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Mes: marzo 2022

Hablemos de Europa.

Hablemos de Europa.

Leía hace unos días el llamamiento que se realiza desde la Dirección General de Cooperación jurídica internacional y Derechos Humanos con objeto de identificar expertos entre los miembros de la carrera judicial y fiscal, así como restantes cuerpos y carreras de la administración y profesores universitarios, para contribuir a reforzar la preparación e impulso de la labor que supondrá la próxima asunción por parte del Reino de España de la Presidencia del Consejo de la Unión Europea, durante el segundo semestre del año 2023. Trabajo que ya ha comenzado, habiéndose dictado el pasado 12 de enero el Real Decreto 41/2022 por el que se crea el Comité Organizador de la Presidencia Española de la Unión Europa.

Pues veamos, no es cuestión menor. O al menos no desde los ojos de quien suscribe, que tan encandilada durante la vida académica por nuestra comunidad política, cegada pese a los inconvenientes que entrañaba el destino por temas burocráticos de su universidad, se marchó a la cuna de Europa a realizar su programa Erasmus. No descartaba la posibilidad de confesar a su vuelta: ¡Mama, de mayor quiero ser eurócrata!.

Desafortunadamente para una entusiasta como yo, parte de mi europasión sin freno yace desde entonces en la ciudad de los moules-frites, quizás ahogada entre alguna (que otra) Kriek del Delirium café. Desde entonces, los acontecimientos tampoco han contribuido a reconciliarme con esa fe ciega que sentía por el proyecto europeo. No, no puedo pasar por alto, entre otras decepciones, «la falta de compromiso» -como sostuvo nuestro compañero el Juez Llarena- de las autoridades judiciales alemanas, con hechos que podrían quebrantar el orden constitucional español al rechazar la entrega del prófugo Carles Puigdemont, o de las italianas a raíz de su detención en Cerdeña –previo garbeo por Francia o Países Bajos sin detención-. Y cómo olvidarnos, precisamente, de mi querida Bélgica, refugio de otros políticos y raperos fugitivos. Sin entrar al fondo del asunto, es razonable que el espectador prima facie no haya advertido sino desconfianza entre sistemas judiciales, falta de reconocimiento mutuo de resoluciones, y en definitiva, falta de cooperación jurídica entre autoridades judiciales de Estados Miembros que buscan proteger sus bienes jurídicos más esenciales.

Pese a todo, caigo en la cuenta de que no deja de ser saludable el posicionamiento crítico constructivo: a aquello que te importa hay que buscarle su pero. Los verdaderos creyentes también tienen crisis de fe, y dudar no es pecado, ¡Que se le pregunten a Pedro caminando sobre las aguas! 

Pues bien, lo cierto es que esa juvenil emoción que sentía por la palabra Europa –tan alejado nuestro mundo judicial en lo rutinario de todo lo que acontece más allá de los Pirineos- ha vuelto a florecer. No solo estamos ante un reto muy estimulante para nuestro país, como lo califica la Directora General de Cooperación jurídica, sino que deviene el más valioso instrumento para mejorar el rédito político, prestigio e imagen internacional de España, al dotarse de la capacidad de promover los intereses de cada uno de los Estados Miembros durante medio año. El Consejo de la Unión Europea es, conjuntamente con la Comisión y el Parlamento, el principal actor en la toma de decisiones, que abarcan cómo no, su consentimiento para la conclusión de compromisos internacionales, o cualquier otra decisión trascendental para la comunidad política. La preparación de un Programa marco común que fijará las reuniones del Consejo, dirigir las mismas en nueve de sus diez configuraciones, representarlo en las negociaciones con otras instituciones de la Unión Europea, convertirse en el centro de la formulación de políticas, o ejercer a través del Presidente del Gobierno de representante externamente en reuniones con terceros Estados, son algunas de sus funciones. En definitiva, contribuir a garantizar la continuidad de la comunidad política a través de esta institución.

En este resurgir de mis cenizas europeístas me percaté de que ya apenas podía recordar el año en el que por última vez España se presentó ante esta oportunidad. Ya había llovido… Echar un vistazo a la cronología, ya anticipo, me condujo a otra de mis recurrentes inquietudes. España ejerció este liderazgo por primera vez en 1989, tan solo tres años después de su adhesión a la UE, y por segunda vez apenas tras seis años, en 1995. La siguiente ocasión la tuvo en el año 2002, y por ello, se ha ido progresivamente aumentando el lapso temporal entre una cita y otra, siendo la cuarta y última vez en el año 2010. Esto es, en esta quinta y última ocasión habrán tenido que transcurrir hasta trece años para que la rotación entre los restantes países se complete, más del doble que la esperada entre el primer y segundo turno. Así, solo cuatro Presidentes del Gobierno español habrán protagonizado dicha experiencia en 37 años de nuestra andadura europea. La respuesta obedece, por lógica matemática, a la progresiva ampliación del número de Estados Miembros adheridos, especialmente en el año 2004 con diez nuevas incorporaciones.

En este estado de cosas, y con motivo de la funesta Guerra de Ucrania, la opinión pública está siendo testigo en streaming de las peticiones de adhesión de Ucrania, Moldavia y Georgia al club comunitario, incluso clamando por un procedimiento exprés el primero de los mentados. Cuestión que posiblemente había pasado desapercibida para los desapegados del mundo de los international affairs en el caso de peticiones pasadas de países del Este del continente, algunos ya candidatos oficiales y otros potenciales, como Albania, Macedonia del Norte, Montenegro, Serbia, Bosnia Herzegovina, Kosovo, o la eterna novia de Europa, Turquía, con estatus de candidato desde diciembre de 1999.

He aquí la causa de mi falta de quietud, ¿Cuál es la finalidad de la Unión?, ¿Se está preservando la identidad europea?, de hecho ¿Tenemos acaso clara cuál es?, ¿Hay tanta capacidad de absorción de nuevos países?, y en definitiva, ¿Cuáles son los límites de Europa?

En primer lugar habría que cuestionarse qué entendemos por Europa. Superando la idea de comunidad política –perfectamente definida-, las referencias al ámbito de las fronteras geográficas del continente europeo son también discutidas, y dicha cuestión de pertenencia a lo que se entienda geográficamente como tal es -o debería ser- un punto clave para el acceso de los países a la membresía de la organización supranacional.

El debate se sitúa constantemente sobre la mesa, especialmente desde las ampliaciones de la UE acontecidas a raíz de la caída del muro de Berlín, y como ya he señalado, tras la más reciente expansión hacia el Este.

Opiniones cualificadas han sostenido puntos de vista muy diferentes. Desde la firme defensa de Charles de Gaulle de una Europa extendida desde el Atlántico a los Urales; la de Dominique Strauss-Kahn –antes de convertirse en un paria para la política institucional- que la ampliaba hasta Turquía y a los países del Magreb (basándose en el supuesto beneficio que este bloque generaría a las relaciones con las actuales hegemonías, entre otros, al convertir el mar Mediterráneo en un mar interior). No faltan autores que sostienen que son los valores, la filosofía, la lengua e incluso el derecho romano el que forma parte de las raíces de la cultura europea, u otros para los que la religión influyó en la demarcación de Europa, al identificar a los Estados europeos con la cristiandad, y sugiriendo que la protección común que se buscaba era el peligro procedente del Este. Destacable resulta la visión de Olli Rehn, miembro de la Comisión Europea y máximo responsable entre los años 2004 a 2009 de la expansión de la Unión hacia el sureste geográfico, quien sostenía «Values define Europe, not borders», poniendo de manifiesto la férrea voluntad de impulsar su ampliación al margen de las fronteras de las naciones del viejo continente.

Al hilo de este debate, he revisado cuáles son las prioridades de la Presidencia francesa del Consejo de la Unión Europea, que se ejerce actualmente, y precisamente su lema reflejaba lo que ahora me ocupa, «la pujanza y pertenencia», definidas como la defensa y promoción «de nuestros valores e intereses», y «para construir y desarrollar una visión europea común a través de la cultura, de nuestros valores y de nuestra historia común».

Estamos ante un Estado Miembro fundador de la Unión, y uno de los dos únicos que votó “NON” –pese a, o precisamente por, Chirac- a la ratificación en el año 2005 del Tratado por el que se establecía una Constitución para Europa. En este sentido el ex parlamentario europeo, y soberanista, Philippe de Villiers sostenía tras el fracaso: «Europa debe reconstruirse sobre otras bases que no son las de la Europa actual, que han sido rechazadas». País con autoridad suficiente, que ha demostrado gran aptitud crítica, y como hemos visto, capacidad para enfrentar a la UE ante graves crisis de existencia. Entre los motivos que se pueden recabar de la hemeroteca destacan, además de la ambigüedad del proyecto europeo, el miedo a la nueva Europa. Así textualmente se recogía en diarios internacionales de la época, “muchos franceses sienten que la incorporación en 2004 de diez nuevos países miembros del centro y el este de Europa aumentará el desempleo y pondrá fin al modelo «social» europeo”, (BBC, 2005*) o «el temor a los efectos de la ampliación de la Unión, el miedo a una oleada de inmigrantes del Este (…)», (El País, 2005)*.

Configuración del futuro del proyecto europeo que, siguiendo con la actual Presidencia francesa, en palabras de Emmanuel Macron con ocasión de la cumbre de líderes de la UE celebrada a tal efecto hace dos semanas en Versalles –apropiado lugar por cierto-, el ataque ruso va a llevar «a redefinir completamente la arquitectura europea».

El pasado día 25 de marzo, se cumplían 65 años de la firma del Tratado de Roma (CEE). Con ocasión del 60 aniversario en 2017 los líderes de los 27 Estados Miembros, el Consejo Europeo, Parlamento y Comisión, suscribieron una Declaración, reunidos de nuevo en Roma, en la que proclamaban la satisfacción por los logros alcanzados por la Unión, y establecían objetivos para los próximos diez años, entre los que me parecen reseñables: «Una Europa segura y protegida», o «Una Europa más fuerte en la escena mundial», y desarrollando éste, «Una Unión comprometida con el refuerzo de su seguridad y defensa comunes, también en cooperación y complementariedad con la Organización del Tratado del Atlántico Norte, teniendo  en cuenta las circunstancias nacionales y compromisos jurídicos».

Pues bien, estaremos a la espera del balance que de esa pujanza y pertenencia haga la República francesa tras finalizar su desempeño el próximo 30 de junio.

En todo caso, ténganse estas líneas, no como un posicionamiento definido en contra de la expansión de la Unión Europea, sino como un cuestionamiento abstracto de esa tendencia. Y es que, si la heterogeneidad razonable es un valor de las sociedades plurales, el exceso puede conducir a la desestabilización. De poco sirve una organización de ámbito supranacional que representa a un número creciente de ciudadanos, si los representados no comparten, no ya cultura, lengua o tradiciones, si no  ni tan siquiera valores y principios sobre los que construir la unión política. Como alternativa, de gran utilidad y beneficio recíproco, ya contamos con las políticas europeas de vecindad.

Lo que resulta inamovible es que la finalidad de ampliar la Unión se entronque con la necesidad de procesos graduales y meditados, y con un compromiso firme de los candidatos con los principios inspiradores de la Unión, que no son sino los valores definitorios de la comunidad política, y también con sus fines (artículos 2 y 3 TUE). Y que todo ello, conjuntamente con la exigencia de una vocación europea real en la población de los aspirantes y la asunción de renuncias en aras de garantizar el Estado de Derecho, sea lo que entregue la llave de entrada a nuevos Estados.

Sea como sea, este no es el único reto al que se enfrenta la Unión, como tampoco lo es la espinosa crisis de seguridad y cooperación que está suponiendo la invasión Rusa de Ucrania. Otros problemas graves acontecen incluso dentro de nuestros confines, y pasan hasta cierto punto desapercibidos. La ocupación del ejército turco del tercio norte de la Isla de Chipre, constituye bajo la protección otomana la República Turca del Norte de Chipre, un territorio cuya independencia solo es reconocida en el contexto internacional por Turquía, pero que crea una situación de práctica división de la isla -pese a su condición de Estado Miembro desde el año 2004-, donde las políticas europeas no son de aplicación. Problemática que se ha recrudecido, ampliando el conflicto a otros países, fundamentalmente a Grecia, que ha visto afectada su Zona Económica de Explotación en el entorno de la isla de Creta. Se trata indiscutiblemente de un problema de alcance comunitario, que ha colocado a la OTAN en una situación crítica, y que no debemos pasar por alto entre nuestras inquietudes.

En definitiva, no soy una firma a sueldo de la Dirección General de Cooperación jurídica, o de Instituciones Europeas – ¡ojalá lo fuera!-, pero sí me parece una ocasión propicia para que todo aquel que se sienta guiado por unas legítimas inquietudes por el destino de la Unión, encuentre en este ofrecimiento que comenzará en 458 días un adecuado vehículo para canalizarlas.

Marta P. Canals Lardiés        

Juez titular del Juzgado de Instrucción número 2 de Badalona.

*Francia dio un No rotundo, BBC, 29 de mayo de 2005.

http://news.bbc.co.uk/hi/spanish/international/newsid_4592000/4592395.stm

*Francia rechaza la Constitución Europea, El País, 30 de mayo de 2005.

https://elpais.com/diario/2005/05/30/portada/1117404001_850215.html
EL ARTÍCULO 318 DEL CÓDIGO PENAL Y LA IRRESPONSABILIDAD PENAL DE LA PERSONA JURÍDICA EN LOS DELITOS CONTRA LOS DERECHOS DE LOS TRABAJADORES; TRES POSIBLES SOLUCIONES.

EL ARTÍCULO 318 DEL CÓDIGO PENAL Y LA IRRESPONSABILIDAD PENAL DE LA PERSONA JURÍDICA EN LOS DELITOS CONTRA LOS DERECHOS DE LOS TRABAJADORES; TRES POSIBLES SOLUCIONES.

Introducción

En mi primer artículo para el blog de la Asociación Profesional de la Magistratura me gustaría permitirme proponer algunas soluciones imaginativas a las cuestiones prácticas que plantea el art. 318 CP, el cual ha quedado desfasado tras la introducción en nuestro ordenamiento de la responsabilidad de las personas jurídicas allá por el año 2010, sin que el legislador haya sentido el más mínimo interés por actualizarlo.

La actual regulación parte de un sistema de “numerus clausus” para la imputación de responsabilidad penal a las personas jurídicas; es decir, solo responden por los delitos expresamente señalados en el Libro II del CP.

Resulta llamativo observar que el Código Penal no prevé la responsabilidad de las Personas Jurídicas en el Título XV del Libro II, correspondiente a los delitos contra los derechos de los trabajadores (art. 311 a 318 CP).

Asombra que no lo haga, en concreto, en este Título, y en especial cuando se trata de accidentes de trabajo porque las empresas (con Personalidad Jurídica) suelen ser las primeras a quienes corresponde adoptar las medidas necesarias para garantizar la seguridad de sus trabajadores.

En relación con esta cuestión el art. 318 CP dispone:

Cuando los hechos previstos en los artículos de este título se atribuyeran a personas jurídicas, se impondrá la pena señalada a los administradores o encargados del servicio que hayan sido responsables de los mismos y a quienes, conociéndolos y pudiendo remediarlo, no hubieran adoptado medidas para ello. En estos supuestos la autoridad judicial podrá decretar, además, alguna o algunas de las medidas previstas en el artículo 129 de este Código.

Como se ha señalado, este artículo quedó desfasado tras la entrada en vigor de la responsabilidad penal de la persona jurídica.

A la vista de la redacción del art. 318 CP, y teniendo en cuenta la actual regulación de la responsabilidad penal de las Personas Jurídicas planteo las siguientes cuestiones:

  • ¿Cabe la posibilidad de que las personas jurídicas a quienes se atribuya alguno de los hechos previstos en el Título XV, conforme el art. 318 CP puedan ser parte en el procedimiento penal por delitos contra los trabajadores, aunque no estén imputadas?
  • ¿Puede la persona física a quien se imputa un hecho en virtud del art. 318 CP (por atribución a la persona jurídica) alegar como causa de exención de

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responsabilidad penal la existencia de un efectivo programa de cumplimiento normativo o una cultura de cumplimiento perfectamente implementada en la organización?

  • ¿Cómo puede imponerse las consecuencias accesorias del art. 129 CP a una persona jurídica cuando este precepto se refiere expresamente a entes sin personalidad jurídica?

La cuestión del art. 318 del Código Penal

El punto de partida debe ser entender que existe un error legislativo. Una incoherencia normativa que, por razones desconocidas, se ha mantenido hasta nuestros días.

La falta de responsabilidad penal de las personas jurídicas en los delitos contra los derechos de los trabajadores, ha llamado la atención a la doctrina y con razón.

Se podría pensar que la causa de esta exclusión pudiera ser una cierta prevención del legislador, al menos en una primera fase de ruptura con el tradicional sistema “societas deliquere non potest” a la espera de ver qué tipo de problemas podrían suscitarse con este tipo de delitos que pueden entrar en concurso con los delitos de homicidio y lesiones, delitos en que, normalmente suele materializarse el resultado del peligro por la infracción de las normas de prevención de riesgos laborales.

Más interés podría tener el hecho de carecer de un marco normativo europeo que pudiera animar a ello.

Así desde la introducción de esta responsabilidad en nuestro Ordenamiento Jurídico se ha venido insistiendo en la existencia de instrumentos internacionales que demandan una respuesta penal clara frente a las personas jurídicas, como los convenios en materia de corrupción, o las disposiciones normativas de naturaleza penal de la UE.

Así se señalaba en la reforma de 2010 las figuras donde la posible intervención de estas se hace más evidente; corrupción en el sector privado y en las transacciones internacionales, pornografía y prostitución infantil, trata de seres humanos, blanqueo de capitales, inmigración ilegal, ataques a los sistemas informáticos, etc.

En el caso de los delitos contra los derechos de los trabajadores no existe ningún instrumento normativo internacional o europeo que demande esta respuesta penal clara de las personas jurídicas.

En esta entrada del Blog me gustaría hablar sobre cómo se puede interpretar este precepto para evitar tenerlo por desnaturalizado, partiendo de las preguntas formuladas en la introducción y del respeto al principio vigente en nuestro ordenamiento penal; la irresponsabilidad penal de las personas jurídicas en los delitos contra la seguridad e higiene en el trabajo.

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Este principio no impide que pueda apreciarse una intervención del Ordenamiento Jurídico cuando los hechos que determinan la comisión de los delitos previstos en los art. 311 a 317 CP se atribuyen a una persona jurídica, tal y como se prevé en el art. 318 CP.

A vueltas con el art. 318 CP…

Volviendo al art. 318 CP, al iniciar este artículo planteábamos tres cuestiones, a las que voy a tratar de dar una respuesta;

Primera cuestión:

¿Cabe la posibilidad de que las personas jurídicas a quienes se atribuya alguno de los hechos previstos en el Título XV, conforme el art. 318 CP puedan ser parte en el procedimiento penal por delitos contra los trabajadores, aunque no estén imputadas?

En puridad no deberían serlo, al no poder considerarse sujeto pasivo de procedimiento penal (investigado), ya que ninguno de los delitos del Título XV forman parte de la lista de los que pueden dar lugar a responsabilidad penal de las personas jurídicas.

Ahora, ya que el artículo refiere expresamente la posibilidad de atribuir a una persona los hechos que integran el supuesto fáctico de una norma penal, entiendo que ello debería permitir, al menos, ofrecer a la persona jurídica la posibilidad de defenderse.

Entiendo que la atribución, a la persona jurídica, del hecho previsto en el art. 318 CP solo puede hacerse desde los presupuestos y fundamentos que rigen la responsabilidad penal de la persona jurídica; por ejemplo, en el caso del delito contra la seguridad de los trabajadores, que el obligado por las normas de prevención de riesgos sea alguno de los sujetos a que se refiere en el art. 31bis, y que infrinja la norma laboral actuando por cuenta de la sociedad y en beneficio (directo o indirecto) de la misma.

Si ello es así, deberíamos permitir que la persona jurídica sea parte en el procedimiento y se le permita, al menos, poder ser oída sobre los extremos que han dado lugar a la atribución del hecho delictivo, teniendo en cuenta que, aun cuando no se le vaya a imputar, esta atribución puede generar un daño a la entidad, aun cuando sea en términos de reputación.

Por este motivo, entiendo que sería conveniente la citación al proceso de un responsable especialmente designado, en los términos previstos en el art. 119 LECrim, pues se trataría de una situación equiparable a una imputación de hechos a la persona jurídica, a la que se llega, precisamente, como consecuencia de una inferencia idéntica a la que se realizaría conforme al art. 31bis CP, para la imputación de una persona jurídica, con la única diferencia que no se deriva de la misma una pena, sino que puede dar lugar a la imposición de consecuencias accesorias (sin perjuicio de los daños reputacionales ya mencionados).

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En consciencia, entiendo que una buena práctica podría ser la atribución a las persona jurídica del estatus de investigada, con todas las garantías procesales que ello conlleva, incluida la posibilidad de defenderse, con la singularidad procesal que, como la imposición de consecuencias accesorias dependerá siempre de la imposición de una pena o medida de seguridad a una persona física, la defensa de la persona jurídica formará con la del sujeto investigado una especie de litisconsorcio pasivo, pues de la suerte de uno dependerá, necesariamente, la del otro.

Segunda cuestión;

¿Puede la persona física a quien se imputa un hecho en virtud del art. 318 CP (por atribución a la persona jurídica) alegar como causa de exención de responsabilidad penal la existencia de un efectivo programa de cumplimiento normativo o una cultura de cumplimiento perfectamente implementada en la organización?

Entramos en lo que entiendo es una de las cuestiones más complejas de este artículo, y que supone confrontar dos realidades distintas; el régimen de autorresponsabilidad del art. 31bis CP, frente al de responsabilidad accesoria del art. 129 CP.

El art. 318 CP señala que, cuando los hechos revistos en los artículos de este título se atribuyeran a personas jurídicas cabe la posibilidad de aplicar, “además” alguna o algunas de las medidas previstas en el art. 129 CP.

La responsabilidad penal de las personas jurídicas con base en el art. 31bis CP es autónoma, basada en un sistema de autorresponsabilidad y por tanto independiente de la responsabilidad penal de la persona física. Esto permite que una persona jurídica pueda ser condenada aun cuando no lo sea la persona física que realizó materialmente la acción que se atribuye a la persona jurídica. También permite a la persona jurídica eximirse de responsabilidad en el caso que se acredite que tenía implantado un sistema de cumplimiento normativo efectivo.

La responsabilidad de las personas jurídicas, el art. 31 bis CP es, por tanto, independiente del de la persona física, pues no exige una previa declaración de responsabilidad penal de la persona física como requisito necesario para exigir responsabilidad a la persona jurídica.

Las consecuencias accesorias del art. 129 CP que, además, se pueden aplicar a las personas jurídicas conforme el art. 318 CP, solo caben cuando existe pena o medida de seguridad para los autores del delito persona física.

Partiendo de la anterior distinción, entiendo que la respuesta a la segunda cuestión debería ser doble;

A.- Entiendo que deberá reconocerse la posibilidad de poder alegar como causa de exención de responsabilidad penal la existencia de un efectivo programa de cumplimiento normativo o una cultura de cumplimiento perfectamente implementada

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en la organización, solo en cuanto a la atribución a la persona jurídica un hecho previsto en alguno de los artículos del Título XV del Libro II, conforme al art. 318 CP.

Si admitimos que la persona jurídica pueda ser parte en el procedimiento, si reconocemos que la atribución del hecho delictivo a la persona jurídica debe hacerse conforme a los presupuestos y fundamentos del art. 31bis CP, coherentemente, la persona jurídica o la física a quien se le va a exigir responsabilidades penales por cuenta de aquella, deberá poder alegar como causa de “bloqueo” de la atribución, o, como de exención de responsabilidad la existencia de un efectivo programa de cumplimiento normativo o una cultura de cumplimiento perfectamente implementada en la organización.

B.- No puede alegarse como causa de exención de la imposición de una medida de seguridad a la persona jurídica la existencia de un efectivo programa de cumplimiento normativo o una cultura de cumplimiento perfectamente implementada en la organización, una vez atribuido el hecho a la persona jurídica, e impuesta condena en Sentencia.

Es decir, una vez que se ha condenado “a los administradores o encargados del servicio que hayan sido responsables de los mismos y a quienes, conociéndolos y pudiendo remediarlo, no hubieran adoptado medidas para ello”, cuando el Juez o Tribunal pase a valorar, además, la imposición de consecuencias accesorias a la persona jurídica, deberá estarse a las reglas del art. 129 CP.

Sin perjuicio de lo anterior, en la medida en que la imposición de las consecuencias accesorias es facultativa, podrá valorarse por el Juez o Tribunal el hecho que la persona jurídica dispusiera debidamente implantado en la organización de un efectivo programa de cumplimiento normativo o una cultura de cumplimiento.

Tercera cuestión;

¿Cómo puede imponerse las consecuencias accesorias del art. 129 CP a una persona jurídica cuando este precepto se refiere expresamente a entes sin personalidad jurídica?

Conforme a la actual redacción del Código Penal, las consecuencias accesorias están previstas únicamente, según el art. 129.1 CP; “En caso de delitos cometidos en el seno, con la colaboración, a través o por medio de empresas, organizaciones, grupos o cualquier otra clase de entidades o agrupaciones de personas que, por carecer de personalidad jurídica, no estén comprendidas en el artículo 31 bis.”

La remisión a las consecuencias accesorias antes de la introducción de la responsabilidad penal de las personas jurídicas en el año 2010 era coherente con el entonces vigente art.

129 CP. Entonces, las consecuencias accesorias previstas en el art. 318 CP eran susceptible de ser aplicadas tanto a los entes con personalidad jurídica como sin ella.

Tras la reforma del año 2010 la remisión que art. 318 CP realiza al art. 129 CP carece de sentido, pudiendo realizar las siguientes críticas:

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  • Si el hecho se atribuye a una persona jurídica y se pretende anudar a este supuesto consecuencias jurídicas lo lógico sería prever la responsabilidad penal de las personas jurídicas.
  • Si el hecho se atribuye a una persona jurídica, esta premisa, por sí solo, debiera excluir el régimen del art. 129 CP que se prevé solo para los entes sin personalidad jurídica.

A partir de este precepto caben dos posibilidades:

En primer lugar, entender que la descoordinación legislativa ha vaciado de contenido el último inciso del art. 318 CP.

En segundo lugar, mantener que la voluntad del legislador es aplicar consecuencias accesorias no solo a entes sin personalidad, sino también a personas jurídicas allá donde haya una remisión expresa como en el caso de los delitos que nos ocupan, que es lo que defendemos en esta ponencia.

Se trata de una cuestión discutible, pero creo que esta es la única tesis que permite dotar de contenido al art. 318 CP.

En efecto, la respuesta a las cuestiones anteriormente suscitadas adelantaba ya una interpretación favorable a la imposición de las consecuencias del art. 129 CP a las personas jurídicas, aun cuando aquellas estén pensadas para entes sin personalidad jurídica.

La solución que se propone es interpretar el precepto de modo que no excluya la posibilidad de adoptar las consecuencias accesorias previstas en el art. 129 CP, aunque los hechos previstos en los artículos del Título XV (Libro II CP) se atribuyan a personas jurídicas (a un ente con personalidad Jurídica).

En conclusión, y respondiendo a la cuestión suscitada entiendo que puede imponerse las consecuencias accesorias del art. 129 CP a una persona jurídica siempre y cuando ella sea el resultado de una decisión motivada por el Juez o Tribunal, y que exista pena o medida de seguridad para los autores del delito persona física a los que se refiere el art. 318 CP.

La respuesta que se proponen a estas cuestiones permitiría, por el momento, salvar la aplicación de este artículo que como se ha señalado ha quedado desfasado, y que bien merecería una revisión por parte del legislador penal.

Joaquín Elías Gadea Francés

Magistrado Juez en funciones de refuerzo en el Juzgado Central de Instrucción nº 6.

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            ¿HAY JUECES EN BERLÍN?

            ¿HAY JUECES EN BERLÍN?

            “Cuenta la leyenda que una buena mañana Federico II de Prusia, molesto porque un molino cercano a su palacio Sans Souci afeaba el paisaje, envió a un edecán a que lo comprara por el doble de su valor, para luego demolerlo.

            Al regresar el emisario real con la oferta rechazada, el rey Federico II de Prusia se dirigió al molinero, duplicando la oferta anterior. Y como este volviera a declinar la oferta de su majestad, Federico II de Prusia se retiró advirtiéndole solemnemente que si al finalizar el día no aceptaba, por fin, lo prometido, perdería todo, pues a la mañana siguiente firmaría un decreto expropiando el molino sin compensación alguna. Al anochecer, el molinero se presentó en el palacio y el rey lo recibió, preguntándole si comprendía ahora ya cuan justo y generoso había sido con él. Sin embargo, el campesino se descubrió y entregó a Federico II una orden judicial que prohibía a la Corona expropiar y demoler un molino solo por capricho personal. Y mientras Federico II leía en voz alta la medida cautelar, funcionarios y cortesanos temblaban imaginando la furia que desataría contra el terco campesino y el temerario magistrado. Pero concluida la lectura de la resolución judicial, y ante el asombro de todos, finaliza la leyenda, Federico el Grande levantó la mirada y declaró: “Me alegra comprobar que todavía hay jueces en Berlín”. Saludó al molinero y se retiró visiblemente satisfecho por el funcionamiento institucional de su reino, aseguran los cronistas de palacio”.

            Todavía recuerdo cómo con esta conocida leyenda nos recibió hace años la Escuela Judicial en nuestra primera semana tras haber aprobado la oposición. Era la semana de introducción y una de las sesiones versaba sobre “Deontología y valores en la función judicial”. Con ese relato se nos introducía el tan valioso principio de la independencia judicial mientras nuestras mentes, todavía con su reminiscencia opositora, cantaban el tan repetido artículo 117 de la Constitución Española.

            Pues bien, este recuerdo me vino a la mente, precisamente, hace aproximadamente un mes, cuando leí en la prensa que el Parlamento italiano había aprobado una reforma del Consejo Superior del Poder Judicial de Italia que, entre otras cuestiones, prohibiría volver a la magistratura a los jueces que decidiesen entrar en política o ejercer cargos en el poder ejecutivo. Decía la noticia que dicha prohibición de volver a vestir la toga afectaría a los jueces que hubiesen ocupado cargos electivos, de cualquier tipo, o cargos de gobierno ya sea a nivel nacional, regional o local, los cuales, al término de su mandato, nunca más podrían volver a ejercer ninguna función judicial.

            En España, como sabemos, se puede conceder a los jueces una licencia especial para tomar parte en la actividad política. En la actualidad, a diferencia de lo que ocurre en otros países de nuestro entorno, no existe ninguna prohibición para que un juez retorne al ejercicio de la jurisdicción tras desempeñar cargos políticos, ni debe respetarse ningún periodo de abstención o enfriamiento.

            Hace unas semanas escribía un compañero en este mismo Blog que el Poder Judicial español está atravesando una verdadera crisis reputacional. Y precisamente uno de los elementos que contribuyen a dicha percepción social es la entredicha independencia de los jueces españoles. Dejando a un lado el tan debatido problema de los nombramientos de los miembros del Consejo General del Poder Judicial, lo cierto es que otra de las cuestiones que en nada ayuda a “lavar” esta imagen de la justicia en la opinión pública es el tema de las llamadas puertas giratorias, que agrava la preocupación de la sociedad por los riesgos de la politización de la función judicial en España. Orgánicamente, cuando un juez asume un cargo político sigue perteneciendo a la carrera judicial, ya sea en régimen de servicios especiales o en excedencia, si bien lo más relevante, más allá de la situación administrativa, es que es percibido por la sociedad como un juez. Por tanto, resulta harto complicado modificar esa percepción social que hoy se tiene de la carrera judicial si no eliminamos las puertas giratorias.

            Pero parece que en España nos negamos a cambiar esta situación. Y no será por falta de advertencias externas. Ya desde el año 2013, el GRECO (Grupo de Estados contra la Corrupción del Consejo de Europa) viene reclamando la supresión de la opción legal de que los jueces que se hayan pasado a la política puedan retornar a la actividad jurisdiccional. Fundamenta su recomendación en la necesaria independencia e imparcialidad de los jueces, tanto en la realidad como en las apariencias. En 2021, Europa volvió a dar un tirón de orejas a nuestro país por dicha cuestión, si bien esta vez enfocándola prioritariamente en los fiscales.

            Hace escasos meses, la propia Comisión de Ética Judicial del CGPJ resaltó asimismo el elevado riesgo de lesión de los principios de independencia e imparcialidad que puede darse cuando un juez regresa al juzgado tras haber pasado por el poder ejecutivo o legislativo.

            Como es sabido, la independencia judicial abarca tanto independencia individual como, precisamente, la independencia institucional. Es, por lo tanto, una disposición mental pero también un conjunto de arreglos institucionales y operativos. La disposición mental se refiere a la independencia del juez en los hechos; los arreglos institucionales y operativos tienen que ver con la definición de la relación entre la judicatura y los demás, especialmente con los otros poderes del Estado, consistiendo su finalidad en garantizar la realidad de la independencia, así como su apariencia. Por tanto, la independencia entraña no solo una disposición mental o una actitud en el ejercicio real de las funciones judiciales, sino una situación o relación con respecto a los demás, especialmente y en lo que aquí nos atañe, con relación al poder ejecutivo, que descansa en condiciones o garantías objetivas.

            Pese a todo, creo que sí, “todavía hay jueces en Berlín”, aunque debido a que en el desempeño de las funciones judiciales la apariencia es tan importante como la realidad, un juez debe estar más allá de toda sospecha. Y en este punto, todavía nos queda mucho camino por recorrer. Junto con dominar el derecho para interpretar y aplicar la ley con competencia, es igualmente importante que el juez actúe y se comporte de tal modo que las partes que acudan a un tribunal confíen en su imparcialidad y en su integridad. La integridad es el atributo de rectitud y probidad. En la judicatura, la integridad es más que una virtud, es una necesidad, una posesión, la más valiosa, la más preciada y su puesta en duda conlleva la pérdida de la confianza en la rectitud e independencia de la Justicia, siendo las llamadas puertas giratorias un elemento distorsionador de tan buscada y deseada necesidad.

            ¿Qué hubiera acontecido en el relato inicial si el magistrado de Berlín no hubiese vivido y actuado con verdadera integridad e independencia? El comportamiento y la conducta de un juez deberán reafirmar la confianza de las personas en la integridad de la judicatura. No sólo debe impartirse justicia; también ha de verse cómo se imparte. Ya lo dijo Julio César (y le costó el divorcio de Pompeya): “la mujer del César no solo debe serlo, sino parecerlo”.

Alicia Díaz-Santos Salcedo. Juez del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 2 de Sanlúcar La Mayor (Sevilla).

FILIBUSTERISMO PROCESAL

FILIBUSTERISMO PROCESAL

Luis Gollonet Teruel           

Magistrado especialista en lo Contencioso-administrativo

Tribunal Superior de Justicia de Andalucía

            Una de las actividades que más me gustaba cuando empecé a aprender inglés de pequeño, y que aún conservo, era intentar traducir los títulos de las películas, y ver si acertaba con la traducción «oficial».

            El título de una de las primeras películas que recuerdo intentar traducir, con escaso éxito, es «Mr. Smith goes to Washington», el clásico cinematográfico dirigido por Frank Capra y protagonizado por un joven James Stewart, que en España fue comercializado como «Caballero sin espada». Así cualquiera acierta.

            La película narra un caso de lo que se conoce como obstruccionismo parlamentario, también llamado filibusterismo. Precisamente la Real Academia define el filibusterismo como «obstruccionismo parlamentario», esto es, el conjunto de tretas y trampantojos situados en el límite de la legalidad pero dentro de ella y tendentes a retrasar o evitar la aprobación de una norma por la mayoría.

            El origen del filibusterismo lo encontramos en las asambleas parlamentarias de los Estados Unidos, donde para garantizar la libertad de expresión, cuando un congresista está en el uso de la palabra puede mantenerla y hablar sin límite de tiempo mientras se tenga en pie, a condición de que no se siente, no abandone la cámara y no deje de hablar.

            La película “Caballero sin espada”, que un moderno tuitero habría llamado “Héroe sin capa”, es solo un ejemplo del originario filibusterismo. En el parlamentarismo anglosajón ha habido muchas e insólitas escenas de discursos interminables que pretendían retrasar o impedir la votación y aprobación de una ley.

            Hoy día, por extensión, se habla de filibusterismo como sinónimo de cualquier técnica de obstruccionismo.

            En España las amplias facultades de policía que tiene atribuida la Presidencia de las Cortes para moderar y dirigir los debates, junto con un reglamento más estricto, impiden que se den estas situaciones de interminables discursos, por lo que son posibles otras técnicas de filibusterismo, pero no esa.

            En el ámbito judicial se ha debatido mucho si se debe limitar la extensión de las intervenciones orales de los letrados, al igual que la extensión de los escritos o los recursos, estos últimos finalmente limitados en la casación.

            Y aunque a alguno le gustaría, no es posible en nuestro sistema procesal que un abogado haga una intervención en juicio durante horas o días para retrasar el dictado de una sentencia.

            Pero lo que está claro es que hay otras técnicas de filibusterismo jurídico o procesal que pretenden alargar determinados procesos para evitar que se dicte sentencia sobre el fondo del asunto o, al menos, posponer y demorar la sentencia o su ejecución durante un largo periodo de tiempo. Ya se sabe, el tiempo es oro y quien gana tiempo gana dinero.

            Piénsese en procesos penales: el que se sabe culpable intenta retrasar la condena en el tiempo, y el denunciante que sabe de la inocencia del acusado, pretende alargar la “pena de banquillo”. En procesos civiles, el que habita una finca sin título desea posponer y dilatar el momento de devolver la posesión a su legítimo titular. O en contencioso un funcionario disciplinariamente sancionado también puede dilatar años el cumplimiento de la sanción, o una empresa el pago de una liquidación para obtener en el ínterin el importe con que abonarla sin tener que cerrar por falta de liquidez.

            Tuve un caso de un funcionario sancionado disciplinariamente con una suspensión de funciones durante dos años que falleció tras diez años de litigio; y, en ausencia de sentencia firme, y gracias a una astuta abogada maestra del filibusterismo, nunca llegó a cumplir la sanción por el principio de personalidad de la pena.

            La justicia cautelar no siempre es suficiente para evitar el obstruccionismo procesal.

            Y sucede que los jueces no siempre tenemos a nuestro alcance los mecanismos legales para hacer frente a los filibusteros procesales, lo que genera en ocasiones una cierta impotencia, no solo en el poder judicial, sino, sobre todo, en los justiciables.

            Ya decía Séneca que nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía.

            No digo que la lentitud de la justicia se deba en exclusiva al filibusterismo procesal, ni mucho menos. Pero sí hay una parte del retraso en los procesos que obedece a esa técnica, y de la que se habla tan poco que no sale ni en las estadísticas.

            No es este el ámbito ni el momento para analizar cuáles son las clases de filibusterismo procesal, o buscar las formas de atajarlo, ni tampoco soy yo quién para hacerlo. Pero al menos quería ponerle nombre a esa realidad.

            Y al igual que llamamos querulantes a quienes presentan constantes denuncias o demandas por motivos poco justificados o agravios inexistentes, hemos de poner nombre y llamar filibusteros a quienes usan y abusan de los mecanismos procesales para alargar y estirar el proceso con el fin de retrasar al máximo la resolución sobre el fondo del asunto o su ejecución.

            En España casi cualquier profesional de la justicia podría escribir el guión de un relato de filibusterismo procesal a la altura de “Caballero sin espada”. Sería una buena película. Quizá algún día sea yo quien lo escriba, pero por ahora solo me ofrezco para traducir el título. Que os vais a enterar. 

Derecho y cine (III). Una historia de jueces y cine

Derecho y cine (III). Una historia de jueces y cine

Hace algunas entradas de blog, Alfonso Peralta ponía de relieve el problema reputacional y la (deficiente) política de comunicación en la judicatura. Se preguntaba así cuántas películas o series versan sobre los jueces y la potestad jurisdiccional, y lamentaba que no interesaba cinematográficamente la labor de un juez que decide sobre una prisión o que resuelve el conflicto entre las partes.

Esta entrada de blog, a modo de spin-off, retoma la cuestión, pues si bien las películas muestran un retrato aparentemente realista, no deja de ser una obra de ficción que busca entretener, en ocasiones a través de la caricatura o el estereotipo.

La cinematografía europea no se ha ocupado de conceder un papel protagonista a los jueces más allá de algunas contadas excepciones. Fuera de estas, la abundante obra cinematográfica dedicada a la temática judicial no es más –ni menos– que cine «de abogados». El juez queda situado en un papel secundario o anecdótico, con todos sus lugares comunes.

La figura del juez se ha utilizado, en unos casos, como pretexto para contar una historia que nada tiene que ver con su labor diaria. Con marcados fines propagandísticos ocurre con La madre, de Pudovkin (1926), en la que se nos muestra tres jueces –con tres primeros planos–, uno con semblante serio, que representa la rectitud; otro dormido –o con los ojos cerrados–, que representa la justicia; y un tercero que, con aspecto severo representa, contradictoriamente, la piedad. Quizá pura burguesía al servicio de los intereses burgueses, jueces de mediana edad, privilegiados, indolentes que dirigen el juicio sin el menor interés –uno dibujaba un caballo probablemente pensando en el que iba a adquirir, mientras otro, aburrido, buscaba disimuladamente un reloj escondido entre el expediente judicial–. La madre del acusado –por una revuelta derivada de una huelga–, tras conocer la condena a trabajos forzados, exclama: ¿Es esto justicia?

Es también el caso de El rito, de Bergman (1969); o de Z, de Costa-Gavras (1969), en la que el probo juez de instrucción, que ejerce el cargo de manera imparcial y sin sujeción a la ideología de sus afines, solo tiene apenas unos diálogos; también Rojo, de Kieslowski (1994); o El último viaje del juez Feng, de Liu Jie (2006), una road movie por la China rural. Por ir a un extremo, y con mucho menos lirismo y con destape, La mujer del juez, de Lara Polop (1984), en la que este es trasladado a Logroño y su mujer –Norma Duval–, que se aburre mortalmente, inicia una relación con un jovencito.

Las contadas excepciones en que las películas han utilizado la figura del juez como protagonista y, además, en su función, dibujan retratos más o menos realistas. Así, Il magistrato, de Luigi Zampa (1959) y El Juez, de Christian Vincent (2015)[1]. Zampa presenta un juez instructor –más bien, fiscal instructor– personificado por el actor español José Suárez. Llegado a su destino en una ciudad italiana, el juez Morandi alquila una habitación en la casa de la familia Bonelli, cuya suerte se nos relata tras un flashback: Morandi está decepcionado con la profesión, porque hay que tener «valor para juzgar a los demás». Se enfrentará a un caso de homicidio, tema que discurre paralelo al de amoríos y tragedia. Es un juez serio, profesional, que traslada a su vida privada la responsabilidad del cargo, y se nos muestra vulnerable con el reconocimiento de su ardua tarea: «cómo es posible administrar justicia en un mundo tan injusto», «la vida de un juez debe ser… ordenada», «es [esa vida] sobre todo equilibrio». Toda su conducta es íntegra, es juez 24 horas al día. No trata del desarrollo de un juicio o de una investigación, no se conocen las diligencias ni el trabajo particular, pero sí el peso que lleva, la dificultad, el conflicto interior, la lucha por la justicia, la dificultad de los testimonios, lo gravoso de la función.

Otro filme de interés es El Juez, de Christian Vicent (2015), que muestra dos historias que se entrelazan sobre la vida del juez Michel Racine, presidente de un tribunal penal: un juicio por malos tratos y el reencuentro con un amor del pasado, interpretado por Sidse Babett Knudsen –conocida por la serie danesa Borgen–. Se nos ofrece al profesional riguroso, pero también a la persona, sus manías y peculiaridades, algo decadente y severo hasta la burla –lo llaman el «juez de dos cifras», porque nunca condena a menos de 10 años–. Como decía el director de la película en una entrevista, «en casa, todos, salvo su perro, le muestran poco afecto, mientras que en el tribunal se le da el trato de señor presidente». Las escenas del juicio penal frente a un padre por el asesinato de su bebé son verosímiles y se desarrollan sin agotar, manteniendo el interés sobre la decisión final del jurado. El juez severo también demuestra sentimientos, timidez, introversión y cierta torpeza emocional.

En el plano del cine de no ficción o documental se puede destacar, ya comentada en otra entrada de este blog, RGB, de Julie Cohen y Betsy West (2018), sobre la vida de la juez Ginsburg; y la injustamente retirada del catálogo de Amazon Prime Video –en España, porque en el acceso estadounidense se mantiene–, The judge, de Erika Cohn (2017), sobre la primera mujer juez en la historia de Palestina, primera cadí en Oriente Medio, Kholoud Al-Faqih, muy interesante y de obligado visionado.

Por otro lado, el cine americano tampoco se ha ocupado mucho más de la temática judicial, aunque cuando lo ha hecho el juez siempre ha tenido un papel secundario. Las excepciones son retratos singulares, como El juez Priest (1934) y El sol brilla en Kentucky (1953), de John Ford. En la primera se exhibe la función judicial, aunque sometida al relato, muchas veces cómico, otras doméstico, y sin propósito realista. La segunda se centra más en una historia no judicial y en la particularidad de su forma de elección. También encontramos la muy conocida ¿Vencedores o vencidos?, de Stanley Kramer (1961), la pretendidamente simpática Mi querida señor juez, de Ronald Neame (1981), y, la más reciente, El juez, de David Dobkin (2014) en la que Robert Duvall, como padre del abogado protagonista, es un juez sospechoso de haber cometido un crimen, pretexto para mostrar un desarrollo argumental que nada tiene que ver con la función judicial. En un plano secundario son muchas las películas en las que aparecen jueces, configurando así una imagen, que al igual que sucede con el fiscal, crea unos clichés que en su mayor parte no se corresponden con la realidad: Matar a un ruiseñor, Doce hombres sin piedad, Mi primo Vinny, Anatomía de un asesinato, Testigo de cargo, Philadelphia, Veredicto final, Los jueces de la ley, La costilla de Adán, Presunto inocente, Algunos hombres buenos, Senderos de gloria, Kramer contra Kramer, El misterio Von Bulow, Justicia para todos, El proceso Paradine, En el nombre del padre, Acción civil, El joven Lincoln, El sargento negro, La pasión de Juana de Arco, Furia, Sacco y Vanzetti, Proceso a un estudiante acusado de homicidio, el juez y el asesino, La caja de música, La herencia del viento…

El éxito de los contenidos televisivos en forma de seriales tampoco se ha ocupado de esta profesión más que de modo secundario, con honrosas salvedades como en la británica Judge John Deed, de G. F. Newman (2001-2007), en la que bien se muestra el oficio del juez inglés, que se entremezcla con otras historias de mayor o menor interés; y la excelente Hierro, de Pepe y Jorge Coira (2019), serie española en la que la juez (Candela Peña) es la protagonista absoluta, y que muestra los quehaceres, preocupaciones, satisfacciones y conflictos del trabajo, no sin ciertas licencias propias del género y de la ficción. Es una serie bienvenida por acercar al público, aunque sea en parte, la difícil tarea de juzgar y de instruir los delitos, y en la que, no dejando de ser cine-ficción, se pueden reconocer situación cotidianas de los juzgados y de quienes los sirven.

Con un papel menor y también secundario, en la serie española de Netflix sobre la trilogía del Baztan, de Dolores Redondo: El guardián invisible (2017), Legado en los huesos (2019) y Ofrenda a la tormenta (2020), donde el juez (Leonardo Sbaraglia) no tiene mucho desarrollo, limitándose a un irreal papel pasivo y algo críptico.

En las series norteamericanas, también se utiliza la figura del juez como pretexto para mostrar la comedia, como ocurre en Bad Judge, de Anne Heche (2014), donde se presenta la vida de Rebeca, una juez joven, cómicamente irreverente. O la reciente Your Honor, de Peter Moffat (2020-2021), en la que se ofrece un thriller con un juez –el actor Bryan Cranston (Breaking bad)– como protagonista, y de la que podría haber una adaptación española.

De este breve recorrido se puede concluir que la figura del juez no ha sido utilizada con propósito de mostrar la realidad del trabajo diario, sino que se ha utilizado más como imprescindible papel secundario en thrillers o dramas judiciales, donde se han reunido los tópicos habituales. Es difícil hacer comprender la enorme carga de trabajo que asumen los jueces y la dificultad de la decisión constante, profesional, independiente e imparcial. No ha interesado al cine esa función más que como mero complemento de otras profesiones jurídicas, a pesar de la relevancia social que siempre ha tenido. Aunque a veces es mejor dejar las cosas como están.

José Ramón de Blas

Sección Territorial Comunidad Valenciana.


[1] Traducido en España con el título más prosaico (y directo) de El Juez, perdiendo la evocación del armiño a la toga roja de los jueces de la Cour d’Appel con este bordeada.