Daniel González Uriel
Una cuestión de especial relevancia en la práctica judicial, y que ha recibido una escueta respuesta legislativa, es la referida al régimen de protección de los testigos –y peritos, aunque nos centraremos en los primeros– en las causas penales. Vaya por delante que no se pretende realizar un estudio dogmático en profundidad, sino exponer de modo esquemático los rasgos esenciales de la normativa procesal penal en esta materia. Por ende, con esta entrada del blog no se persigue una exposición doctrinal ni jurisprudencial del estado de la cuestión, sino brindar al lector los rasgos esenciales de esta materia.
Frente a la visión idealizada que en ocasiones se tiene de los programas de protección de testigos, en gran parte debida a las grandes producciones cinematográficas de Hollywood, en que se representa como algo usual y de más o menos fácil obtención, lo cierto es que el sistema procesal penal español no presenta el grado de concreción y precisión que sería necesario. El punto de referencia inicial nos lo brinda la Constitución (CE), en cuyo artículo (art.) 118 se contiene la obligación de colaboración con la justicia cuando proclama: “Es obligado cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los Jueces y Tribunales, así como prestar la colaboración requerida por éstos en el curso del proceso y en la ejecución de lo resuelto”. En este sentido, la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECRIM) contiene una obligación general de denuncia de los delitos en su art. 259 en los siguientes términos: “El que presenciare la perpetración de cualquier delito público está obligado a ponerlo inmediatamente en conocimiento del Juez de instrucción, de paz, comarcal o municipal o funcionario fiscal más próximo al sitio en que se hallare, bajo la multa de 25 a 250 pesetas”. En un breve inciso, compartirá el lector la sorpresa al ver que, en un precepto tan breve, se aprecien tantas discordancias legislativas, tanto en lo relativo al órgano ante el que se ha de denunciar como en lo tocante a la multa a imponer. Asimismo, existe un deber legal de comparecencia de los testigos a las causas penales, que se desprende del art. 410 LECRIM –con las excepciones y previsiones específicas que se establecen en los siguientes preceptos, en las que no entraremos–, que recoge: “Todos los que residan en territorio español, nacionales o extranjeros, que no estén impedidos, tendrán obligación de concurrir al llamamiento judicial para declarar cuanto supieren sobre lo que les fuere preguntado si para ello se les cita con las formalidades prescritas en la Ley”.
Con todo, forzoso es reconocer que, en determinadas situaciones, los testigos puedan temer represalias por su declaración en sede judicial, ya sea por sus vínculos con la persona a la que incriminan con su deposición, ya sea por la gravedad del delito sobre el que se expresan o por cualquier otro motivo. De este modo, pese a la obligación legal de colaborar con la Administración de Justicia, los testigos han de contar con algún incentivo que destierre los meritados temores y les lleve a colaborar de modo pleno en el esclarecimiento de los hechos. Para colmar este vacío, y consciente de las posibles presiones que pueden existir sobre los testigos, el legislador dictó la Ley Orgánica (LO) 19/1994, de 23 de diciembre, de protección a testigos y peritos en causas criminales, en cuya Exposición de Motivos alude a que la práctica diaria pone de manifiesto las “reticencias de los ciudadanos a colaborar con la policía judicial y con la Administración de Justicia en determinadas causas penales ante el temor a sufrir represalias”. A su vez, en dicha Exposición se alude a la necesaria protección que se debe suministrar a los testigos para evitar las disfunciones que su ausencia podría conllevar, y pone de relieve la situación de conflicto de intereses que ha de ser debidamente ponderada por el órgano judicial: por un lado, los derechos fundamentales del investigado, concretados en su derecho de defensa, que se podrían resentir o laminar si se confiere un estatuto privilegiado absoluto a los testigos. Por otro lado, y como contrapunto, los derechos e intereses legítimos de los testigos –y peritos, como ya dijimos y reza en la propia denominación de la Ley– y de sus familiares han de ser ponderados en el otro plato de la balanza. A título anecdótico podemos apuntar que en la citada Exposición se reconoce la concisión de su articulado cuando sentencia “el contenido de la Ley es breve”.
Antes de esquematizar el contenido de la LO 19/1994 conviene poner de manifiesto que la protección de los testigos también se recoge en el Código Penal (CP), puesto que en el Título XX, intitulado “Delitos contra la Administración de Justicia”, en su Capítulo VII –“De la obstrucción a la Justicia y la deslealtad profesional”–, el art. 464 CP establece: “1. El que con violencia o intimidación intentare influir directa o indirectamente en quien sea denunciante, parte o imputado, abogado, procurador, perito, intérprete o testigo en un procedimiento para que modifique su actuación procesal, será castigado con la pena de prisión de uno a cuatro años y multa de seis a veinticuatro meses. Si el autor del hecho alcanzara su objetivo se impondrá la pena en su mitad superior. 2. Iguales penas se impondrán a quien realizare cualquier acto atentatorio contra la vida, integridad, libertad, libertad sexual o bienes, como represalia contra las personas citadas en el apartado anterior, por su actuación en procedimiento judicial, sin perjuicio de la pena correspondiente a la infracción de que tales hechos sean constitutivos”.
Una previsión similar se recoge en el título relativo a los delitos contra la Corte Penal Internacional –Capítulo IX del Título XX–, ya que se castiga en el art. 471 bis.4 CP al que “[…] corrompiera a un testigo, obstruyera su comparecencia o testimonio ante la Corte Penal Internacional o interfiriera en ellos será castigado con la pena de prisión de uno a cuatro años y multa de seis a 24 meses”; a su vez, el art. 471 bis.6 CP, en su inciso segundo, sanciona al que “tome represalias contra un testigo por su declaración ante la Corte”.
No podemos olvidar en este punto que, en sede de delitos de daños –ubicados sistemáticamente en el Título XIII, “Delitos contra el patrimonio y contra el orden socioeconómico”–, el art. 263.2.1º CP consigna que: “2. Será castigado con la pena de prisión de uno a tres años y multa de doce a veinticuatro meses el que causare daños expresados en el apartado anterior, si concurriere alguno de los supuestos siguientes: 1.º Que se realicen para impedir el libre ejercicio de la autoridad o como consecuencia de acciones ejecutadas en el ejercicio de sus funciones, bien se cometiere el delito contra funcionarios públicos, bien contra particulares que, como testigos o de cualquier otra manera, hayan contribuido o puedan contribuir a la ejecución o aplicación de las Leyes o disposiciones generales”. Así las cosas, se aprecia la preocupación del texto punitivo por evitar interferencias perjudiciales en la declaración de los testigos, con lo que se pretende garantizar que sus manifestaciones sean libres y no estén mediatizadas por influencias espurias.
Tras esta breve acotación, necesaria para efectuar una visión de conjunto, debemos entrar en este punto a analizar el contenido de la LO 19/1994. Si estamos ya a su articulado podemos observar que únicamente consta de cuatro preceptos. El primero de ellos atiende a los presupuestos de aplicación de la normativa de protección de testigos, ya que el art. 1.2 condensa: “2. para que sean de aplicación las disposiciones de la presente Ley será necesario que la autoridad judicial aprecie racionalmente un peligro grave para la persona, libertad o bienes de quien pretenda ampararse en ella, su cónyuge o persona a quien se halle ligado por análoga relación de afectividad o sus ascendientes, descendientes o hermanos”. De ahí que sea requisito necesario la existencia de un peligro grave, para la persona o bienes del testigo o de sus familiares. En lo tocante al parentesco se restringe el alcance de la protección, ya que solo se toma en consideración al cónyuge o persona ligada al testigo por análoga relación de afectividad, pero la meritada restricción es mucho más acusada en las líneas, puesto que solo atiende a los que estén en línea recta, ascendente o descendente, y a los hermanos, quedando fuera los tíos, primos, sobrinos, etc. A su vez, tampoco se incluyen personas especialmente vinculadas, tales como amigos íntimos o allegados. De esta manera, constreñimientos de la libertad de obrar del testigo mediante la posible puesta en peligro de un íntimo amigo suyo –con riesgo para su persona, libertad o bienes– quedarían extramuros de la tutela reforzada, cuando el efecto podría ser el mismo o equivalente: que el testigo no efectuase una deposición libre, espontánea y completa.
En segundo lugar, otro elemento nuclear sobre el que pivota la protección viene referido por la “apreciación racional” que ha de llevar a cabo la autoridad judicial sobre la existencia del citado peligro grave para la persona, libertad o bienes del círculo de sujetos al que se circunscribe la protección. En esta apreciación el juez ha de llevar a cabo un juicio hipotético del peligro, valorando todos los indicios en presencia de los que se pueda derivar la posibilidad de represalias. Esta apreciación se dificulta sobre manera en aquellos supuestos en los que no ha habido ataques o agresiones previas, puesto que no cabe realizar una adopción inopinada o estereotipada, que sería meramente formal, pero que vulneraría el derecho de defensa del investigado. Como se ha dicho, es preciso realizar una minuciosa ponderación de los intereses en presencia, ya que no se pueden olvidar las relevantes consecuencias que puede acarrear la atribución del estatuto de testigo protegido, ya que se restringen la publicidad y la contradicción, y ello, de modo indefectible, se proyecta en el derecho de defensa del investigado. Por lo tanto, ha de reclamarse prudencia en la citada apreciación, han de ponderarse todos los datos fácticos, han de sopesarse las implicaciones y ha de concretarse el peligro grave, sin que quepan meras alusiones genéricas.
Por su parte, el art. 2 LO 19/1994 toma como punto de partida que se haya afirmado la presencia del citado peligro, y lleva a cabo una gradación de medidas de protección. Lo primero que llama la atención de la lectura de este precepto es que la adopción se puede llevar a cabo de oficio o a petición de parte, con lo que se atribuye un amplio margen de maniobra al órgano instructor, que no se ve sujeto a la previa petición de alguna de las partes. En lo tocante al contenido de la protección, el art. 2 LO 19/1994 prescribe que se pueden adoptar las siguientes decisiones: “a) Que no consten en las diligencias que se practiquen su nombre, apellidos, domicilio, lugar de trabajo y profesión, ni cualquier otro dato que pudiera servir para la identificación de los mismos, pudiéndose utilizar para ésta un número o cualquier otra clave. b) Que comparezcan para la práctica de cualquier diligencia utilizando cualquier procedimiento que imposibilite su identificación visual normal. c) Que se fije como domicilio, a efectos de citaciones y notificaciones, la sede del órgano judicial interviniente, el cual las hará llegar reservadamente a su destinatario”.
Como puede apreciarse, la finalidad que se persigue es evitar la identificación de los testigos, para lo que se pueden adoptar las citadas cautelas, de carácter instrumental o formal. Pese a estas prevenciones tendentes a obstaculizar que se pueda saber quién es el testigo en cuestión, lo cierto es que muchas sedes judiciales no cuentan con los protocolos de actuación necesarios para articular la llegada y declaración de los testigos sin ser vistos, ni los mecanismos para garantizar su salida sin ser advertida su presencia. Pensemos en palacios de justicia con entrada única, o que carezcan de parking y en el que todos los individuos accedan por el mismo lugar. Otro elemento protocolario viene dado por la petición de documentación para acceder a tales instalaciones en algunas sedes judiciales: si el testigo ha de identificarse a la entrada al personal de seguridad –ya sean Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, ya sea ante vigilantes de seguridad privada– pasaría a formar parte del listado de personas que han accedido al edificio judicial –máxime en situación de pandemia en que se registran todos los accesos por cuestiones de salud pública y a efectos de seguimientos en caso de posibles contagios–, y ello puede conllevar su plena identificación, con lo que los esfuerzos previos resultarían ilusorios.
En punto a la práctica de la diligencia en sí, apreciamos distintos grados de evolución según cada órgano judicial: desde aquellos que ostentan salas propias para testigos protegidos, con accesos diferentes, distorsionadores de voz y espacios específicos para ellos en los que no se confrontan con las restantes partes ni sus letrados, en otros juzgados ha de apelarse a la inventiva y a la improvisación, acudiéndose a biombos –más o menos rudimentarios o adaptados–, al empleo de cascos de moto, sombreros, gorras, u otros artilugios o artefactos para evitar el reconocimiento facial –tales como gafas de sol, bufandas, pañuelos, etc.–. Otro procedimiento que se puede seguir es que la hora de la toma de declaración sea inhabitual –v. gr., por la tarde–, y no haya operadores jurídicos en el palacio de justicia. Por lo que hace a la fijación del juzgado como domicilio, ello posibilita que no se conozca la vivienda o paradero del testigo.
El precepto que analizamos no establece una jerarquía entre las medidas a adoptar, ni las configura como excluyentes entre sí, sino que concede una cierta libertad al instructor a la hora de su elección –si es que acuerda la protección de oficio–, o a la concreta parte, si es ésta quien solicita el estatuto privilegiado.
De especial importancia es el art. 3 LO 19/1994, ya que en él se recogen las previsiones de seguridad personal de los testigos. En el apartado 1, la LO muestra su preocupación por la captación de imágenes de los deponentes, ya que avala que se proceda a retirar “el material fotográfico, cinematográfico, videográfico o de cualquier otro tipo a quien contraviniere esta prohibición. Dicho material será devuelto a su titular una vez comprobado que no existen vestigios de tomas en las que aparezcan los testigos o peritos de forma tal que pudieran ser identificados”. El precepto habilita en este sentido a la autoridad judicial, al Ministerio Fiscal y a las Fuerzas y cuerpos de Seguridad del Estado, si bien podemos convenir en que se trata de una facultad extremadamente invasiva, que ha de ser aplicada con suma prudencia, máxime si se trata de una pura actuación policial.
Con todo, el mayor grado de protección que se puede conferir al testigo, la policial, se enuncia en el apartado 2 del citado art. 3 LO 19/1994. Esta medida excepcional ha de ser interesada por el Ministerio Fiscal, para todo el proceso o, atendidas las circunstancias del caso en concreto, también una vez que éste ha finalizado, siempre y cuando subsista la situación de peligro. Si bien, la medida más extraordinaria que se puede brindar a los testigos también se acoge en este apartado 2 cuando refiere que: “en casos excepcionales podrán facilitárseles documentos de una nueva identidad y medios económicos para cambiar su residencia o lugar de trabajo. Los testigos y peritos podrán solicitar ser conducidos a las dependencias judiciales, al lugar donde hubiere de practicarse alguna diligencia o a su domicilio en vehículos oficiales y durante el tiempo que permanezcan en dichas dependencias se les facilitará un local reservado para su exclusivo uso, convenientemente custodiado”. Como se observa, es posible que se atribuya una nueva identidad al sujeto y que se le brinden una serie de medios económicos para subvenir a sus necesidades, aunque no se concretan lapsos temporales, ni se reseña si semejantes medidas son indefinidas o, por el contrario, están sometidas a caducidad.
Si bien, pese a las bienintencionadas prescripciones que hemos relatado, el art. 4 LO 19/1994 restringe el alcance de la protección, por cuanto permite que se conozca la identidad del testigo. Ya adelantamos que, en esta materia, en la ponderación de intereses ha de valorarse la protección de la vida, libertad y patrimonio del testigo –y de las personas mencionadas en el art. 1–, que han de ser confrontados con el derecho de defensa del investigado –ya acusado en fase de juicio oral– y de las restantes partes. Pues bien, el citado art. 4 toma en consideración esta diatriba en varios aspectos. En primer término, permite en su apartado 1 que el órgano de enjuiciamiento, una vez recibidas las actuaciones, mantenga, suprima o modifique las medidas de protección adoptadas por el instructor, a la vista de las circunstancias concurrentes. Sin embargo, el elemento nuclear que diluye la protección absoluta se plasma en el art. 4.3 LO 19/1994, cuando proclama: “si cualquiera de las partes solicitase motivadamente en su escrito de calificación provisional, acusación o defensa, el conocimiento de la identidad de los testigos o peritos propuestos, cuya declaración o informe sea estimado pertinente, el Juez o Tribunal que haya de entender la causa, en el mismo auto en el que declare la pertinencia de la prueba propuesta, deberá facilitar el nombre y los apellidos de los testigos y peritos, respetando las restantes garantías reconocidas a los mismos en esta Ley”. Como se puede observar, no es un aspecto potestativo para el órgano de enjuiciamiento, sino que es obligatorio, ya que la dicción legal es clara al respecto: “deberá facilitar”; si bien, el requisito previo para ello es que la petición sea motivada. A su vez, este precepto subraya que “en los cinco días siguientes a la notificación a las partes de la identidad de los testigos, cualquiera de ellos podrá proponer nueva prueba tendente a acreditar alguna circunstancia que pueda influir en el valor probatorio de su testimonio”, lo que tiene por finalidad garantizar el derecho de defensa y que se asegure la contradicción de modo pleno. El apartado 4 del art. 4 amplía esta posibilidad, ya que recoge que “de igual forma, la partes podrán hacer uso del derecho previsto en el apartado anterior, a la vista de las pruebas solicitadas por las otras partes y admitidas por el órgano judicial, en el plazo previsto para la interposición de recurso de reforma y apelación”.
Por último, y en orden a su valor probatorio, el art. 4.5 LO 19/1994 manifiesta que los testimonios de los testigos protegidos durante la instrucción “solamente podrán tener valor de prueba, a efectos de sentencia, si son ratificados en el acto del juicio oral en la forma prescrita en la Ley de Enjuiciamiento Criminal por quien los prestó. Si se consideraran de imposible reproducción, a efectos del artículo 730 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, habrán de ser ratificados mediante lectura literal a fin de que puedan ser sometidos a contradicción por las partes”.
Como podemos apreciar, nos hallamos ante una ley escueta, en que se lleva a cabo el forzado maridaje entre dos elementos en conflicto en el proceso penal: la salvaguarda de los testigos y el derecho de defensa de las partes. Tal y como se ha narrado, la protección no es absoluta, sino que encuentra limitaciones, siendo la más severa de ellas la posibilidad de que se conozca la identidad del sujeto que se protege, con lo que, prima facie, podría parecer que todas las medidas adoptadas con anterioridad quedan desvirtuadas en el propio momento en que se dé a conocer la identidad del sujeto en cuestión. En resumidas cuentas, podría dar la imagen de que la protección de los testigos es plena en la fase de instrucción, pero que se diluye en el momento de enjuiciamiento, a la hora de practicarse la prueba. Es comprensible que el legislador haya optado por intentar garantizar todos los intereses en presencia, si bien ello no evita que se puedan producir resultados insatisfactorios o disfuncionales, una vez que se conozca la identidad del testigo y que éste, condicionado por la posibilidad de represalias si confirma en juicio lo depuesto con anterioridad, module el alcance de sus manifestaciones iniciales, como mecanismo de autoprotección ante la retirada del estatuto privilegiado que ostentaba hasta ese momento.
A modo de epílogo, y como corolario a la criticable protección de los testigos en el ordenamiento jurídico español, ha de ponerse de manifiesto la inactividad del legislador, que no ha transpuesto en plazo la relevante Directiva (UE) 2019/1937 del Parlamento Europeo y del Consejo de 23 de octubre de 2019 relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del Derecho de la Unión. En su art. 26.1 indica que “1. Los Estados miembros pondrán en vigor las disposiciones legales, reglamentarias y administrativas necesarias para dar cumplimiento a lo establecido en la presente Directiva a más tardar el 17 de diciembre de 2021” y, por el momento, el legislador no ha cumplido con dicha obligación, con todo lo censurable que ello resulta –y, a modo de tirón de orejas ha de reseñarse que no es la primera vez (ni, tristemente, será la última) que el España incurre en dicho incumplimiento en la transposición de las Directivas en plazo, por lo que desde estas líneas se reclama diligencia y cumplimiento de las obligaciones comunitarias al legislador–. Dicho lo cual hemos de apostillar que en esta Directiva se alude de modo directo a la protección de los testigos, como es de ver en su considerando 76, que expresa: “Los Estados miembros deben velar por que las autoridades competentes dispongan de procedimientos de protección adecuados para el tratamiento de las denuncias y para la protección de los datos personales de quienes sean mencionados en la denuncia. Dichos procedimientos deben garantizar la protección de la identidad de cada denunciante, cada persona afectada y cada tercero que se mencione en la denuncia, por ejemplo, testigos o compañeros de trabajo, en todas las fases del procedimiento”. Ante la ausencia de transposición, tampoco se ha cumplido con esta obligación, lo que merece, igualmente, un juicio crítico muy negativo. Si bien, el análisis de esta Directiva es harina de otro costal, por lo que cedo el testigo al compañero del blog que desee llevar a cabo su exégesis y agradezco desde aquí al sufrido lector su paciencia y su tiempo.