composición tiene una minoría de Jueces elegidos por sus pares (siete Jueces elegidos).

En el sistema francés el Consejo se componía de dos miembros de derecho (el Presidente de la República que lo presidía y el Ministro de Justicia, que hacía las veces de vicepresidente del Consejo), seis Magistrados de carrera judicial y seis Magistrados del Ministerio Fiscal; y cuatro personalidades externas, de las cuales tres son destinadas respectivamente por el Presidente de la República, el Presidente de la Asamblea Nacional y el Presidente del Senado, y un consejero del Consejo de Estado.

Finalmente, con la reforma constitucional de 23 de julio de 2008, el Consejo Superior de la Magistratura lo preside el Primer Presidente del Tribunal de Casación para la Sección competente para los Jueces (magistrats du siège), y el Fiscal General del Tribunal de Casación para la Sección competente para los fiscales (magistrats du parquet).

Respecto del sistema italiano, actualmente, el Consejo Superior de la Magistratura está integrado por tres grupos definidos:

  • Los miembros natos, que son el Presidente de la República, que lo preside, el Primer Presidente del Tribunal de Casación y el Procurador General del Tribunal de Casación.
  • Los miembros togados, que serán los dos tercios del número de miembros restante concretado por una ley, y serán elegidos por la totalidad de los Magistrados ordinarios de entre los pertenecientes a las diferentes categorías.
  • Los miembros laicos, que serán el otro tercio, y serán elegidos por el Parlamento, en sesión conjunta, de entre los catedráticos de universidad en disciplinas jurídicas y abogados con quince años de ejercicio.

También se prevé constitucionalmente la duración en el cargo de los miembros electivos, fijada en cuatro años, con una prohibición de inmediata reelección. De entre los miembros laicos, se elegirá a un Vicepresidente.

Por otro lado, tenemos el sistema inglés. La Ley para la Reforma Constitucional de 2005 fue un importante paso hacia una mayor independencia judicial en Reino Unido. Creó la figura del Tribunal Supremo y arrebató de la Cámara de los Lores la capacidad de ejercer de última instancia judicial. Acabó con el anacrónico mecanismo por el que la Corona designaba Jueces que debían obtener luego la aprobación del Lord Chancellor (Ministro de Justicia).

Se creó una nueva institución, la Judicial Appointments Comission (Comisión de Nombramientos Judiciales, JAC), de naturaleza independiente, aunque bajo la adscripción formal al ministerio de Justicia. Está formada por 15 miembros, 12 de ellos son elegidos a través de un concurso público, abierto, transparente y basado exclusivamente en los méritos de los candidatos. Los tres restantes son nominados por el Consejo Judicial (dos Jueces seniors de tribunales superiores).

En cuanto al sistema alemán. No existe una figura similar a nuestro Consejo General del Poder Judicial.

En general, hay tres formas de escoger a los Jueces de los distintos tribunales: pueden ser nombrados directamente por el poder ejecutivo (los ministros de Justicia de los 16 Estados federados o Länder), por el parlamento o por comités de selección.

Los Jueces de la institución judicial más importante de Alemania, el Tribunal Constitucional Federal (Bundesverfassungsgericht, BVG), son elegidos por las dos cámaras del Parlamento. Cada cámara elige a la mitad de los Jueces de los dos ‘senados’ (cada uno de ocho miembros) en los que se divide el Constitucional. La cámara alta o Bundesrat elige por votación de una mayoría de dos tercios. La cámara baja o Bundestag también, pero con la diferencia de que en este caso no es de forma directa sino a través de un comité de selección especial de 12 miembros, elegidos a su vez por el parlamento por representación proporcional.

Los Jueces de los cinco tribunales federales (el Supremo, de lo Social, el Contencioso-Administrativo, el Laboral y el de Hacienda) son elegidos por un comité de 32 personas: los 16 ministros de Justicia de los Estados federados y 16 miembros elegidos por el Parlamento federal por representación proporcional. 

El Consejo Superior de Justicia belga nace del caso Dutroux, un asunto penal que traumatizó Bélgica en 1996. El juicio a Marc Dutroux, autor de asesinatos y violaciones a menores, dejó al descubierto la falta de independencia de la judicatura. Hubo multitudinarias marchas en el país que derivaron en la creación de un nuevo órgano encargado de velar por esta autonomía. En 1998 se modificó la constitución para incorporarlo.

En este país, con difíciles equilibrios entre flamencos y valones, el Consejo consta de 44 miembros, repartidos a partes iguales entre unos y otros. Y de esos 22, a su vez, 11 son Magistrados elegidos por sus compañeros de magistratura y los 11 restantes son personas ajenas al cuerpo elegidas por el Senado con mayoría de dos tercios.

En España, en 1980 los vocales judiciales del CGPJ eran elegidos por y entre los Jueces y Magistrados y la situación cambio a la actual en 1985, en que son elegidos por Congreso y Senado.

Es un sistema que el Tribunal Constitucional amparó en su Sentencia nº 108/1986 advirtiendo, eso sí, que se corría el riesgo de frustrar la finalidad señalada en la Constitución si el Congreso y Senado, a la hora de efectuar sus propuestas, olvidaban el objetivo perseguido y, actuando con criterios admisibles en otros terrenos pero no en éste, atendían sólo a la división de fuerzas existente en su propio seno y distribuían los puestos a cubrir entre los distintos partidos, en proporción a la fuerza parlamentaria de estos.

El actual sistema de elección, surgido de la LOPJ de 1985, se encuentra, por ello, en descrédito pues crónicamente observamos la elección de vocales en función de cuotas parlamentarias que se alejan de la finalidad perseguida, trasladando al ámbito del CGPJ las distintas luchas de poder del Parlamento.

Hay que recordar en este punto que hablamos del Parlamento, poder legislativo, y el CGPJ, que no es Poder Judicial pero se encuentra vinculado a él.

¿Qué razón pudo llevar a emplear dicho sistema en el año 1985? Muy posiblemente, el provocar el cambio en todas las instituciones al compás de la sociedad.

Si los Jueces y Magistrados son absolutamente independientes, sin que pueda intervenirse en su sistema de selección (público, objetivo, por oposición) ni, por supuesto, en el ejercicio de su labor, sólo quedaría intervenir en el órgano representativo que sirve de soporte gubernativo, administrativo, al Poder Judicial. Un órgano que no puede intervenir en Sentencias o Juicios de ninguna forma, y cuya utilidad se limita a la representatividad frente a los demás poderes, y a meros aspectos administrativos.

Ahora bien, constituye la expresión frente a la sociedad general del Poder Judicial y que fuese seleccionado por quienes eran elegidos por el cuerpo electoral provocaba que fuesen, como decía, al compás de la sociedad.

Hoy, habiendo pasado los años, hemos superado ese complejo y las instituciones están ampliamente renovadas, de modo que ya no cabe plantearse aquellas justificaciones y si un cambio en el sistema que haga que un órgano que representa a un poder y constituye su soporte gubernativo y administrativo, sea elegido por el mismo.

Desde un inicio, insistimos desde la Asociación Profesional de la Magistratura en que el sistema debe cambiar y debe proponerse e impulsarse la vuelta a lo que nunca debió dejar de ser: un órgano de gobierno de los Jueces, elegido por los Jueces, para el leal servicio a la sociedad española.

Así se preveía en la LOPJ de 1980 que, posteriormente, como se ha dicho, se cambio por la LOPJ de 1985.

En fin, no puede dudarse de nuestra Justicia, ni siquiera en términos comparativos con otros países. Es cierto, y no debe olvidarse, que la apariencia de imparcialidad es sumamente importante, por lo que debe promoverse el cambio legislativo expuesto, pero la sociedad debe ser consciente de que tenemos un sistema judicial ejemplar, mejor o, al menos, similar al de cualquiera de los países europeos vistos, y que nunca se debe dudar de la imparcialidad de sus integrantes, que seguimos y seguiremos “juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado” con la máxima imparcialidad, sometidos únicamente, pero siempre, al imperio de la Ley.

DE FASCISTAS Y TIRANOS

DE FASCISTAS Y TIRANOS

Podemos definir un fascista como aquel que impone sus ideas sobre los demás. No es necesario que se haga por la fuerza, en muchas ocasiones bastará con desacreditar como interlocutor válido a todo aquel que no se alinee con la tesis del fascista, mediante términos genéricos. Por ejemplo, llamándole fascista.

Un tirano es un fascista con poder.

Pero es un pelín más complicado. Por ejemplo, que Batman es un fascista es incuestionable. Un personaje de comic que, tras sufrir una gran pérdida en su niñez y, obviando todo un sistema policial y judicial que se nos representa como corrupto, entiende que debe sustituirlo para alcanzar un fin idealizado: la justicia. De ahí que sea un justiciero e imponga, por la fuerza, ese ideal al estilo de Maquiavelo (el fin justifica los medios). Batman entiende que el crimen es una enfermedad que hay que erradicar (al modo de Cobra) y que la cura es él, porque el mal campa a sus anchas por la ciudad de Gotham. Desacredita todo un sistema policial y judicial, tratándolo de inútil, siendo todo medio que emplee adecuado al fin que se persigue, que es superior a si mismo.

Punisher iría por el mismo camino desde la esfera de Marvel, y no podemos obviar al paradigmático Juez Dredd (juez, jurado y ejecutor), en que es el propio sistema el que hace nacer la figura ante un futuro distópico en que la sociedad ya no se aguanta a sí misma.

Si a Batman, que es humano y cuyo único superpoder es ser repugnantemente rico, además de muy inteligente y disciplinado con el pilates a diario, le diésemos poderes que le colocasen ampliamente por encima del resto de los mortales, lo convertiríamos en un tirano y tendríamos, por ejemplo, a Daenerys que, con su tenacidad, esfuerzo y unos dragones, consiguió conquistar un continente y quemar una ciudad por un fin mayor.

Superman, a diferencia de Batman o de Daenerys, es tan fenomenal que no quiere ni el poder, solo servir a la humanidad. Hasta que se cabrea en “Injustice” y acaba gobernando el mundo.

Todos ellos, al final, tienen un nexo en común. Bueno, dos. Son bastante fascistas, desde luego, pero además gozan de una moralidad inquebrantable. Voluble, claro, porque como buena moral está sujeta a estados de ánimo, pero siempre inquebrantable.

Tales personajes, como muchos otros a lo largo de la cultura pop, surgen desde la perspectiva de la moralidad, y asumen los pequeños daños colaterales que su intervención pueda ocasionar en pos de su moral. No es casualidad que la inmensa mayoría se desarrollen en países anglosajones en que el aspecto moral va ligado a su sociedad y, por supuesto, al mundo jurídico. En dichos países, y seguro que han podido verlo en redes sociales, observarán como jueces, jurados o abogados, emplean términos como “bien” o “mal”, encuentran justificaciones para infracciones de todo tipo, o “regañan” a quien acude detenido.

Esto, en lo que consideramos el derecho continental, no pasa. Fundamentalmente, nuestro derecho se centra en la norma más que en la moral o en los precedentes, que tienen cierta utilidad, pero nunca por encima de la norma. Si se ha hecho lo que la norma prohíbe, se castiga, y si concurre alguna circunstancia que la norma prevé para modificar la sanción, se aplica, pero no se encuentran resoluciones fundadas en la moralidad, el bien, el mal, ni regañando a nadie.

Por eso Batman, o cualquiera de esos personajes, en el fondo, nos resultan tan exóticos. Son personajes cargados de moralidad, y que superan cualquier estamento legal o policial por ella. La moral cambia, claro, así que veremos como lo que le parece bien un día, le parece mal al siguiente, cargándose de razones en ambos casos, y llevando a un sistema tiránico en que todo depende de la opinión de uno que se encuentra en la cúspide de la pirámide alimenticia.

Vemos en los países anglosajones, fundados en aspectos de moralidad, la implicación con valores elementales del ser humano: la libertad, la seguridad, etc. Y así, los tribunales de países anglosajones generan precedentes que resultan curiosos para una mentalidad continental como la nuestra, y que van variando, mientras que nosotros empleamos lo que podemos considerar dos filtros: el legislador elabora las normas desde una perspectiva genérica, para aunar la mayor cantidad de supuestos posible, y los jueces las aplicamos al caso concreto, interpretándolas para adaptarlas a las circunstancias de cada caso y los datos de que dispongamos.

En ambos sistemas, sin embargo, se encuentra el aspecto crítico y, así, el fascista se suele ver criticado en diversas formas. Algunas más directas como ocurre en V de Vendetta, y en otras más sutiles, como Watchmen (¿Quién vigila a los vigilantes?), en que se parodia la conducta de los superhéroes (ambos de Alan Moore).

Pero para ello se hace necesario tener un sentimiento crítico, y eso no es tan sencillo porque, por un lado, en la vida diaria, el fascista no suele serlo con tal grandilocuencia, ni en términos tan maniqueos que sea fácilmente identificable con la mera idea política. Por otro, hace falta interés, cultura e inquietud.

Recientemente han aparecido diversas noticias en las que se señalaba el posible pronunciamiento de un Tribunal o la denuncia de unos hechos relativos a un eventual delito. Posteriormente, o incluso en la propia noticia, una vez leído el titular, se podía apreciar que lo que inicialmente parecía una cosa, realmente podría ser otra, o, simplemente, está aún por determinar. Todo ello ha llevado a numerosas declaraciones por diversos estamentos, a golpe de titular, y en función de lo que pretenda cada uno de ellos.

Habitualmente aparecen en prensa noticias sobre crímenes que llevan al lector a formarse una idea inmediata. Una idea que, en justicia, tarda en alcanzarse porque seguimos pensando que es importante lo de probarlo todo, tener un juicio justo, la presunción de inocencia, o pensar las cosas antes de resolverlas. Batman es más rápido y no falla, pero no todos podemos ser Batman.

Ahora bien, no debe ser mal sistema pues, como decía, más adelante pueden aparecen nuevas noticias con, quizás, menor énfasis por el medio de comunicación correspondiente en que, ante nuevos datos, se “corrige” el titular original y hace dudar al lector del maniqueísmo al que se encuentra acomodado. Misteriosamente, el crimen no era tal. Veremos entonces a los del otro lado utilizarlo como arma arrojadiza.

Maniqueísmo, polarización. La simplificación de ideas complejas a 140 caracteres (280 ya, que hay que poder desarrollar la idea) y, para algo que requiera demasiada prosa, un hilo.

Fina ironía. Y es que no pueden expresarse ideas complejas sin lenguaje, tiempo y espacio, como tampoco resolver un conflicto con la mera lectura de un titular. La cosa se complica, los juicios paralelos, a pesar de su sencillez, no suelen ser correctos.

Pero somos seres humanos, nos gustan las cosas poco complicadas, de ahí el histórico éxito del “pan y circo” que hoy día seguimos disfrutando. Y no conviene culparse por ello, al fin y al cabo, no es más que obedecer a la propia naturaleza: ¿quién, en su sano juicio, piensa en los miles de desgracias que, a diario, ocurren en el mundo? ¿nos hemos olvidado ya de Afganistán? ¿No es más sencillo polarizar las opciones para tener claro quiénes son los malos? Pero luego los buenos y malos quizás no sean tan buenos o malos o, simplemente, no sean.

A mí no me preocupa especialmente emplear estas calificaciones maniqueas, son inherentes al ser humano y todos las empleamos. Lo malo es no darse cuenta. No advertir que nos estamos limitando a rascar la superficie, que no estamos ahondando o que, en definitiva, nos falta sentido crítico y no sabemos identificar al que, con tendencias fascistoides, nos desdeña.

Hay una película (Demolition Man), basada tangencialmente en un libro (Un Mundo Feliz), en la que, en un futuro que se nos presenta idílico, con una población adocenada, que no dice palabras malsonantes porque son sancionables, come de forma totalmente saludable, y vive según una moralidad inquebrantable, aparece un elemento disruptivo que echa a perder el exquisito orden. La historia se centra en una suerte de pelea entre el protagonista y el antagonista, pero yo me refiero a un personaje secundario cuya máxima es “el enemigo soy yo, porque aún sé pensar”. La sociedad general no lo hacía y se limitaba, dócilmente, a seguir los mandatos de quien se encontraba señalando el camino.

El secreto para conseguir eso en la película era suprimir los estímulos. Si a uno le ponen las cosas sencillas lo normal es acomodarse, y si no se exige demasiado, se puede alcanzar una larga vida dominada por la tranquilidad y el aburrimiento. Y por un tirano, porque, como decía Edmund Burke, para que el mal triunfe, solo se necesita que los buenos no hagan nada (otra vez se me ha colado el dichoso maniqueísmo).

Así, la crítica está servida, y encontrarán multitud de ejemplos en literatura y diversas artes del peligro inherente a la falta de sentido crítico. Esa falta nos llevará a sentar cátedra con facilidad sobre, prácticamente, cualquier tema, cargarnos de razón para adoptar cualquier postura y calificar a cualquiera en términos simples para desacreditarlo como interlocutor válido, en vez de desacreditar sus argumentos.

Seremos fascistas por un rato. Seremos Batman. Y si tenemos algo de poder, Superman cabreado.