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Autor: Alicia Díaz- Santos Salcedo

LEALTAD ¿A QUIÉN?

LEALTAD ¿A QUIÉN?

             “Ser leal a sí mismo es el único modo de llegar a ser leal a los demás” (Vicente Alexandre)

            Hace unas semanas, leí en la prensa un interesante artículo sobre la “lealtad institucional” que me resultó bastante inspirador y me animó a escribir estas líneas. Pese a que el artículo se centraba en la importancia de ser leal (o no) a una determinada institución, hizo que me plantease la necesidad de ser leal a uno mismo para encauzar correctamente esa otra lealtad que llaman “institucional”.

            La lealtad es una cualidad de los seres humanos que se manifiesta en la fidelidad y el compromiso hacia personas, valores u organizaciones. Aunque la lealtad va más allá de la simple adhesión a algo o alguien, pues implica una conexión sincera que se mantiene incluso en momentos complicados. La lealtad obliga a quien la práctica a ser íntegro, a mostrarse sin dobleces, a no ocultar ni deformar la realidad.

            A menudo, se puede confundir con la obediencia o la sumisión, pero lo cierto es que, en mi opinión, la verdadera lealtad es mucho más compleja. Implica honestidad, respeto y apoyo incondicional, lo que crea una base de confianza entre las personas. Se dice que alguien leal es capaz de defender los intereses y valores de otro, incluso cuando no coinciden plenamente con los suyos propios.

            Cuando coloquialmente hablamos de lealtad, siempre parece que se asocia dicha cualidad con algo positivo, pero, a raíz del mencionado artículo de prensa que leí y de la propia definición de lealtad, me percaté de que la lealtad hacia los demás o hacia las instituciones no siempre puede ser tan buena. Pensemos en los miembros de una banda criminal y su lealtad hacia el jefe o cabecilla, por ejemplo. De ahí la importancia de tener claro lo que supone ser fiel a uno mismo para poder practicar esa lealtad hacia otros.

            Y uno es leal a sí mismo cuando tiene una relación honesta y coherente con sus propios valores y principios. Ello implica saber quiénes somos, qué queremos y qué consideramos importante y tomar decisiones alineadas con dicha visión. Y no se equivoquen, ser leales a nosotros mismos no es egocentrismo, sino respeto hacia nuestras necesidades y convicciones. La lealtad a uno mismo se basa en la autenticidad, y actuar de manera auténtica es el primer paso para construir relaciones genuinas con los demás. Ahora bien, en mi opinión, hoy en día, encontrar seres auténticos no es tarea fácil. Cada vez resulta más complicado encontrar personas verdaderamente auténticas que se muestran a los demás tal y como son, sin intentar encajar en expectativas externas que no comparten.

            En la sociedad moderna, donde la rapidez de los cambios y la competencia son constantes, la lealtad se enfrenta a muchos desafíos. Vivimos en una era de sobreexposición en la que constantemente vemos, comparamos y juzgamos. Las redes sociales nos exponen a estándares de vida, de éxito y de belleza que no siempre son realistas, y las opiniones de los demás pueden influir en nuestras decisiones. Sin embargo, cuando dependemos demasiado de la aprobación externa, perdemos el rumbo personal y sacrificamos nuestra autenticidad.

            Aunque sea triste reconocerlo, cada vez nos resulta más difícil ser auténticos porque cada vez nos conocemos menos a nosotros mismos: no sabemos definir qué es lo que realmente queremos y cuáles son nuestras prioridades. Y una vez fijado eso (que no es tan fácil), también es importante marcar nuestros propios límites. Actuar en función de nuestros valores y decisiones, incluso si esto implica tomar un camino menos popular o enfrentar conflictos. Todo ello nos ayuda a mantenernos fieles a nosotros mismos. Y teniendo en cuenta esa lealtad o fidelidad hacia nosotros, fijaremos la lealtad hacia los demás.

            También en el contexto laboral la lealtad es sumamente valiosa. En la mayoría de los códigos de conducta profesionales se exige “lealtad”. Los jueces, sin ir más lejos, conforme al artículo 318 de la LOPJ, juramos lealtad a la Corona. En el artículo 3 del Real Decreto 176/2022, de 4 de marzo, por el que se aprueba el Código de Conducta del personal de la Guardia Civil se contempla que Mostrarán el máximo compromiso personal de fidelidad, respeto y sinceridad hacia los demás componentes del Cuerpo, independientemente de su empleo, situación o destino. La lealtad será recíproca entre los superiores jerárquicos y sus subordinados”. O en el ámbito militar, por ejemplo, lasReales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas, en su artículo 10, disponen que “Se comportará en todo momento con lealtad y compañerismo, como expresión de la voluntad de asumir solidariamente con los demás miembros de las Fuerzas Armadas el cumplimiento de sus misiones, contribuyendo de esta forma a la unidad de las mismas”. Por su parte, el artículo 24.1 del Código de deontología médica dispone que “la relación médico-paciente debe fundamentarse en la lealtad, veracidad y honestidad”.

            Como vemos, la lealtad es un valor esencial que, en muchos casos, marca la diferencia en la vida de las personas. Las relaciones basadas en la lealtad son aquellas que perduran y aportan valor a largo plazo, en contraste con las que se sostienen solo por intereses momentáneos.

            Cuando somos leales con nosotros mismos y respetamos nuestras propias necesidades y valores, nos volvemos más capaces de ser leales a los demás de manera sincera y desinteresada. La lealtad hacia los demás, cuando nace desde esta seguridad interna, no implica sacrificios extremos ni renunciar a nuestra propia esencia. En cambio, se convierte en un compromiso genuino y equilibrado, donde apoyamos a quienes queremos y respetamos, sin traicionarnos a nosotros mismos en el proceso.

            También es innegable que cuando elegimos ser leales a nosotros mismos, es probable que enfrentemos críticas, especialmente si nuestras decisiones desafían convenciones o expectativas familiares y sociales. Y en esos casos, es importante tener la capacidad de mantenernos firmes y fieles a nuestros valores a pesar de la presión externa.

            Por tanto, la lealtad hacia uno mismo es el pilar fundamental para ser leales a los demás. Cuando cultivamos una relación auténtica con nosotros mismos, generamos la confianza y el equilibrio emocional necesarios para construir relaciones sólidas y sinceras con quienes nos rodean. La lealtad comienza en nuestro interior, y al ser fieles a nuestras propias convicciones y necesidades, podemos ofrecer a los demás una lealtad genuina, profunda y duradera.

Alicia Díaz-Santos Salcedo.

Magistrada de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del TSJ de Cataluña.

¿CUESTIÓN DE SUERTE?

¿CUESTIÓN DE SUERTE?

            Decía Séneca que “La suerte es el cruce entre la preparación y la oportunidad.” Esta frase me vino a la cabeza hace unos días, hablando con un grupo de amigos, cuando uno le recordó a otro la “suerte” que tenía porque todo le iba muy bien. Mi amigo contestó algo molesto que no todo era suerte, sino mucho esfuerzo. Esa respuesta dio pie a una larga conversación entre nosotros que me hizo reflexionar: Cuántas veces identificamos (erróneamente) el éxito de alguien con su suerte. No digo que la suerte no influya en la consecución de los objetivos, claro que sí, lo que ocurre es que en la mayoría de ocasiones esa suerte va precedida de mucho esfuerzo y trabajo duro.

            Hoy en día, tendemos a pensar que el éxito (en cualquier faceta, no solo en la profesional) es más fácil de lo que parece, que depende de tener suerte. Se dice mucho que hay que estar en el lugar adecuado, en el momento adecuado pero, en mi opinión, no es suficiente. Hay que estar en el lugar adecuado, sí, pero debidamente preparado y formado para aprovechar ese momento. Obviamente hay quien no comparte esta conclusión y considera que la suerte es el factor fundamental del éxito.

            En general, aunque suene algo cursi, la vida no deja de ser como un “baile” entre la suerte y el esfuerzo. La suerte nos brinda oportunidades inesperadas, pero es el esfuerzo constante el que nos permite mantenernos en pie y avanzar, aprovechando esas oportunidades. La fortuna puede sonreírnos en ocasiones inesperadas, pero el verdadero éxito surge de aunar el trabajo incesante y la capacidad de mantenernos firmes ante los desafíos.  


            Y, cómo no, me gusta aplicar esta reflexión a la carrera judicial. En nuestra carrera, la suerte y el esfuerzo se entrelazan de manera única. Pensemos, sin ir más lejos, en el propio proceso de oposición para ser juez (últimamente, incomprensiblemente, algo cuestionado, por cierto). Obviamente, en el contexto de una oposición, el esfuerzo y el estudio son clave para prepararse de manera adecuada, adquirir conocimientos y desarrollar habilidades necesarias. La disciplina y la constancia son esenciales en este duro proceso. La suerte puede influir en aspectos como el tipo de preguntas o el entorno del examen, pero la combinación inteligente de un esfuerzo diligente y la adaptación a las circunstancias es la estrategia más sólida para abordar la oposición con éxito.

            Por otro lado, a aquellos defensores a ultranza del factor suerte, les diría que depender únicamente de la suerte puede ser muy arriesgado y poco fiable. El éxito en una oposición (y en la vida en general) se construye mejor sobre una base sólida de fuerza de voluntad, de renuncia (¡qué poco acostumbrados estamos a renunciar a algo hoy en día!), complementado por una mentalidad flexible que pueda ajustarse a las variables imprevistas. En pocas palabras, si uno se estudia todos los temas del temario, deja poco espacio a la suerte.

            Por tanto, no nos engañemos. No hay gente únicamente afortunada, hay gente preparada, formada, sacrificada, a la que los resultados le acompañan. Y si encima el factor oportunidad va de la mano, pues triunfo asegurado.

            Por tanto, mientras que el esfuerzo establece el camino hacia el éxito en una oposición, la suerte puede ser un factor adicional. La mezcla equilibrada de una preparación rigurosa y la capacidad de adaptarse a las circunstancias ofrece la mejor estrategia para enfrentar con confianza este desafío académico y profesional. Por eso considero que el sistema de oposición actual para el acceso a la carrera judicial es fiel reflejo de dicha perseverancia y trabajo duro.

            Igualmente, en nuestra carrera, la suerte puede abrir puertas inesperadas, sin embargo, es el esfuerzo continuo y la dedicación implacable a la justicia lo que nos permite sobresalir en esta exigente profesión. En cada juicio, en cada resolución, los jueces nos enfrentamos a una encrucijada entre la interpretación de la ley y la búsqueda de la equidad. Aquí, la suerte puede influir en el tipo de casos que llegan a nuestras manos, pero es el esfuerzo constante por comprender los hechos, escuchar a todas las partes involucradas y aplicar la ley de manera justa lo que define nuestra trayectoria. Como en cualquier campo, la carrera judicial puede estar llena de desafíos y obstáculos. Pero son esos momentos de adversidad los que ponen a prueba nuestra determinación y nos permiten demostrar nuestro compromiso con la justicia y la integridad.  

            Lo mismo ocurre, por qué no, con las relaciones interpersonales. Rodearse de buenos amigos, compañeros o, incluso, de una pareja para “toda la vida” no es, obviamente, cuestión de suerte. Todo depende de cómo cuidemos y de lo que nos esforcemos por los demás. O en el ámbito del deporte: unos buenos resultados son, en la gran mayoría de ocasiones, fruto de un entrenamiento y un esfuerzo permanente.    

            A sensu contrario, nos encontramos con que la mala suerte aparece cuando la falta de preparación se da de bruces con la realidad. Por eso, cuando otros perciben nuestros logros como resultado de la suerte, a veces subestiman las horas de esfuerzo, la persistencia ante desafíos y las decisiones difíciles que tomamos. Detrás de cada éxito suele haber un proceso de aprendizaje, adaptación y dedicación constante. Desgraciadamente, todos conocemos casos en los que, pese a un trabajo constante y compromiso, no se ha alcanzado el éxito deseado.


            Una “sociedad del des-esfuerzo” sugiere un contexto donde la apatía y la renuencia al trabajo arduo prevalecen. En tal sociedad, podrían surgir desafíos como la falta de motivación para perseguir metas, la disminución de la productividad y una cultura que no valora el esfuerzo sostenido. Contrarrestar esta tendencia implica fomentar la importancia del trabajo dedicado y la adopción de una mentalidad de crecimiento, para construir una sociedad más robusta y capaz de enfrentar los retos con determinación. Hoy en día, el abuso, por ejemplo, de las redes sociales, no contribuye a interiorizar esta importancia del trabajo duro y de la preparación, mostrando, en muchas ocasiones, un éxito completamente irreal y demasiado fácil de alcanzar.

            En definitiva, creo que es fundamental comunicar cómo el esfuerzo ha sido un factor determinante en nuestros logros para inspirar a otros, fomentar el reconocimiento justo y desmitificar la noción de que el éxito simplemente ocurre por casualidad.

            Ya lo decía Thomas Jefferson: “Yo creo mucho en la suerte y he descubierto que cuanto más trabajo, más suerte tengo.”

Alicia Díaz-Santos Salcedo

Magistrada especialista. Sala de lo Contencioso-Administrativo TSJ Cataluña.

DECALOGO DEL (BUEN) JUEZ

DECALOGO DEL (BUEN) JUEZ

      No hay profesión que se precie que no tenga su “Decálogo”: unas reglas o principios éticos para el adecuado ejercicio de una profesión. Véase, por ejemplo, el decálogo del buen maestro, el decálogo del soldado, el del médico o el del abogado.

      Si nos centramos en la carrera judicial, lo cierto es que no resulta fácil condensar nuestra labor en diez reglas o pautas que deban regir la conducta de todo (buen) juez. No obstante, la idea es redactar un articulado cuya lectura permita a cada miembro del poder judicial ser consciente de la gran responsabilidad que tiene ante sí, así como del reto y dificultad que supone estar a la altura, en todo momento, de lo que la sociedad le demanda. También se trata de aglutinar unas pautas cuya lectura y, sobre todo, cuyo cumplimiento, permitan a cada juez sentir cierto orgullo por la trascendental tarea que se nos ha confiado.

            En definitiva, sirva el presente decálogo como unos prácticos consejos y recomendaciones que nos orienten en nuestra labor profesional.

I. Ejercerá con ENTUSIASMO e ILUSIÓN su vocación jurisdiccional, reflejada en la búsqueda por alcanzar la excelencia a través de sus resoluciones.

      En los tiempos que corren, no parece tarea fácil. Hablar de “entusiasmo e ilusión” puede sonar utópico, pero es fundamental afrontar nuestro trabajo diario con ganas. La carrera judicial es esencialmente vocacional y en no pocas ocasiones es esa vocación la que nos permite cumplir cada día con nuestra labor. Por eso, el entusiasmo y la ilusión, aunque muy idílico, son también fundamentales en el ejercicio de nuestra profesión, cada vez más cuestionada y, en ocasiones, algo “vilipendiada.”   

II. Desempeñará su profesión con SOMETIMIENTO PLENO A LA LEY debiendo MOTIVAR cada resolución.

      Ronald Dworkin en su libro “La justicia con toga” cuenta que “Siendo Oliver Wendell Holmes magistrado del Tribunal Supremo, en una ocasión de camino al Tribunal llevó al joven Learned Hand en su carruaje. Al llegar a su destino, Hand se bajó, saludó en dirección al carruaje que se alejaba y dijo alegremente: “¡Haga justicia, magistrado!”. Holmes paró el carruaje, hizo que el conductor girara, se dirigió hacia el asombrado Hand y, sacando la cabeza por la ventana, le dijo: “¡Ése no es mi trabajo!”. A continuación, el carruaje dio la vuelta y se marchó, llevándose a Holmes a su trabajo, supuestamente consistente en no hacer justicia”.

      Nuestro trabajo no consiste en hacer justicia, sino en aplicar el Derecho (it is my job to apply the law, que dicen lo ingleses). Por eso, el sometimiento pleno a la legalidad, aunque obvio, resulta pieza clave de nuestra labor.  

III. Se conducirá con EJEMPLARIDAD, constituyendo un modelo para la sociedad.

      Se exige de un juez que lleve una vida ejemplar tanto fuera como dentro de los juzgados o tribunales. Un juez debe comportarse en público con la sensibilidad y autocontrol que exige el desempeño de las funciones jurisdiccionales, porque cualquier comportamiento reprochable no cuadra con la dignidad de las funciones jurisdiccionales. Un juez no debe participar en actividades que desprestigien claramente a los tribunales y al sistema judicial.

      Ya lo decía Quevedo: “Cuánto es más eficaz mandar con el ejemplo que con mandato: más quiere el soldado llevar los ojos en las espaldas de su capitán, que traer los ojos de su capitán a sus espaldas. Lo que se manda se oye, lo que se ve se imita. Quien ordena lo que no hace, deshace lo que ordena”.

IV. Su labor jurisdiccional, basada en una sólida formación jurídica, requerirá de ESTUDIO CONSTANTE de la ley, la jurisprudencia y de la doctrina nacional y europea.

      Dicen que el buen juez no nace, se hace. Y así es. Nuestra formación no acaba cuando se aprueba la oposición, todo lo contrario. El bagaje de la oposición es el punto de partida en nuestra formación. Tenemos la obligación de estar en constante aprendizaje, pues el derecho es cambiante, como también lo es la sociedad. El juez debe, por tanto, estar en permanente alerta ante los cambios legislativos y jurisprudenciales que exigen su estudio. 

      La capacitación y preparación del juez es tan vital que contribuye a aumentar la confianza que la sociedad deposita en el sistema judicial. La formación es fundamental para el cumplimiento objetivo, imparcial y competente de las funciones judiciales.

V. Será ÍNTEGRO

      La integridad es el atributo de rectitud y probidad. Sus componentes son la honestidad y la moralidad judicial. Que un juez sea íntegro implica que debe actuar honradamente y en forma adecuada; ser ajeno a todo fraude y ser bueno en su comportamiento y carácter (y ello no solo en el desempeño de sus obligaciones judiciales).

VI. Actuará siempre con INDEPENDENCIA E IMPARCIALIDAD

      La independencia judicial no es un privilegio ni una prerrogativa del juez considerado individualmente. Es la responsabilidad impuesta a cada juez para permitirle fallar una controversia en forma honesta e imparcial sobre la base del derecho y de la prueba, sin presiones ni influencias externas y sin temor a la interferencia de nadie (así consta en los Principios de Bangalore)

      De igual manera, los estándares europeos en materia de imparcialidad judicial exigen que los jueces resuelvan los asuntos que conozcan con imparcialidad, basándose en los hechos y en consonancia con el derecho, sin restricción alguna y sin influencias, alicientes, presiones, amenazas o intromisiones indebidas, sean directas o indirectas, de cualesquiera sectores o por cualquier motivo. En esta materia, incluso las apariencias pueden revestir importancia. Desde el test de objetividad que lleva a cabo el TEDH conforme al aforismo procedente de la justicia inglesa “justice must not only be done; it must also be seen to be done”, no basta que el Tribunal sea independiente, sino que además ha de parecerlo.

VII. Dedicará ESFUERZO en estudiar cada caso sin olvidar que detrás de cada “procedimiento” hay personas

      El juez debe esforzarse por conocer en profundidad cada procedimiento, con lectura detenida de los hechos, individualizando cada caso, y sin olvidar que cada “papel” tiene detrás una persona. Esto, en ocasiones, resulta harto complicado pues se exige del juez que dicte las resoluciones con sometimiento pleno a la ley y al derecho (véase el Punto II de este conato de Decálogo) pero a la vez no debe “deshumanizarse”.

      Por ello, las habilidades personales y la comprensión que un juez posee (dentro y fuera de los tribunales) deben permitirle tratar con todas las personas involucradas de forma apropiada y sensible.

VIII. Tratar a justiciables y operadores jurídicos con RESPETO Y HUMILDAD

            El juez debe tratar a todas las partes con cortesía y respeto, independientemente de su estatus social, económico o cultural, para garantizar un ambiente justo y equitativo en el tribunal.

IX. Actuará siempre con PRUDENCIA Y MESURA

            Estos principios se hacen muy necesarios hoy en día. La Declaración de Londres sobre la deontología judicial aprobada por la Asamblea General de la Red Europea de Consejos de Justicia (2010) habla de “mesura, seriedad y prudencia” como cualidades judiciales.

            En España, la Comisión de Ética Judicial señaló la conveniencia de que los jueces y magistrados valoren de forma individual las posibilidades y modos de presentarse en las redes sociales, así como el uso que hagan de las mismas, con el fin de que su neutralidad no se vea afectada. Una vez más, se señala que, de acuerdo con los principios de ética judicial, la participación en redes sociales debe estar presidida por la prudencia y la mesura.

X. Será consciente de su gran RESPONSABILIDAD y del impacto de las decisiones judiciales en la sociedad y en las personas afectadas.

            Debe tener en cuenta las repercusiones sociales, económicas y personales de sus decisiones judiciales, y actuar con sensibilidad y empatía hacia las personas afectadas por dichas decisiones.

Alicia Díaz-Santos Salcedo

Magistrada especialista. Sala de lo Contencioso-Administrativo TSJ Cataluña.

Juramento y (des)honor

Juramento y (des)honor

            En las últimas semanas hemos sido espectadores de dos juramentos retransmitidos en los medios de comunicación: el pasado 31 de octubre, S.A.R. La Princesa de Asturias juraba la Constitución española al alcanzar la mayoría de edad, tal y como dispone el artículo 61.2 de la CE y, hace escasos días, el Presidente del Gobierno juramentaba (prometía) su cargo, dando cumplimiento a la obligación que la Constitución impone a los cargos públicos de jurar/prometer dicho cargo.

            ¿Sabemos realmente lo que implica ese juramento?

            Del latín, iuramentum, la RAE define el juramento como aquella afirmación o negación de algo, poniendo por testigo a Dios, o en sí mismo o en sus criaturas. Por su parte, prometer no es sino obligarse a hacer, decir o dar algo.

            El juramento a la Constitución tiene sus raíces en la idea de compromiso y lealtad hacia los principios y normas fundamentales de todo país. Este tipo de juramentos se originaron como una manera de asegurar la fidelidad de aquellos que ocupan cargos públicos o desempeñan funciones relevantes en la sociedad, reforzando así el respeto y la adhesión a las leyes fundamentales que rigen una nación. El juramento tiene un carácter invariable, inmutable, siendo universalmente aceptado y reconocido por las diferentes culturas.

            En lo que a España se refiere, si acudimos al Real Decreto 707/1979, de 5 de abril, por el que se determina la fórmula de juramento o promesa para la toma de posesión de cargos o funciones públicas, su artículo primero establece la fórmula de dicho juramento, fórmula que, desde 1979, mantiene su vigencia hasta nuestros tiempos. El mencionado precepto dice así:

            “En el acto de toma de posesión de cargos o funciones públicas en la Administración, quien haya de dar posesión formulará al designado la siguiente pregunta:

            «¿Juráis o prometéis por vuestra conciencia y honor cumplir fielmente las obligaciones del cargo …………….. con lealtad al Rey, y guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado?»

            Esta pregunta será contestada por quien haya de tomar posesión con una simple afirmativa.

            La fórmula anterior podrá ser sustituida por el juramento o promesa prestado personalmente por quien va a tomar posesión, de cumplir fielmente las obligaciones del cargo con lealtad al Rey y de guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado”.

            Pues bien, si observamos dicha fórmula, resulta obvia la vinculación entre el cumplimiento del juramento y el honor de quien lo presta, ya que la ruptura de un juramento implica (nada más y nada menos) un verdadero deshonor. Y si partimos de considerar que actuar con honor significa comportarse con rectitud en toda circunstancia, por encima de intereses y dificultades, con autenticidad y nobleza, demostrando una actitud ejemplar, imaginen, a la inversa, lo que supone el deshonor.

            El honor se basa y fundamenta en una conciencia bien formada, en la que se cultivan con esmero otros muchos valores como la integridad, la justicia, la honradez y el respeto a la dignidad propia y ajena. No puede perderse de vista que, a los cargos públicos, el honor les proporciona el estímulo necesario para cumplir con sus deberes conforme a los preceptos estipulados en las leyes y reglamentos que rigen su institución y a la luz de las pautas y reglas éticas o morales socialmente imperantes en la actualidad.

            En otros sectores, como en el ámbito militar, en lugar de la Constitución, juran la bandera, acontecimiento de especial significado y de hondo sentido castrense y patriótico. Se trata de un acto solemne y público, presidido por una autoridad militar, por el que los militares expresan su vocación de servicio a España, realizando un juramento o promesa ante la bandera como testigo.

            Y en lo que a los jueces nos concierne, el 318 de la LOPJ es cristalino al imponer dos obligaciones a todos los miembros de la carrera judicial. La primera obligación no es otra que prestar juramento o promesa antes de tomar posesión del primer destino o cuando se asciende de categoría en la carrera. La segunda es la obligación de emplear una determinada fórmula de juramento o promesa, fijada en sus términos literales en el propio precepto:

            “Juro (o prometo) guardar y hacer guardar fielmente y en todo tiempo la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico, lealtad a la Corona, administrar recta e imparcial justicia y cumplir mis deberes judiciales frente a todo”

            En nuestra profesión, el juramento supone una garantía adicional de la independencia del Poder judicial en su fundamental tarea de administrar justicia. Se dice que para los justiciables, y los ciudadanos en general, supone una garantía de refuerzo del plus de fidelidad a la Constitución por parte de quienes tenemos encomendada su aplicación y a quienes se nos ha confiado el ejercicio de la potestad jurisdiccional.

            Pues bien, tras varios años ejerciendo esta profesión, puedo afirmar que dicho juramento, como es obvio, no es una mera formalidad. Hay una unión inexorable en los términos del juramento entre la conciencia de los jueces y la sociedad. Con dicho juramento asumimos la clara voluntad de justicia pues no hay ningún juramento que sea compatible con la injusticia. La (buena) conciencia y la voluntad de justicia son requisitos ineludibles del juramento y definen nuestra profesión.

            No puede olvidarse que el valor del juramento a la Constitución reside, precisamente, en el compromiso solemnemente expresado por quienes lo hacen. Como hemos dicho, este acto simboliza la lealtad a los principios fundamentales y normas que guían a una nación y refleja el respeto por el Estado de Derecho, la separación de poderes (tan tristemente cuestionada estos días), la democracia y la voluntad de cumplir con las responsabilidades inherentes al cargo o a la ciudadanía. Su importancia radica en fortalecer la cohesión social y el apego a los valores que sustentan la estructura de la sociedad o, al menos, deberían.

            En los últimos tiempos percibo con estupor cierta pérdida de vocación de servicio que debería ser inherente a todo cargo público, observando incluso que se llegan a utilizar fórmulas de juramento “adulteradas” que no reflejan ese compromiso. No se olviden, cuando un juramento o promesa no va respaldado de ese sentimiento de lealtad y compromiso, se corre el riesgo de perder el honor de servir a la sociedad, y ese honor (como dice la cartilla de la Guardia Civil), una vez perdido, no se recobra jamás. Benavente aseveró que “El honor no se gana en un día para que en un día pueda perderse. Quien en una hora puede dejar de ser honrado, es que no lo fue nunca”.

            No cumplir un juramento a la sociedad es despojarse de la confianza colectiva; supone perder no solo la integridad personal (que no es poco), sino también la conexión esencial entre el servidor público y la comunidad a la que se debe. En definitiva, no cumplir un juramento a la sociedad no solo es una traición a la confianza depositada, sino también un menoscabo de los cimientos éticos que sostienen la función pública. En ese quiebre, se desvanecen las promesas de servicio, dejando un vacío que erosiona la fe en la institución y socava los pilares fundamentales de nuestra sociedad.

            Ya lo dijo el filósofo Demócrito y da para pensar en estos tiempos: “Los juramentos que hicieron en medio de la necesidad no los observan los mezquinos cuando se han librado de ella.”

Alicia Díaz-Santos Salcedo

Magistrada especialista. Sala de lo Contencioso-Administrativo TSJ Cataluña.

Somos afortunados

Somos afortunados

Desde luego no puede negarse que estamos inmersos en una etapa de absoluta incertidumbre. En los últimos tiempos hemos sido testigos de fenómenos que en nada han ayudado a generar certeza en nuestras vidas. Una pandemia en 2020 con consecuencias que nadie habría imaginado, una guerra a las puertas de Europa que ha llegado para quedarse y una situación económica y energética que genera un titular nuevo cada semana. Todo ello provoca que lo que antaño eran pilares inamovibles ahora se tambalean: véase la innegable crisis de las instituciones o la de la economía. Por no hablar de la inevitable crisis de valores.

Respecto de la mencionada crisis institucional, poco que añadir al tan mencionado bloqueo por parte del ejecutivo y el legislativo en la renovación del Consejo General del Poder Judicial con el sin fin de disfunciones que ello está ocasionando. Y como colofón, las recientes huelgas en la Administración de Justicia.

La situación económica tampoco es alentadora: no hay un solo día en el que los medios de comunicación no nos recuerden la imparable subida de los precios de los productos alimenticios o del combustible. La tasa anual media del IPC cerró el año 2022 en el 8,3%, siendo la tasa más elevada de inflación media desde el año 1986. Por no hablar de los precios inasumibles de la energía eléctrica.

Para colmo, esa incertidumbre afecta de manera especial a los jóvenes. El devenir de la económica y la política está produciendo una situación de incerteza en la población juvenil. Alquileres desorbitados, empleo precario e hipotecas por las nubes.

Hace más de un año, en una de mis últimas guardias como titular de un juzgado mixto, me llamaron dos veces en una semana para informar de que dos personas se habían quitado la vida en el partido judicial. Lo que más me llamó la atención fue que la edad de ambos era inferior a 37 años. Algo acorde con las últimas noticias que nos dicen que el suicido es la principal causa absoluta de muerte en España entre los 15 y los 29 años. Tremendo.

Y ante tanta incertidumbre y noticias desalentadoras, debo reconocer que mi actitud vital se vio algo resentida. Tendía a la queja constante y al desánimo. Y lo más triste es que miraba a mi alrededor y mi entorno más próximo también se dejaba llevar por ese pesimismo. 

Mi punto de inflexión vino, debo confesarlo, de la mano de una canción. Recuerdo que estaba con los cascos y, aunque ya la había escuchado muchas veces, no me había percatado de la letra tan bonita y, en ese momento, tan necesaria. Una parte de la canción, tras enumerar las cosas intangibles que el cantante tiene en su vida, decía “soy afortunado, porque los mayores tesoros que tengo no los he comprado”. Animo a que la escuchen. Se llama “Soy afortunado” y podrá gustarnos más o menos el estilo musical (una mezcla de pop y flamenco), pero lo cierto es que la letra es maravillosa. O a mi me lo pareció en aquel momento.

Y así fue como “gracias a Manu Carrasco”me paré a reflexionar y pensé que yo también era afortunada y que tenía dos opciones: dejarme llevar por la marea pesimista que nos rodea últimamente o cambiar de verdad mi actitud. La primera de las opciones, esto es, entrar en bucle en las quejas y lamentos no soluciona nada. Por desgracia, no está en nuestras manos cambiar la situación de la economía, parar la guerra en Ucrania o la subida de los tipos de interés. Por suerte, la segunda opción, cambiar la actitud, sí depende de nosotros. Aunque no podemos controlar todas las circunstancias que enfrentamos, sí tenemos el poder de elegir nuestra actitud hacia ellas. Vamos, que la actitud se elige. Y requiere de un proceso constante y continuo. La actitud, en definitiva, lo es todo. Y el que más o el que menos, tiene algún motivo para sentirse afortunado y tener una actitud positiva.

La psiquiatra Marian Rojas Estapé dice que la actitud determina la calidad de vida. Ahí es nada. Explica que la actitud previa a casi cualquier circunstancia (a un examen, a una cita, a una prueba médica) determina el resultado. Nuestro cerebro, dependiendo de cómo se enfrenta a un reto, va a responder de una manera u otra. Por eso es tan importante que nos enfrentemos a nuestro día a día en casa y en el trabajo con ilusión y entusiasmo. Que tengamos actitud positiva y que la transmitamos a nuestros amigos, padres, hijos y, como no, también al justiciable. Una actitud optimista y entusiasta contagia a los demás. Ya lo decía Einstein: “Hay una fuerza motriz más poderosa que el vapor, la electricidad y la energía atómica: la voluntad.” 

En el ámbito profesional, la actitud es un factor determinante en el éxito. Aquellos con una actitud positiva y proactiva tienden a estar más motivados y son más persistentes en la consecución de sus metas. Estas personas ven los desafíos como oportunidades para crecer y desarrollarse y están dispuestas a asumir riesgos calculados. Además, una actitud positiva en el trabajo también influye en la percepción que los demás tienen de nosotros y, además, es contagiosa. Y si no, prueben a recibir a las partes en una vista oral con un “buenos días” y una sonrisa. Parece un acto obvio, pero no todos lo hacemos o, al menos, no siempre. Quien acude a un juicio viene, por regla general, con tensión y nerviosismo y el simple hecho de recibirles educadamente y con una sonrisa, ayuda mucho.

Pero, desgraciadamente, el poder del flamenquito de mi querido Manuel Carrasco no es la panacea y hay, cómo no, “altibajos emocionales”, momentos en los que cuesta bastante mantener ese positivismo. Cultivar una actitud positiva en la vida es un proceso continuo que requiere conciencia y muchísima práctica. Hay veces que cuesta mucho ver que somos afortunados, que tenemos motivos para estar alegres y es ahí donde hay que poner más empeño.  

Dicho lo cual y, con carácter general, los jueces podemos considerarnos afortunados: aunque suene muy idílico, nuestra profesión nos permite contribuir a la búsqueda de la justicia y al mantenimiento del Estado de Derecho. Los jueces tenemos la oportunidad de marcar una diferencia significativa en la vida de las personas, resolviendo disputas, protegiendo los derechos individuales y garantizando la igualdad ante la ley. Obviamente, ser juez también conlleva innumerables desafíos. Enfrentar casos complejos, resolver conflictos legales y equilibrar los intereses de las partes involucradas es verdaderamente agotador. Y si a ello le sumamos la presión y la crítica pública, podemos llegar a sentir en ocasiones una fuerza (negativa) que nos empuja a tomar la opción fácil, a darnos por vencidos. Pero seamos realistas, eso no va con nosotros. Aunque la Constitución impone “solamente” que los jueces y magistrados debemos ser independientes, inamovibles, responsables y estar sometidos únicamente al imperio de la ley, debería incluir también que debemos ser fuertes, abnegados y tener una actitud positiva. Casi nada. Pero solo esa fuerza y voluntad confirmará nuestro absoluto compromiso con el sentir de la justicia.

En fin. Pese a los problemas e incertidumbres que no son otra cosa que la vida misma, sólo nos queda aprender a vivirla, dar lo mejor de nosotros y aportárselo a los demás. Y es aquí donde nosotros, los jueces, tenemos la gran suerte (y responsabilidad) de aportar ese granito de arena. De asumir esos problemas e incertidumbres que nos afectan a todos, independientemente de nuestra profesión, y de tratar de equilibrar la balanza, incluso con los ojos vendados. Los jueces somos afortunados pues tenemos cada día la oportunidad de servir a la justicia y a la sociedad en general.

Alicia Díaz-Santos Salcedo

Magistrada. Sala de lo Contencioso-Administrativo TSJ Cataluña.

#PELIGROENLASREDES

#PELIGROENLASREDES

Si no estás en las redes sociales no eres nadie. O, al menos, eso nos están haciendo creer. Es innegable que en los últimos años el auge de las nuevas tecnologías ha cambiado de manera radical nuestra forma de vivir. El éxito que tenemos se mide en “likes” o “retweets” y la vida es eso que pasa mientras ves “stories” en Instagram y haces el baile de moda en “Tiktok”.

No cabe duda, se ha cambiado la forma de comunicación interpersonal. Atrás quedaron las llamadas y los SMS. Ahora es la era de los #hashtag#, los trending topic y los reels (si no te suena nada de esto, háztelo mirar). Pertenezco a la generación de los difuntos Messenger y Tuenti. Más tarde Facebook e Instagram también me conquistaron. Y, aun así, me resulta inviable seguir el ritmo frenético de las redes. No tengo Telegram ni controlo Tiktok. Y no, no sigo a ningún Youtuber.

Existe una auténtica sobreexposición de nuestra vida en las redes sociales. Mostramos en ellas los viajes exóticos (y no tan exóticos) que hacemos, nuestros logros personales y laborales, a nuestra familia y, cómo no, el “outfit” del día. Este manejo de las redes sociales (y de Internet en general) genera múltiples conflictos y evoluciona a tal velocidad que el derecho, no en pocas ocasiones, se queda rezagado.

Precisamente, este uso masivo de las redes ha hecho que gane cada vez más importancia la regulación sobre protección de datos personales, aunque, en mi opinión, no deja de ser un tanto paradójico que busquemos esa protección jurídica, mientras exponemos, cada vez más, nuestra vida en las redes.

La protección de las personas físicas en relación con el tratamiento de datos personales es un derecho fundamental (véase el artículo 8, apartado 1, de la CDFUE y el artículo 16, apartado 1, del TFUE). Ahora bien, como sabemos, ese derecho a la protección de los datos personales no es un derecho absoluto, sino que debe considerarse en relación con su función en la sociedad y mantener el equilibrio con otros derechos fundamentales como la libertad de pensamiento, la libertad de expresión y de información, el derecho a la tutela judicial efectiva o la diversidad cultural, religiosa y lingüística. Pero esa necesidad de publicarlo todo y además de manera inmediata, hace harto complicado que el usuario medio pueda “equilibrar esos derechos” antes de poner su tweet o de subir su post a Instagram. La propia Agencia Española de Protección de Datos alertó que la información de carácter personal que aportamos en la red conlleva una serie de riesgos para nuestra privacidad y seguridad.

En este punto, no puede obviarse que no es lo mismo la protección de datos personales que la protección de la intimidad. El citado derecho a la intimidad atribuye a su titular el poder de resguardar ese ámbito reservado, no sólo personal sino también familiar, frente a su divulgación por terceros y a una publicidad no querida. La masiva utilización de las redes, publicando videos e imágenes por doquier, también pone en jaque este derecho a la intimidad.

Otro problema es la llamada reputación digital: con el paso de los años, lo que publicas en Internet se convierte en tu reputación digital que supone que seguidores, familiares, compañeros de trabajo o amigos puedan tener una imagen tuya condicionada a la información personal publicada en la red. Las redes sociales ponen a tu alcance distintos recursos para que puedas divulgar y compartir con otras personas la información que tú quieras sobre tu vida personal o profesional, pero dicha información, aunque la borres, quedará como mínimo registrada en los servidores de la red social y, además, cualquiera que la haya visto podría haber hecho uso de ella, ya sea copiándola o difundiéndola.

Precisamente para evitar las consecuencias negativas de esa reputación digital surgió el tan conocido derecho al olvido, o lo que es lo mismo, la manifestación del derecho de supresión aplicado a los buscadores de internet. Hace referencia al derecho a impedir la difusión de información personal a través de internet cuando su publicación no cumple los requisitos de adecuación y pertinencia previstos en la normativa. En concreto, incluye el derecho a limitar la difusión universal e indiscriminada de datos personales en los buscadores generales cuando la información es obsoleta o ya no tiene relevancia ni interés público, aunque la publicación original sea legítima.

En resumen, si quieres acceder, rectificar, suprimir tus datos o deseas oponerte a que sean tratados con determinada finalidad o deseas limitar su tratamiento tienes que ejercer tus derechos ante el titular de la web que aparece en el aviso legal. Si quieres eliminar tu información personal de los buscadores de Internet puedes ejercer tu derecho al olvido. Ahora bien, entre el derecho al olvido y el derecho a la libertad de información existe un conflicto que exige la ponderación de la relevancia o interés público de la información y su eventual carácter obsoleto en cada caso para sacrificar uno u otro derecho.

Por otra parte, si este uso correcto de las redes resulta complejo para la población adulta, imagínense para los menores de edad. Los mayores peligros, los más inmediatos, habituales y visibles que se derivan de la exposición de datos descontrolada en las redes sociales por los menores son los que afectan también a su intimidad. Ese mundo digital ha adquirido tal dimensión, que en ocasiones no somos conscientes de que los menores de edad (sin una formación o tutela adecuada en cuanto al uso de las tecnologías y de internet) deambulan en la red junto a ciberdelincuentes, auténticas organizaciones criminales en muchos casos. Cuestiones que no suscitan tanta alarma por tener una pantalla de por medio, pero que sí la suscitarían si deambulasen a su lado por la calle.

Las redes sociales y el uso de las tecnologías de la información han avanzado de tal manera en los últimos años que podríamos decir que de forma paralela a la regulación normativa de aspectos tan esenciales como la protección de datos de carácter personal y la esfera privada, el propio sujeto tiene en su mano la capacidad de configurar esa privacidad y esa protección, asumiendo qué datos expone y a quién, e incluso durante cuánto tiempo.

No obstante, pese a ese abanico de elecciones, en ocasiones ignoramos la inmensidad de ese universo digital e incluso lo confundimos con nuestro círculo más cercano e íntimo, mientras que, por otro lado, exigimos la mayor de las protecciones para nuestros datos personales. Tal es así que llegamos a compartir o publicar cuestiones tan de “andar por casa”, políticamente incorrectas en algunos casos, que sin saberlo condicionan aspectos fundamentales de nuestras vidas. Así, una simple publicación puede llegar a costarnos nuestro puesto de trabajo o echar por tierra toda una trayectoria profesional intachable por el mero hecho de haber realizado un comentario que, siendo honestos, quizás todos habríamos hecho en nuestra casa. Precisamente ahí radica la esencia de este problema, identificamos un mundo lleno de sombras y de algoritmos desconocidos con nuestro entorno más íntimo. Somos capaces de compartir cualquier momento, crítica o reflexión con nuestros cientos de “amigos” a los que hemos visto una vez en la vida. Hay que medir las consecuencias del uso de las redes sociales. La sociedad espera que el derecho solucione problemas que podrían evitarse con un uso razonable y coherente.

Alicia Díaz-Santos Salcedo.

¡MENOS MAL QUE TENEMOS VOCACION!

¡MENOS MAL QUE TENEMOS VOCACION!

            Vocación, según la RAE, es la inclinación a un estado, una profesión o una carrera.

            Cuántas veces me he preguntado ¿nacemos con una vocación predeterminada? ¿Se nace con ella o somos nosotros mismos quienes le damos vida y la hacemos crecer día a día?

            Desde pequeños, hemos oído que “fulanito” tiene vocación de médico, de militar, de profesor o de juez. Sin embargo, creo confundimos, en no pocas ocasiones, la vocación con la simple afición. No es lo mismo la afición (definida también por la Real Academia de lengua Española como “inclinación o atracción que se siente hacia un objeto o una actividad que gustan”) que la vocación. Se puede tener verdadera afición a algo, pero ¿es eso auténtica vocación? ¿Se puede tener vocación con 17 ó 18 años? ¿Es la carrera judicial una profesión vocacional?

            Estos interrogantes me surgen ahora que se aproxima el final de mi etapa como “juez de pueblo” y mentiría si dijese que, en algunos momentos, el panorama ha sido tan descorazonador que me planteé si había perdido la vocación, si es que en algún momento llegué a tenerla.

            Sin embargo, haciendo balance de esta primera etapa por la que todos transitamos, si algo puedo concluir es que no solo no he perdido la vocación, sino que creo que se ha definido y lo que es más importante, se ha reforzado. Reconozco que las dudas han existido pero las mismas me han ayudado para llegar a esta conclusión.

             No se nace con una absoluta e incondicionada vocación o, al menos, por lo que me atañe y afecta, no ha sido así. He necesitado estos años para configurarla, para hacerla crecer. Recuerdo el miedo y los nervios cuando llegué a mi primer destino, recién salida de la Escuela Judicial. Ingenua de mí, pensaba que con trabajo e ilusión sería capaz de todo…. me topé con otra realidad, muy distinta, difícil de asumir, pero de sobra conocida para todos nosotros. Por supuesto que el trabajo, el esfuerzo y la ilusión son fundamentales pero, desgraciadamente, eso no basta. Los jueces de los llamados juzgados “mixtos” sabemos de la abrumadora, sobrehumana e indescriptible carga de trabajo que se nos viene encima. Juzgados verdaderamente “hundidos”, con medios personales y materiales manifiestamente insuficientes, pese a las más que reiteradas reivindicaciones realizadas a las instituciones pertinentes.

            Quienes no conocen la judicatura pueden pensar que para ser juez basta con amar el derecho y con querer “hacer justicia”. Y no pueden estar más equivocados: querer y poder son dos conceptos distintos, para ser juez no basta con una mera afición por el derecho o con amar la profesión, es necesario una verdadera vocación de querer transformar la sociedad (en la medida en que la ley lo permite, obviamente) y servir al justiciable. Los jueces, aunque la opinión social a veces no lo comparta, no somos ajenos a la realidad. Todo lo contrario. La inmediación (y más en los juzgados mixtos) hace que pongamos siempre cara a las partes de nuestros procedimientos, que interactuemos con la sociedad. No nos limitamos a aplicar la ley (ojalá fuese tan fácil). El juez de vocación, aplicando en todo momento la ley, vela por servir al ciudadano y hacer justicia. Pero no esa “justicia” abstracta de la que hablaba Kelsen. No. Es una justicia “de a pie”, cercana al ciudadano con vocación de servicio y es esa vocación de justicia y de servicio la que nos mantiene y alienta frente a la adversidad.

            Es esa conciencia o percepción social de desapego judicial a la realidad la que hace que a veces nuestra profesión nos resulte tan desagradecida. Porque no se entiende lo que hay detrás. En una profesión en la que muy a menudo vamos a ser los “buenos” para una parte, y los “malos” para otra, quizás no nos quede más remedio que pensar que nuestra mayor recompensa y orgullo es la intima convicción del deber cumplido y la satisfacción consiguiente.

            Cuántos momentos de impotencia por no poder dar una respuesta entendible a los ciudadanos que piden justicia, que piden una solución a su problema. Prácticamente en todas las guardias nos encontrábamos con peticiones de órdenes de alejamiento de progenitores desesperados respecto a hijos (en la mayoría de los casos y, por desgracia, con problemas de adicción a drogas o alcohol). Difícil explicar que no existiendo indicios de criminalidad (como ocurría en muchos de esos casos), no es posible dar una respuesta judicial. Cómo explicar que no todos los problemas son judicializables. Son innumerables las ocasiones en las que se acude a un juzgado demandando soluciones que, desgraciadamente, los jueces no podemos adoptar. Y por más que se intente explicar al ciudadano que se trata de problemas sociales, familiares o vecinales, que no podemos adoptar decisiones judiciales, muchas veces eso no se entiende.

            Tampoco entiende la sociedad, en innumerables ocasiones, el hecho de que los jueces no podemos adoptar “de oficio” determinadas decisiones. Sin ir más lejos, cuántas veces los medios de comunicación titulan sus noticias con el ya conocido “El juez ha dejado en libertad al detenido…” con la consiguiente crítica por parte de la sociedad que en muchas ocasiones siente sensación de impunidad. Lo que pocas veces se dice es que, en la gran mayoría de esos casos, ninguna acusación (ni pública o privada) ha solicitado la prisión provisional. Y sin eso, señores, según nuestra Ley de Enjuiciamiento Criminal, poco podemos hacer. Lamentablemente, la crítica en los medios de comunicación social de una decisión judicial obedece en muchas ocasiones a la instrumentalización de esa presión mediática como herramienta política, que indudablemente, busca generar en una parte de la sociedad una opinión superflua, sin proporcionarle al mismo tiempo, los criterios necesarios para conocer el porqué de esa decisión. Esa nimia opinión es la que, probablemente sin mala intención, cuestiona nuestro trabajo.

            En fin, vivimos innumerables situaciones harto ingratas en las que una se plantea si ha elegido la carrera correcta y si es esta su verdadera vocación. Nietzche decía que la “vocación es la espina dorsal de la vida”. Y, en efecto, durante este tiempo, he podido comprobar que la vocación ha sido (y será) el motor de mi profesión.

            Hay quien dice que la vocación de los jueces y magistrados consiste en ser una autoridad moral y un recurso digno de confianza e imparcial para toda la sociedad cuando sus derechos se ven menoscabados. Para mi, vocación judicial significa ser capaz de detectar la verdadera controversia jurídica y de aplicar el ordenamiento jurídico para lograr cumplir nuestra misión que no es otra que hacer justicia. Con ese propósito, el juez vuelca todo su esfuerzo en una preparación minuciosa, siendo su preocupación constante renovarse, adecuarse a los cambios legislativos, persiguiendo, en definitiva, dar la respuesta más justa. La vocación no es estática, se va descubriendo poco a poco. Algunos reconocen que la han tenido clara siempre, mientras otros manifiestan que la han descubierto con el tiempo.

            Vivimos en la actualidad tiempos difíciles en los que se ha perdido fe en la administración de justicia como elemento esencial para el mantenimiento de la convivencia pacífica y como fuente de solución de los conflictos sociales. Por ello, a pesar de los malos momentos, no puedo sino dar gracias a este destino por reforzar mi incipiente vocación y permitirme comprobar que mi deseo de impartir justicia es mucho más que una simple afición e incluso que una simple profesión. Ahora, tras varios años ejerciendo, puedo afirmar que me apasiona mi trabajo y que ese es el motor que me impulsa a servir al ciudadano cada día.

            ¡Menos mal que tenemos vocación! Porque precisamente la vocación judicial y el privilegio de saber que nuestras decisiones cambian vidas es lo que hace que día a día, pese a todas las adversidades narradas, ejerzamos nuestra profesión con ilusión, dedicación, entusiasmo y abnegado esfuerzo. Hacer algo por vocación permite superar las dificultades, sobre todo aquellas que te hacen dudar si la tienes.

Alicia Díaz-Santos Salcedo

Juez titular del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 2 de Sanlúcar La Mayor.

CUESTIÓN DE VALORES

CUESTIÓN DE VALORES

Las Fuerzas Armadas españolas son una institución disciplinada, jerarquizada y unida, consagrada exclusivamente al servicio de España. Las Reales Ordenanzas constituyen el código ético de todos los militares españoles y contienen los valores fundamentales de dicha institución. Consciente de que cultivar los valores supone en primer lugar conocerlos y saber llevarlos a la práctica, las Fuerzas Armadas han seleccionado y definido los valores que mejor pueden representar el espíritu militar de sus miembros, el estilo de sus unidades y su identidad como organización. Todos ellos están presentes en las Reales Ordenanzas, se refuerzan entre sí, y cada uno contiene otros muchos valores asociados.

Siempre he admirado que la militar ha sido una profesión asentada sobre valores morales sólidos y exigentes, capaces de impulsar al soldado a cumplir su deber por encima de intereses personales, incluso en situaciones de riesgo o dificultad extremos. La historia militar de España da testimonio de innumerables ejemplos de cómo los valores han sido el motor de comportamientos patrióticos, heroicos, abnegados, leales y siempre sublimes de los soldados españoles.

Si echamos una breve ojeada a las Reales Ordenanzas vemos que esos valores son, entre otros, el amor a la patria (profundo sentimiento de querer a España y el orgullo de formar parte de ella, de su pueblo, territorio, historia, cultura y proyecto común; es expresión de respeto y aceptación de la herencia recibida), el compañerismo (compromiso que impulsa a entregarse mutuamente, con generosidad y desinterés en beneficio del compañero), la disciplina (asumir y practicar racionalmente, por sentido del deber, las reglas del Ejército, para garantizar el cumplimiento de la misión), la ejemplaridad (resultado de una conducta íntegra, que supone actuar conforme a las reglas, normas y principios que rigen la institución militar, así como a las reglas de convivencia cívica), el espíritu de servicio (disposición permanente para anteponer siempre el bien común al propio, dando a nuestra vida un sentido de compromiso desinteresado en beneficio de los demás), el honor (sentimiento inspirado en la lealtad que nos lleva a demostrar una conducta coherente con los principios propios del Ejército y nos guía al más exacto cumplimiento del deber y a la excelencia profesional) o la excelencia profesional (saber ejercer la profesión de las armas y cumplir la misión asignada con eficacia y afán de superación. Implica poseer unos conocimientos actualizados y usarlos convenientemente en el momento oportuno, aprovechando todos los recursos disponibles).

Otro cuerpo caracterizado por la férrea fidelidad a los valores es la Guardia Civil. Como el propio artículo 1 de su vetusta Cartilla enuncia “El honor ha de ser la principal divisa del Guardia Civil; debe conservarlo sin mancha. Una vez perdido no se recobra jamás.”

Y, aunque de otra forma, nuestra carrera judicial también tiene sus valores. Hace unos meses hablaba en este mismo blog de la independencia de los jueces. Pero no es el único valor o principio que rige o debe regir en la judicatura. El artículo 117 de la CE además de la independencia, se refiere a la responsabilidad y al sometimiento a la ley. Pero dicho precepto se queda “corto” pues la carrera judicial se nutre de otros muchos valores. En este punto, los Principios de Bangalore sobre la conducta judicial han recibido creciente aceptación de parte de los diferentes sectores de la judicatura mundial y de los organismos internaciones interesados en la integridad del proceso judicial. Como resultado de ello, los Principios de Bangalore son vistos cada vez más como un documento que todas las judicaturas y sistemas jurídicos pueden aceptar sin reservas.

En dicho documento se integran los siguientes valores: independencia, imparcialidad, la integridad, corrección, la equidad, competencia y diligencia. Dejando al margen la independencia, de la que ya hablé en un artículo anterior, me parece conveniente resaltar los valores que mueven la actuación judicial (o al menos así debería ser), y más en una época en la que la crisis de principios o valores no es una excepción.

Como es sabido, la imparcialidad implica que el juez deberá desempeñar sus tareas judiciales sin favoritismo, predisposición o prejuicio. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha explicado que el requisito de imparcialidad tiene dos aspectos. El primero exige que el tribunal deba ser subjetivamente imparcial, es decir, ningún miembro del tribunal debe tener predisposición ni prejuicio alguno en el plano personal. La imparcialidad personal debe presumirse a menos que exista prueba en contrario. Segundo, el tribunal también debe ser imparcial desde un punto de vista objetivo, esto es, debe ofrecer suficientes garantías que descarten cualquier duda legítima al respecto. Al realizarse esta comprobación ha de determinarse si, independientemente de la conducta personal del juez, existen hechos demostrables que puedan arrojar dudas acerca de su imparcialidad. Al respecto, incluso la apariencia es importante. Lo que está en juego es la confianza que los tribunales deben inspirar al público en una sociedad democrática, incluso a la persona acusada.

            Por su parte, y aunque parezca obvio, un juez debe siempre, no solo en el desempeño de sus obligaciones judiciales, actuar honradamente y en forma adecuada para las funciones jurisdiccionales; ser ajeno a todo fraude, engaño y falsificación; y ser bueno y virtuoso en su comportamiento y carácter. La integridad así definida no tiene grados. La integridad es absoluta.

            Según los ya mencionados Principios de Bangalore, la corrección y la apariencia de corrección, tanto profesional como personal, también son elementos esenciales de la vida de un juez. Lo que más importa no es lo que el juez hace o no hace sino lo que los demás piensan que el juez ha hecho o puede hacer. Por ejemplo, un juez que habla en privado y extensamente con un litigante de un juicio pendiente parecerá haber dado a esa parte una ventaja, incluso si en los hechos la conversación no tiene nada que ver con la causa.

Por su parte, un juez debe actuar con equidad, esto es,garantizar la igualdad de tratamiento de todos ante un tribunal es esencial para desempeñar debidamente las funciones jurisdiccionales.

Finalmente, la competencia en el desempeño de las obligaciones judiciales requiere conocimientos jurídicos, habilidad, meticulosidad y preparación. La competencia profesional de un juez debe ser evidente en el desempeño de sus funciones. Las capacidades de análisis sobrio, de decidir imparcialmente y de actuar en forma expedita son aspectos de la diligencia judicial. La diligencia también comprende el empeño por aplicar la ley en forma imparcial y pareja, y prevenir todo abuso procesal. La capacidad de actuar con diligencia en el desempeño de las obligaciones judiciales puede depender de la carga de trabajo, la suficiencia de los recursos y el tiempo para la investigación, deliberación, redacción y otras obligaciones judiciales que no sean la participación en las audiencias del tribunal.

Precisamente el respeto a los mencionados valores, en la judicatura y en otras profesiones en las que el objetivo no es otro que servir el interés general, refuerza la confianza en las instituciones, en el Poder Judicial, y permite que la sociedad tenga la decisión e iniciativa para acudir a los servidores públicos, a los tribunales, con la idea de solventar o poner fin a cualquier problema que les atañe, por el simple motivo de tener la convicción que las soluciones que estos le brindarán siempre serán mejores que las que ellos mismos puedan disponer. Al final del camino, todos estos valores, propios o no del Poder Judicial, tienen el simple pero difícil objetivo de perfilar a los jueces como leales servidores públicos pese a que sus decisiones inevitablemente serán compartidas por una parte y rechazadas por otra. Esa vocación de servir, de velar por el interés general, incluso en las situaciones más delicadas, son las que hacen que las Fuerzas Armadas o la Guardia Civil sean de las instituciones mejor valoradas en nuestro país. Por ello, no perdamos de vista estos valores, ni como jueces ni como personas.

Alicia Díaz-Santos Salcedo. Juez del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 2 de Sanlúcar La Mayor (Sevilla).

            ¿HAY JUECES EN BERLÍN?

            ¿HAY JUECES EN BERLÍN?

            “Cuenta la leyenda que una buena mañana Federico II de Prusia, molesto porque un molino cercano a su palacio Sans Souci afeaba el paisaje, envió a un edecán a que lo comprara por el doble de su valor, para luego demolerlo.

            Al regresar el emisario real con la oferta rechazada, el rey Federico II de Prusia se dirigió al molinero, duplicando la oferta anterior. Y como este volviera a declinar la oferta de su majestad, Federico II de Prusia se retiró advirtiéndole solemnemente que si al finalizar el día no aceptaba, por fin, lo prometido, perdería todo, pues a la mañana siguiente firmaría un decreto expropiando el molino sin compensación alguna. Al anochecer, el molinero se presentó en el palacio y el rey lo recibió, preguntándole si comprendía ahora ya cuan justo y generoso había sido con él. Sin embargo, el campesino se descubrió y entregó a Federico II una orden judicial que prohibía a la Corona expropiar y demoler un molino solo por capricho personal. Y mientras Federico II leía en voz alta la medida cautelar, funcionarios y cortesanos temblaban imaginando la furia que desataría contra el terco campesino y el temerario magistrado. Pero concluida la lectura de la resolución judicial, y ante el asombro de todos, finaliza la leyenda, Federico el Grande levantó la mirada y declaró: “Me alegra comprobar que todavía hay jueces en Berlín”. Saludó al molinero y se retiró visiblemente satisfecho por el funcionamiento institucional de su reino, aseguran los cronistas de palacio”.

            Todavía recuerdo cómo con esta conocida leyenda nos recibió hace años la Escuela Judicial en nuestra primera semana tras haber aprobado la oposición. Era la semana de introducción y una de las sesiones versaba sobre “Deontología y valores en la función judicial”. Con ese relato se nos introducía el tan valioso principio de la independencia judicial mientras nuestras mentes, todavía con su reminiscencia opositora, cantaban el tan repetido artículo 117 de la Constitución Española.

            Pues bien, este recuerdo me vino a la mente, precisamente, hace aproximadamente un mes, cuando leí en la prensa que el Parlamento italiano había aprobado una reforma del Consejo Superior del Poder Judicial de Italia que, entre otras cuestiones, prohibiría volver a la magistratura a los jueces que decidiesen entrar en política o ejercer cargos en el poder ejecutivo. Decía la noticia que dicha prohibición de volver a vestir la toga afectaría a los jueces que hubiesen ocupado cargos electivos, de cualquier tipo, o cargos de gobierno ya sea a nivel nacional, regional o local, los cuales, al término de su mandato, nunca más podrían volver a ejercer ninguna función judicial.

            En España, como sabemos, se puede conceder a los jueces una licencia especial para tomar parte en la actividad política. En la actualidad, a diferencia de lo que ocurre en otros países de nuestro entorno, no existe ninguna prohibición para que un juez retorne al ejercicio de la jurisdicción tras desempeñar cargos políticos, ni debe respetarse ningún periodo de abstención o enfriamiento.

            Hace unas semanas escribía un compañero en este mismo Blog que el Poder Judicial español está atravesando una verdadera crisis reputacional. Y precisamente uno de los elementos que contribuyen a dicha percepción social es la entredicha independencia de los jueces españoles. Dejando a un lado el tan debatido problema de los nombramientos de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, lo cierto es que otra de las cuestiones que en nada ayuda a “lavar” esta imagen de la justicia en la opinión pública es el tema de las llamadas puertas giratorias, que agrava la preocupación de la sociedad por los riesgos de la politización de la función judicial en España. Orgánicamente, cuando un juez asume un cargo político sigue perteneciendo a la carrera judicial, ya sea en régimen de servicios especiales o en excedencia, si bien lo más relevante, más allá de la situación administrativa, es que es percibido por la sociedad como un juez. Por tanto, resulta harto complicado modificar esa percepción social que hoy se tiene de la carrera judicial si no eliminamos las puertas giratorias.

            Pero parece que en España nos negamos a cambiar esta situación. Y no será por falta de advertencias externas. Ya desde el año 2013, el GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa) viene reclamando la supresión de la opción legal de que los jueces que se hayan pasado a la política puedan retornar a la actividad jurisdiccional. Fundamenta su recomendación en la necesaria independencia e imparcialidad de los jueces, tanto en la realidad como en las apariencias. En 2021, Europa volvió a dar un tirón de orejas a nuestro país por dicha cuestión, si bien esta vez enfocándola prioritariamente en los fiscales.

            Hace escasos meses, la propia Comisión de Ética Judicial del CGPJ resaltó asimismo el elevado riesgo de lesión de los principios de independencia e imparcialidad que puede darse cuando un juez regresa al juzgado tras haber pasado por el poder ejecutivo o legislativo.

            Como es sabido, la independencia judicial abarca tanto independencia individual como, precisamente, la independencia institucional. Es, por lo tanto, una disposición mental pero también un conjunto de arreglos institucionales y operativos. La disposición mental se refiere a la independencia del juez en los hechos; los arreglos institucionales y operativos tienen que ver con la definición de la relación entre la judicatura y los demás, especialmente con los otros poderes del Estado, consistiendo su finalidad en garantizar la realidad de la independencia, así como su apariencia. Por tanto, la independencia entraña no solo una disposición mental o una actitud en el ejercicio real de las funciones judiciales, sino una situación o relación con respecto a los demás, especialmente y en lo que aquí nos atañe, con relación al poder ejecutivo, que descansa en condiciones o garantías objetivas.

            Pese a todo, creo que sí, “todavía hay jueces en Berlín”, aunque debido a que en el desempeño de las funciones judiciales la apariencia es tan importante como la realidad, un juez debe estar más allá de toda sospecha. Y en este punto, todavía nos queda mucho camino por recorrer. Junto con dominar el derecho para interpretar y aplicar la ley con competencia, es igualmente importante que el juez actúe y se comporte de tal modo que las partes que acudan a un tribunal confíen en su imparcialidad y en su integridad. La integridad es el atributo de rectitud y probidad. En la judicatura, la integridad es más que una virtud, es una necesidad, una posesión, la más valiosa, la más preciada y su puesta en duda conlleva la pérdida de la confianza en la rectitud e independencia de la Justicia, siendo las llamadas puertas giratorias un elemento distorsionador de tan buscada y deseada necesidad.

            ¿Qué hubiera acontecido en el relato inicial si el magistrado de Berlín no hubiese vivido y actuado con verdadera integridad e independencia? El comportamiento y la conducta de un juez deberán reafirmar la confianza de las personas en la integridad de la judicatura. No sólo debe impartirse justicia; también ha de verse cómo se imparte. Ya lo dijo Julio César (y le costó el divorcio de Pompeya): “la mujer del César no solo debe serlo, sino parecerlo”.

Alicia Díaz-Santos Salcedo. Juez del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 2 de Sanlúcar La Mayor (Sevilla).