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Mes: abril 2023

Las escuchas a presos sin resolución judicial

Las escuchas a presos sin resolución judicial

Las escuchas a presos sin resolución judicial es una de las cuestiones polémicas que ha provocado la división de la doctrina penalista. Así, existen dos posicionamientos sobre la posible tensión existente entre el artículo 51.5 de la Ley Orgánica General Penitenciaria[1] y el 18.3 de la Constitución[2]. Esta discrepancia se ha agudizado tras el auto dictado por la Sección Cuarta del Tribunal Constitucional con número 111/2022, de 13 de julio de 2022, compuesta por don Antonio Narváez Rodríguez, presidente; y los magistrados don Ramón Sáez Valcárcel y don Enrique Arnaldo Alcubilla, que inadmitió el recurso de amparo 6640-2021, promovido por el cambadés José Ramón Prado Bugallo, conocido como “Sito Miñanco”.

En su queja, ponía de manifiesto que se había vulnerado su derecho al secreto de las comunicaciones (artículo 18.3 CE), contra el acuerdo del director del centro penitenciario Madrid VII-Estremera, de fecha de 28 de diciembre de 2020, de mantenimiento de la intervención de sus comunicaciones (intervención núm. 22-2021), por un periodo de seis meses desde el 28 de diciembre de 2020 hasta el 28 de junio de 2021.

El acuerdo se basaba en los artículos 51.1 y 5 de la Ley Orgánica general penitenciaria (LOGP) y en los artículos 41.2,, 43.1 y 46.5 del Reglamento penitenciario (RP), y se justificaba en los siguientes motivos: en primer lugar, por el tipo delictivo, por tratarse de delitos de naturaleza grave relacionados con el narcotráfico y blanqueo de capitales que habría cometido mientras formaba parte de una organización criminal en la que desempeñaría un papel relevante; en segundo lugar, por motivos de seguridad y buen orden del establecimiento, al existir la posibilidad de que las comunicaciones con el exterior previstas reglamentariamente con familiares, amigos y otras personas autorizadas pudieran ser utilizadas de forma fraudulenta para fines no previstos legalmente; y en tercer lugar, por razón de la capacidad criminal y la peligrosidad del interno, puesto que dicha información podría perjudicar a la seguridad del establecimiento, trabajadores u otros, así como podría a través de dichas comunicaciones dar instrucciones u órdenes con el fin de realizar acciones delictivas relacionadas con su probada actividad criminal en el exterior.

Así las cosas, el Juzgado Central de Vigilancia Penitenciaria, tras recabar informe del centro penitenciario y dar traslado al Ministerio Fiscal, dictó auto en el que desestimó la queja del recurrente y expresó que el mantenimiento de la medida quedaba amparado en los artículos 51.1 LOGP y 43.1 RP, encontrándose justificado en virtud de las razones expuestas en el acuerdo del centro penitenciario de 28 de diciembre de 2020.

Su recurso fue desestimado por la Sección Primera de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional y contra este auto interpuso el recurrente incidente de nulidad de actuaciones, siendo inadmitido por la propia Sala, hasta que finalmente interpuso recurso de amparo contra el auto de 15 de julio de 2021 y la providencia de 16 de septiembre de la Sección Primera de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional por entender vulnerados sus derechos fundamentales previstos en los artículos 14, 15, 18.3 y 24.2 de la Constitución.

En esta ocasión, el Tribunal Constitucional acordó la inadmisión del recurso de amparo por carecer de especial trascendencia constitucional en base a una doctrina consolidada que no cuestiona la legitimidad constitucional del control judicial a posteriori de la medida de intervención o suspensión de las comunicaciones de presos de acuerdo con el artículo 51.5 LOGP.

Como consecuencia de esto, la Sección justifica la legitimidad de la medida y obliga a la administración penitenciaria a dar cuenta de la misma a la autoridad judicial, lo cual implica una garantía, evitando que el control judicial de la intervención administrativa no dependa de los recursos ejercitados por el interno.

Asimismo, matiza que la puesta en conocimiento a la autoridad judicial competente de la medida de suspensión e intervención ha de ser inmediata y que esto permite reforzar la facultad de revisión ante una restricción de derechos de tal calibre, no bastando una mera comunicación al órgano judicial para entender por satisfecho dicha exigencia, siendo necesario un verdadero control jurisdiccional de la medida a posteriori mediante una resolución judicial reforzada (SSTC 106/2001, FJ6, y 194/2002, FJ6).

La medida prevista en el artículo 51.5 LOGP es de carácter excepcional, sin que la misma se pueda aplicar de manera indiscriminada o por más tiempo del que se considere necesario en función de los objetivos que persigue y ha de estar dirigida a la obtención de los fines que la justifican, siendo, evidentemente, necesario que en la resolución en la que se acuerde la intervención de las comunicaciones por parte del director del centro penitenciario hayan de acreditarse todos estos extremos y dar cuenta a la autoridad judicial competente para que revise la medida.

Argumenta la Sección que, en este caso, el acuerdo del director del centro penitenciario sobre el mantenimiento de la medida de intervención de las comunicaciones fue notificado al recurrente y puesto inmediatamente en conocimiento del Juzgado de Vigilancia Penitenciaria, como exige el artículo 51.5 LOGP, así como fue confirmado en vía judicial y ofrecía una motivación suficiente en los términos exigidos por la citada doctrina constitucional; esto es, se acordó por plazo de seis meses, de forma individualizada, justificando que se adoptaba en base a motivos de seguridad, buen orden del establecimiento, por los tipos delictivos expresamente previstos en la resolución y por la capacidad criminal y peligrosidad del interno.

En consecuencia, la Sección no entendió justificado modificar de criterio ante una doctrina consolidada que era perfectamente aplicable al recurso de amparo presentado por el Sr. Prado Bugallo.  

Sin embargo, frente a dicha resolución se planteó un voto particular por parte del magistrado don Ramón Sáez Valcárcel en el que expresa su discrepancia con la opinión mayoritaria al entender que puede existir una contradicción entre los artículos 18.3 CE y 51.5 LOGP y, en consecuencia, sería apreciable la especial transcendencia constitucional alegada por el recurrente sin que pudiera negarse de facto, la existencia de dichas lesiones.

De esta manera, argumenta el magistrado que el artículo 18.3 CE garantiza “el secreto de las comunicaciones y, en especial, de las postales, telegráficas y telefónicas, salvo resolución judicial”, por lo que únicamente serán legítimas las injerencias en el secreto de las comunicaciones si media una resolución judicial previa. Será un presupuesto necesario la resolución judicial previa para legitimar la intromisión como ocurre en el artículo 579 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal relativo a la detención de la correspondencia privada, postal y telegráfica, incluidos faxes, burofaxes y giros. 

Expuesta la norma general, nuestro legislador reguló unos supuestos en que, de forma excepcional y limitada, será posible acordar la intervención de las comunicaciones por la autoridad administrativa, y es cuando nos hallamos ante casos de urgencia cuando las investigaciones se realicen para la averiguación de delitos relacionados con la actuación de bandas armadas o elementos terroristas y existan razones fundadas que hagan imprescindible la medida [arts. 579.4 y 588 ter d) LECrim]. Solo en estos casos, la ley permite que se pueda autorizar la intromisión por parte del Ministerio del Interior o, en su defecto, el director de Seguridad del Estado, comunicándolo al juez competente de inmediato en plazo de veinticuatro horas para que confirme o revoque tal actuación en setenta y dos horas de forma motivada. Por el contrario, si no concurren las condiciones de urgencia y los tipos delictivos expresados no será posible la autorización administrativa.

Continua el magistrado exponiendo que todo lo anterior parece no ser de aplicación en el ámbito penitenciario, al prescindirse de la exclusividad jurisdiccional como criterio general y adoptándose como norma un criterio excepcional, es decir, la autorización administrativa. El tenor literal del artículo 51.5 LOGP dispone que “las comunicaciones orales y escritas previstas en este artículo podrán ser suspendidas o intervenidas motivadamente por el director del establecimiento, dando cuenta a la autoridad judicial competente”.  De esta manera, la intromisión en el secreto de las comunicaciones se hallará legitimada con un acuerdo del director del centro penitenciario y la sola obligación de dar cuenta a la autoridad judicial competente.

Cuestiona el hecho de permitir una medida de tal alcance sin haber establecido alguna limitación a la medida como la necesidad de esperar a una autorización judicial previa y que baste con la mera exigencia de una dación de cuenta al juez, sin prever siquiera un estricto e inmediato control judicial ex post, puesto que dichos requisitos han sido exigidos por parte de la doctrina constitucional a la vista de no hallarse concretamente previstos en el precepto.

Además, expresa que las contradicciones entre el 18.3 CE y el 51.5 LOGP no desaparecen por el hecho de que el sujeto afectado sea un preso ni porque existan determinadas circunstancias que pudieran aconsejar facultar a la autoridad penitenciaria a adoptar la medida y recuerda que el secreto de las comunicaciones de los presos debe de interpretarse conforme el artículo 25.2 CE, es decir, podrán existir limitaciones de acuerdo a lo dispuesto por el legislador y  estos límites estarán sometidos a sus propios presupuestos de constitucionalidad, así como que no podrá servir la relación recluso-Administración como pretexto de una mayor limitación o restricción de sus derechos fundamentales.

Por último, sostiene que la previa renuncia a la intervención judicial ante la afectación del secreto de las comunicaciones exigirá una justificación sobre su legitimidad, así como de la idoneidad, necesidad y proporcionalidad sin que estime que, en casos como el expuesto, concurran razones de urgencia o circunstancias especiales que aconsejen que la medida sea adoptada por dicha autoridad administrativa.

Una vez expuestos los planteamientos contenidos en la citada resolución, me gustaría expresar mi opinión al respecto.

Con carácter previo, conviene exponer que toda medida de intervención o suspensión ha de ser motivada y proporcionada con la finalidad perseguida y las circunstancias personales y fácticas del interno, obviando aquellos acuerdos que se basen en meras hipótesis o conjeturas, con una motivación genérica o estereotipada o que no individualicen las circunstancias del interno en el caso concreto, debiendo también de excluirse aquellos casos en los que dicha intervención esté dirigida a evitar posibles actividades delictivas cometidas por terceros en el exterior sin mayor concreción.

Dicho lo anterior, considero que el artículo 51.5 LOGP es discutible encaje en nuestro ordenamiento jurídico. Así, ha de cuestionarse quién acuerda la injerencia y las formas en que la misma se efectúa.

Respecto del quién, entiendo que es discutible que una autoridad administrativa, en este caso, el director de un centro penitenciario, pueda acordar una medida que suponga una injerencia de tal calibre en los derechos de un recluso. Ello es debido a que los jueces son los únicos garantes de los derechos de los ciudadanos, por lo que es difícilmente justificable que no sea un juez quien lo deba de acordar desde el primer momento y así evitar eventuales controles posteriores de la medida.

Cierto es que a lo largo de nuestro articulado existen casos de posibles limitaciones de los derechos fundamentales acordados por parte de la autoridad administrativa, si bien, se trata de supuestos excepcionales y limitados a casos de urgencia cuando las investigaciones se realizan para la averiguación de delitos relacionados con la actuación de bandas armadas o elementos terroristas y existan razones fundadas que hagan imprescindible la medida [arts. 579.4 y 588 ter d) LECrim].

Todo parece indicar que la excepción ha dejado de serlo y se ha convertido en norma general. Considero que se ha prescindido del criterio general que se seguía hasta ahora para legitimar intromisiones similares en el secreto de las comunicaciones y se ha elevado la autorización administrativa a una especie de autorización judicial al prescindirse de la exclusividad jurisdiccional como criterio rector habilitante de tales injerencias. Mi opinión sería distinta si la función del director del centro penitenciario se limitara únicamente a proponer dicha medida, pero no a decidir sobre ella, aun existiendo el posterior control judicial.

Es más, no llego a apreciar sustanciales diferencias entre las intervenciones que se pueden acordar a un recluso en un centro penitenciario y la que se pudieran acordar a una persona investigada no privada de libertad y es sospechosa de dedicarse a una actividad ilícita. Considero que por hallarnos en el ámbito penitenciario no tienen por qué desaparecer las garantías constitucionales y podría aplicarse el mismo modus operandi: remisión de un oficio policial, o en su caso, una comunicación por parte del director del centro penitenciario al juez competente para que acordara la medida si lo estima oportuno.  

En cuanto a las formas, según el tenor literal del precepto, basta una dación de cuenta al juez competente para la suspensión o intervención de las comunicaciones orales o escritas de los reclusos. Desaparece la exclusividad jurisdiccional y esta dación de cuenta se configura como un auténtico control judicial, pese a la aparente contradicción entre los términos. Puede decirse de acuerdo con el tenor literal del precepto que sería suficiente una mera comunicación con acuse de recibo para su adopción.

Además, conviene señalar que, cuando se da cuenta al juez, la intervención o suspensión puede haberse ya acordado, y, por tanto, la vulneración estar ya en marcha. De esta forma, podría llegar a existir una relajación o flexibilización en el control judicial.

Igualmente, el precepto no habla de un plazo para la intervención o suspensión. Es evidente que no puede acordarse “sine die” y ha de ser proporcionada al fin que se persigue, pero ante tal indeterminación legal pueden darse situaciones en que la intervención se mantenga durante un plazo semestral con sucesivas prórrogas, cuando de acuerdo con el régimen general de intervención de comunicaciones estas podrán acordarse por un plazo de hasta tres meses, prorrogable por iguales o inferiores períodos hasta un máximo de dieciocho meses (579.2 LECRIM), por lo que resulta razonable pensar que el plazo puede llegar a ser excesivo y desproporcionado.  De lo contrario, se permite la intromisión en el derecho de un preso bajo el argumento de supuestos riesgos.

En definitiva, a mi modo de ver se trata de un precepto incompleto que ha precisado de la jurisprudencia constitucional para suplir su falta de contenido al no existir un adecuado desarrollo legal sobre la cuestión. El régimen aplicable a la intervención y suspensión de las comunicaciones de los reclusos está formado por el artículo 51.5 LOGP y por la doctrina expresada por el Tribunal Constitucional en sus sentencias. Además, como he señalado anteriormente, considero que se trata de un precepto de discutible constitucionalidad en el que nuestro Tribunal Constitucional ha dejado pasar una magnífica ocasión para revisar su jurisprudencia constitucional que ha llegado a interpretar una norma haciendo decir lo que realmente no dice.

Javier Lapeña Azurmendi

Juez


[1] Artículo 51.5 LOGP “Las comunicaciones orales y escritas previstas en este artículo podrán ser suspendidas o intervenidas motivadamente por el director del establecimiento, dando cuenta a la autoridad judicial competente”

[2] Artículo 18.3 CE: “Se garantiza el secreto de las comunicaciones y, en especial, de las postales, telegráficas y telefónicas, salvo resolución judicial”

Huelga

Huelga

En los últimos tiempos empieza a escucharse la posibilidad de que Jueces y Magistrados convoquemos una huelga.

En nuestro caso, una huelga siempre es cuestionable atendida la naturaleza de la función que se ejerce – dado que, en fin, constituye uno de los 3 clásicos poderes del estado – y a esto debe sumarse la coyuntura actual en que nos encontramos, ante un futuro económico incierto.

Imagínense cómo será para que se planteen la huelga unos jueces que no se quejaron cuando acudieron a sucesivas y estériles reuniones, cuando les convocaron y desconvocaron con igual rapidez a comisiones de revisión salarial, o cuando asumen los incrementos laborales sin contraprestación económica.

Quizás no es tanto el dinero como el reconocimiento que merece un poder del estado que, a diferencia de los otros dos, carece de autonomía presupuestaria.

Hagamos un breve repaso para mejor comprensión del contexto.

La Ley Orgánica del Poder Judicial – disculpen los tecnicismos pero somos jueces, lo nuestro es la Ley, y más esta – ya explicaba en los artículos 402 y siguientes que uno de los aspectos esenciales de la independencia de Jueces y Magistrados es la retribución, acorde a la dignidad, a la responsabilidad y sin olvidar un régimen de incompatibilidades que nos impide acudir a innumerables fuentes de ingresos.

Siendo un elemento configurador de la independencia económica, por su trascendencia, a la altura de la función de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, entendió el legislador que requería un tratamiento autónomo a través de una Ley específica, la 15/2003.

Evidentemente, en una sociedad en constante evolución, y con una inflación como la actual, es sencillo comprender que fijar en una norma un salario determinado implica, a la larga, tanto como bajarlo. La pérdida paulatina de poder adquisitivo está garantizada. Por eso, el hábil legislador supo introducir una Disposición Adicional, la Primera, en que preveía un régimen de actualización:

  • Por un lado, incrementos previstos en los Presupuestos Generales del Estado.
  • Por otro, una comisión que se reuniría cada 5 años para elevar propuestas de revisión salarial al Gobierno.

Esas adecuaciones salariales no se han producido, más allá de subidas mínimas que no palian el elevado incremento del IPC ni las bajadas salariales producidas hace años.

La consecuencia es que, en el año 2003, el salario de un Juez alcanzaba 7 veces el salario mínimo interprofesional, hoy 3, si alcanza. Si, el SMI ha subido. El Juez, en cambio, parece que no lo necesita.

En este punto es relativamente sencillo introducir argumentos demagógicos o señalar que, lógicamente, todo el mundo quiere ganar más. Lo cierto es que tal y como reconoce la Sentencia de la Gran Sala del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 27 de febrero de 2018 en el asunto C 64/16 el salario es garantía tangible de independencia del Juez y Magistrado lo que, consecuentemente, consolida la protección al ciudadano.

No es, entonces, una cuestión exclusivamente económica si no de reconocimiento a la relevancia y dignidad de un poder del Estado desatendido.

Lo decía al comienzo: la Ley se promulgó en 2003 y, desde entonces hemos visto subidas salariales que no alcanzan a compensar la bajada que hubo hace algo más de 10 años. Esto habría motivado huelgas en cualquier cuerpo de trabajadores pero los jueces hicieron concentraciones para mejorar la justicia, en que se solicitaban medios para una Administración de Justicia sobrecargada.

¿Y por qué ahora nos encontramos con un 70% de seguimiento a la huelga? ¿Por qué vemos ahora este ánimo?

Pues teniendo en cuenta que muchos dudamos que la huelga sea un derecho que deba ostentar un poder del Estado, juzguen ustedes: durante años se ha venido preparando aquella comisión con multitud de trabajos por parte de las Asociaciones, habiendo sido convocados en el año 2022 en varias ocasiones para continuar con esa preparación con el Ministerio de Justicia para convocar la comisión en septiembre y desconvocarla en octubre so pretexto de una falta de fondos en las arcas del Estado.

Ahí nadie vio que los jueces hablasen de huelgas o medidas de presión si no, como siempre, con buena fe y la mayor lealtad institucional, de un mal momento económico y vuelta a un trabajo sobrecargado. Lo ha visto en el momento en que se advirtió que, previa huelga y presión, si se concedían pretensiones.

Y entonces se observa que el Estado tiene fondos – que dedica, con toda legitimidad, a lo que considere a través de los presupuestos – pero cabe preguntarse si tan poco importa esa lealtad institucional, responsabilidad y buena fe. Podría parecer, para un observador poco experimentado, que nuestros gobernantes calman las aguas electorales.

No resultan alarmantes nuestras reivindicaciones, no permitimos que se cause mal alguno al ciudadano (toda movilización o huelga se ha realizado compensando el trabajo en los restantes días), ni perjudicar derechos de ninguna persona (los Autos y Sentencias se han sacado igualmente), de modo que toda crítica ha sido en términos de aquella buena fe y lealtad institucional, señalando el descontento ante el incumplimiento reiterado frente a reclamaciones legítimas.

Claro, la legitimidad brilla por su ausencia cuando las retribuciones variables de la carrera judicial no alcanzan ni el 5% que impone la Ley como mínimo.

Frente a estos argumentos, demasiadas veces, se nos ha dado toda la razón y se nos ha explicado que no había dinero o, más últimamente, se nos ha definido como privilegiados. Olvidan entonces que lo que se consideran privilegios son garantías. Garantías para proteger a los ciudadanos.

En fin, se pregunta a quienes mayoritariamente no creen tener derecho de huelga cómo es posible que tenga tan amplia aceptación. Se pregunta a quienes jamás han buscado perjudicar derechos de un ciudadano, y que han trabajado y trabajan fines de semana y festivos ante la falta de medios porque creen en su función y en la trascendencia de sus pronunciamientos. Se pregunta a quienes garantizan, más allá de su salud laboral – la inmensa mayoría de los jueces trabajan muy por encima del 150% – los derechos de los ciudadanos.

Pues porque es justo, que es lo que nos mueve.

La pena de muerte en el primer Código Penal de la Historia de España ( I )

La pena de muerte en el primer Código Penal de la Historia de España ( I )

Código Penal de 1822. Sistemática legal de la Pena de Muerte en el Trienio Liberal.

El Código Penal de 1822 es la primera ley criminal codificada de nuestro país. Producto del contexto histórico enmarcado en el Trienio Liberal (1820-1823). Es un interesante intento de implementación de una sistemática penal de corte liberal, que sin embargo muestra en su texto ciertas contradicciones propias de una norma a caballo entre el absolutismo y un liberalismo no nato, que determinó, en definitiva, la derogación de la norma en 1823, de la mano de la restauración del modelo absolutista en la persona del propio Rey Fernando VII, quien había abrazado ladinamente la causa constitucional “marchemos todos juntos y yo el primero por la senda constitucional”– tan pronto se produjo el levantamiento de Riego, para ser definitivamente el del monarca, el espadón que cercenó aquella expectativa.

Sobre la base de una edición facsímil del texto original, vamos a realizar un análisis sin pretensiones de exhaustividad de los preceptos de la ley que regulaban la pena de muerte. Por este motivo, y al tratarse de una transcripción manual realizada desde la obra original, deben excusarse los giros y formas gramaticales, particularmente reglas de acentuación, que hoy serían consideradas como faltas de ortografía.

La norma se compone de 816 preceptos, divididos en un título preliminar (De los delitos y las penas), seguido de una parte primera (Delitos contra la sociedad) y finalmente una parte segunda (Delitos contra los particulares).

En esta primera aproximación al texto, vamos a recoger exclusivamente aquellos artículos que regulan sistemáticamente la condena a muerte, para, en una entrada posterior, recoger la larga lista de conductas que ameritaban la última pena.

LA PENA DEMUERTE EN EL CÓDIGO DE 1822. REGULACIÓN SISTEMÁTICA.

“Artículo 28. A ningún delito, ni por ninguna circunstancias, excepto en los casos reservados á los fueros eclesiástico y militar, se aplicarán en España otras penas que las siguientes. Penas Corporales. Primera, La de muerte (…)”

Quiere esto decir que el Código Penal, imbuido del espíritu liberal que contextualiza su aprobación, no concebía otras penas que las incluidas en la relación del propio texto, con las solas exclusiones de las correspondientes a los fueros especiales eclesiástico y militar, sin distinción de clases.

Siendo así, el artículo 30 es el siguiente de cuantos refieren la pena capital, señalando que ninguna otra pena lleva consigo la infamia, sino únicamente la de trabajos forzados y la de muerte por traición. (…)”. La descripción de la infamia está contenida en el artículo 74, disponiéndose que(…) perderá hasta obtener la rehabilitación, todos los derechos de ciudadano; no podrá ser acusador sino en causa propia, ni testigo, ni perito ni albacea, ni tutor ni curador sino de sus hijos ó descendientes en linea recta, ni árbitro, ni ejercer el cargo de hombre bueno, ni servir en el ejército ni armada, ni en la milicia nacional, ni tener empleo, comisión, oficio ni cargo público alguno”.

A partir de este punto, el primer Código de la historia de España se prodiga en la descripción del proceso fatal de la pena de muerte.

“Artículo 31. Al condenado á muerte se le notificará su última sentencia cuarenta y ocho horas antes de la de su ejecución. Si en un caso extraordinario necesitare el reo por sus circunstancias, ó por el cargo que hubiere obtenido, algún mas tiempo para dar cuentas ó arreglar sus negocios domésticos, y hubiere grave perjuicio en que no lo haga, le concederá el juez el tiempo que considere preciso con tal que no pase de nueve días, contados desde la notificación de la sentencia, ni se de lugar a abusos”.

“Art. 32. Desde la notificación de la sentencia hasta la ejecución se tratará al reo con la mayor consmiseracion y blandura; se le proporcionarán todos los auxilios y consuelos esprirituales y corporales que apetezca, sin irregularidad ni demasía; y se le permitirá ver y hablar las veces  y el tiempo que quiera á su mujer, hijos, parientes ó amigos, arreglar sus negocios, hacer testamento, y disponer libremente de sus ropas y efectos con arreglo á las leyes, sin perjuicio de las responsabilidades pecuniarias á que estén sujetos; pero entendiéndose todo esto de manera que no se dejen de tomar todas las medidas y precauciones oportunas para la seguridad y vigilancia de su persona.”

El código contempla una suerte de ejecución en efigie para el caso del reo de muerte que falleciera antes de poder iniciarse el procedimiento previsto para el ajusticiamiento, pero una vez notificada la Sentencia. “Art. 33. Si en el intermedio de la notificación á la ejecución muriere el reo, natural o violentamente, será conducido su cadáver al lugar del suplicio con las mismas ropas que hubiera llevado vivo, y en un féretro descubierto, el cual será puesto al público sobre el cadalso por el ejecutor de la justicia al pie del sitio de la ejecución ; observándose respectivamente lo dispuesto en los artículos 42, 45 y 46.”

Éstos últimos preceptos, como veremos más adelante, tienen por objeto la regulación de los requisitos de publicidad  de la identidad del criminal y de las circunstancias en las que hubiere cometido el delito.

Como una puntualización de la regla anterior, se establece lo siguiente en el “Art. 34. Si muriere el reo después de dada la sentencia última, y antes de habersele notificado, no se ejecutará esta en el cadáver de modo alguno”.

A continuación, el legislador establece de forma ordenada todo un listado de supuestos que permitirían, o en si caso dispondrán de forma indefectible, la suspensión de la ejecución de la pena.

“Art. 35. Aun después de la notificación de la sentencia última, se suspenderá su ejecución en cualquiera de los casos siguientes.

Primero. Si se presentare ó recibiere carta real de indulto particular concedido por el Rey, conforme al capítulo 10 de este título, ú orden real para la suspensión en el caso del artículo 166 de dicho capítulo”.

El meritado capítulo regula el indulto como una prerrogativa real, en la que cabe distinguir el indulto particular del general, exceptuando de la facultad de indulto de los reos, determinados delitos, como la “traición contra la seguridad interior o exterior del Estado (…) delitos contra la constitución (…) cualquier atentado contra la figura sagrada e inviolable del Rey (…)” etc… El artículo 161 exceptúa de la prerrogativa de gracia la reincidencia. Llama la atención como el artículo 162 también determina que no se concederá la gracia particular en los casos en los que se hubiere cometido un delito contra particulares “sin que procediera el perdón del agraviado o de sus herederos. Tampoco lo tendrá en las causas por acusación sin que intervenga el perdón del acusador o su desistimiento”. En todo caso, y volviendo sobre la suspensión de la ejecución de la pena de muerte, el artículo 166 contempla la posibilidad de que se emita una orden real para dicha paralización, en tanto se produce el informe preceptivo de Consejo de Estado.

“Segundo. Si por la retractación legal de algún testigo de los que hubieren declarado contra el reo, o por nuevas pruebas halladas, o por algún descubrimiento hecho después de la sentencia resultare motivo fundado, a juicio y bajo la responsabilidad de los jueces de derecho, para dudar de la certeza del delito, o de la certeza de la gravedad que se le hubiere dado en el juicio, ó de que la persona juzgada sea la delincuente. En este caso será restituido el reo a su anterior prisión, y se volverá á instruir y ver la causa con arreglo al código de procedimientos.”

“Art. 36. Si el reo después de la sentencia capital que cause ejecutoria confesase ó descubiere otro delito, ó resultare autor ó cómplice de otro diferente, no por eso se suspenderá la notificación y ejecución de la sentencia; excepto cuando á juicio y bajo la responsabilidad de los jueces de derecho sea tal el nuevo delito, que el bien del Estado se interese particularemente en su averiguación y castigo, y que no puedan con probabilidad conseguirse estos objetos, sino existiendo algun tiempo mas el sentenciado”.

“Art. 37. Desde la notificación de la sentencia se anunciara al público por carteles el día, hora y sitio de la ejecución, con el nombre, domicilio y delito del reo.”

“Art. 38. El reo condenado á muerte sufrira en todos los casos la de garrote, sin tortura ni otra mortificación previa de la persona sino en los términos prescritos en este capítulo.”

Obsérvese como este oscuro instrumento de origen medieval, asociado en la mentalidad colectiva a la muerte con sufrimiento, se incorpora en el primer Código Penal, y en un contexto político claramente liberal, como único e igualitario método de ejecución. Un año después, con la restauración absolutista de la mano del mismo Fernando VII en cuyo nombre se aprobó el texto de 1822 se volvería a instaurar la variedad metodológica propia del antiguo régimen, para, definitivamente, en 1833, ser restablecido el garrote como único método de ejecución. Y es que el 27 de abril de 1832, con ocasión de la onomástica de la Reina María Cristina, el mismo Fernando VII dispondría «Deseando conciliar el último e inevitable rigor de la justicia con la humanidad y la decencia en la ejecución de la pena capital», Fernando VII firmaba tal día como hoy de 1832 la abolición en España de la pena de muerte en la horca «mandando que en adelante se ejecute en garrote ordinario la que se imponga a personas del estado llano; en garrote vil la que castigue los delitos infamantes sin distinción de clase, y que subsista el garrote noble para los que correspondan a la de hijos-dalgo»

“Art. 39. La ejecución será siempre pública, entre once y doce de la mañana; y no podrá verificarse nunca en domingo ni día feriado, ni en fiesta nacional, ni en el día de regocijo de todo el pueblo. La pena se ejecutara sobre un cadalso de madera ó de mampostería, `pintado de negro, sin adorno ni colgadura alguna en ningún caso, y colocado fuera de la población pero en sitio inmediato a ella, y proporcionado para muchos espectadores”. La publicidad de la ejecución se mantiene en España hasta 1893, cuando es ejecutada en Murcia, la envenenadora Josefa Gómez, La Perla.

“Art.40. El reo será conducido desde la cárcel al suplicio con túnica y gorro negros, atadas las manos, y en una mula, llevada del diestro por el ejecutor de la justicia, siempre que no haya incurrido en pena de infamia. Si se le hubiera impuesto esa pena con la de muerte, llevará descubierta la cabeza, y será conducido en un jumento en los términos espresados. Sin embargo el condenado á muerte por traidor llevará atadas las manos á la espalda, descubierta y sin pelo la cabeza, y una soga de esparto al cuello. El asesino llevará la túnica blanca con soga de esparto al cuello. El parricida llevará igual túnica que el asesino, descubierta y sin cabello la cabeza, atadas las manos á la espalda, y con una cadena de hierro al cuello, llevando las manos á la espalda, y con una cadena de hierro al cuello, llevando un estremo de esta el ejecutor de la justicia , que deberá preceder cabalgando en una mula. Los reos sacerdotes que no hubieren ido previamente degradados llevaran siempre cubierta la corona con un gorro negro.”

Es interesante en este sentido recomendar al lector la descripción que de la ejecución en la horca del Coronel Riego realiza Pérez Galdós en uno de sus Episodios Nacionales, El Terror de 1824, enmarcado ya en el restablecimiento del modelo propio del antiguo régimen, tras la entrada en España de los 100.000 hijos de San Luis, que, por demás, supuso la derogación del Código Penal de 1822, y sus garantías.  “La grosería patibularia y el refinamiento en las fórmulas de degradación empleadas por los unos, parece que guardaban repugnante armonía con la abjuración del otro. Sacáronle de la cárcel por el callejón del Verdugo, y condujéronle por la calle de la Concepción Jerónima, que era la carrera oficial. Como si montarle en borrico hubiera sido signo de nobleza, llevábanle en un serón que arrastraba el mismo animal. 

Los hermanos de la Paz y Caridad le sostuvieron durante todo el tránsito para que con la sacudida no padeciese; pero él, cubierta la cabeza con su gorrete negro, lloraba como un niño, sin dejar de besar a cada instante la estampa que sostenía entre sus atadas manos. Un gentío alborotador cubría la carrera. 

La plaza era un amasijo de carne humana. ¿Participaremos de esta vil curiosidad, atendiendo prolijamente a los accidentes todos de tan repugnante cuadro? De ninguna manera. ¡Un hombre que sube a gatas la escalera del patíbulo, besando uno a uno todos los escalones, un verdugo que le suspende y se arroja con él, dándole un bofetón después que ha expirado, una ruin canalla que al verle en el aire grita: «Viva el Rey absoluto»…! ¿acaso esto merece ser mencionado? ¿Qué interés ni qué enseñanza ni qué ejemplo ofrecen estas muestras de la perversidad humana?”

“Art. 42. Al salir el reo de la cárcel, al llegar al cadalso, y cada doscientos a trescientos pasos en el camino, publicará en alta voz el pregonero público el nombre del delincuente, el delito por el que se le hubiere condenado, y la pena que se le hubiere impuesto”.

“Art. 43. Así en las calles del tránsito como en el sitio de la ejecución debe reinar el mayor orden; pena de ser arrestado en el acto cualquiera que lo turbares, pudiendo además ser corregido sumariamente, según el exceso, con dos á quince días de cárcel, ó con una multa de uno á ocho duros, Los que levantaren grito ó dieren voz, o hicieren alguna tentativa para impedir la ejecución  de la justicia, serán castigados como sediciosos, y esta disposición se publicarña siempre en los pregones”.

“Art. 44. Al reo no le será permitido hacer arenga ni decir cosa alguna al público ni á persona determinada, sino orar con los ministros de la religión que le acompañen”.

“Art. 45. Sobre el sitio en que hay de sufrir la muerte, y en el sitio más visible, se pondrá otro cartel que anuncie con letras grandes lo mismo que el pregon”.

“Art. 46. Ejecutada la sentencia, quedará el cadáver espuesto al público en el mismo sitio hasta puesto el sol. Después será entregado á sus parientes ó amigos, si lo pidieren, y si no, será sepultado por disposición de las autoridades, o podrá ser entregado para alguna operación anatómica que convenga. Esceptuanse de la entrega de los cadáveres de los condenados por traición ó parricidio, a los cuales se dará sepultura eclesiástica en el campo y sitio retirado, fuera de los cementerios públicos, sin permitirse poner señal alguna que denote el sitio de su sepultura”.

Naturalmente, la exhibición del cadáver pretendía fomentar de este modo la lucha contra la criminalidad, de modo que el cuerpo del ajusticiado aparecía así plenamente visible. Nada que ver con la forma mucho más aséptica de tratar el cuerpo del reo ya sometido, que se describe en una ejecución no pública, en los años veinte del siglo XX, en la obra de Ramón J. Sénder, El Verdugo Afable.  De tal manera, describiendo la ejecución del los asesinos del Crimen del Expreso de Andalucía, y particularmente, del impasse entre la ejecución del primero de ellos, Sevilla, y del segundo, Piqueras, recoge este detalle “El sacerdote y cuatro o cinco personas más entraron otra vez en la capilla y poco después salían llevando e el centro a Piqueras, hombre fornido, de aspecto grave y naturalmente solemne. Su perfil recordaba las medallas romanas. En el momento en que salía, el verdugo extendía sobre el reo anterior, cubriendo el poste por completo, una sábana. Quedo formado sobre la arena un cono inmaculado de la altura de un hombre. En la punta del cono alguien colgó un pequeño rosario cuya cruz de níquel brillaba bajo la luz (…)”.

OTROS PRECEPTOS

Desde este punto, la regulación de la pena de muerte se encuentra dispersa en todo el texto del código penal.

Los artículos 62 y 63 contemplan una pena especial. La de contemplar la ejecución de aquel que hubiera cometido un delito del que apareciera como cómplice o de cualquier otra forma partícipe. 

Art. 62. El reo condenado á ver ejecutar la sentencia de muerte impuesta a otro, será conducido con el reo principal, en pos de él y en igual cabalgadura; pero con sus propias vestiduras, descubierta la cabeza y atadas las manos. Llevara también en el peco y espalda un cartel que anuncie su delito de cómplice, auxiliador, encubridor etc., y será comprendido en los pregones, permaneciendo al pie del cadalso ó tablado mientras se ejecuta la pena principal”

“Art. 63. Si en el acto de sufrir o ser conducido para que sufra la pena de presenciar la ejecución en otro, cometiere el reo algún acto de irreverencia o desacato, será puesto en un calabozo con prisiones inmediatamente que vuelva á la cárcel, y permanecerá en el a pan y agua solamente por espacio de uno a ocho días, según el exceso. Antes de salir” de la cárcel para sufrir la pena se le advertirá de esa disposición. Si el exceso en publico consistiere en blasfemias, obscenidades, insultos a la autoridad ó á los espectadores, y no se contuviera el reo a la primera advertencia, se le pondrá en el acto una mordaza por el ejecutor de la justicia”.

El legislador proscribe la pena capital para los menores de diecisiete años, señalando la sustitución de la misma por la de prisión por quince años.

“Art. 64. En ningún caso se podrá imponer pena de muerte (…) al que cuando cometió el delito fuere menor de diez y siete años cumplidos (…)”.

“Art. 65. El menor de diez y siete años, en el caso de incurrir con discernimiento y malicia en delito de pena capital (…) sufrirá la de quince años de prisión.”

El artículo 68 dispone que “(…) la sentencia de muerte que cause ejecutoria, no se le notificará ni se ejecutará nunca hasta que se verifique el parto y pase la cuarentena.”

El Capítulo V del título I regula la Reincidencia y del aumento de Penas en esos Delitos.

Concretamente el artículo 119 señala que la reincidencia en un delito castigado por la ley con Trabajos Perpetuos, será castigado con pena de muerte. En este mismo sentido es interesante recordar que, tal y como ya se señaló anteriormente, el reincidente no podría obtener el derecho de gracia por el Rey.

Hasta aquí la regulación sistemática de la pena de muerte en el primer Codigo Penal español. Un texto producto de su tiempo, y que muestra las contradicciones propias de la situación política de un Estado en el que el promotor teórico de la acción del Gobierno, el Monarca, es también el principal impulsor del cambio que se habría de producir sólo un año después.

En próximas entradas recogeremos de forma ordenada la larga lista de conductas castigadas con la pena capital.

Manuel Eiriz García

Magistrado.