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Mes: noviembre 2023

¿Son realmente sólidas las instituciones españolas?

¿Son realmente sólidas las instituciones españolas?

Lo que pudo ser y jamás será:

Análisis de la proposición de ley del grupo parlamentario Ciudadanos, para la reforma del procedimiento de designación de los miembros de los órganos constitucionales y de relevancia constitucional.

Aunque una visión simplificada e intelectualmente poco comprometida de la acción democrática como sistema político invite a reducirla a un mero mecanismo formal de uso periódico, la realidad es que el de democracia es sin duda un concepto jurídico vago y de contornos imprecisos, como prueba el hecho de que a lo largo de la historia reciente estados que responden a modelos heterogéneos, e incluso adversantes, de organización, se han reivindicado abiertamente como democráticos. Sin necesidad de ahondar en un debate conceptual más propio de la filosofía política, es, en todo caso, posible convenir que el solo requisito de la celebración regular de elecciones no puede ser suficiente para colmar su significado profundo.

No cabe duda de que, de acuerdo a una concepción liberal del modelo democrático, el sometimiento de la gestión y los programas políticos, al criterio superior de la ciudadanía deviene en condición dirimente. Sin embargo, la historia y la práctica política de todos los tiempos, nos demuestran que ni la democracia prende en una tierra que no haya sido trabajada de forma persistente durante generaciones, ni el árbol dará frutos de calidad si no se le profesan los cuidados adecuados.

Así, el empeño de implantar, cuando no de imponer regímenes democráticos en países o territorios que no se encuentran en la fase adecuada de su evolución política, trae consigo, en no pocas ocasiones, inestabilidad y violencia. De nada sirve una democracia nominal, en sociedades cuyos ciudadanos no tienen asegurada la supervivencia, la salud, o la formación adecuada. La democracia como sistema político, se funda más en el reconocimiento del adversario, que en la legitimación del poder propio. Por eso solo cuando puede asegurarse que el contendiente que cae derrotado renuncia a la violencia o la insurrección para impugnar la fuente del poder del otro, podemos decir que el terreno es aceptablemente fecundo. 

Y es que una de las características más verdaderamente relevantes de una democracia, es precisamente su fragilidad. Una fragilidad que no nace de la debilidad política del Estado en sus relaciones internacionales, o de la fortaleza de sus vecinos, si no del hecho de que la única garantía de su perpetuación sea el compromiso sincero de los principales agentes políticos con los valores que le sirven de fundamento. En épocas de exaltación del sentimiento democrático, como sucede en periodos constituyentes, ese compromiso es fuerte. Sin embargo, la propia vulgaridad del desenvolvimiento ulterior de la organización social, y la natural tendencia a la estabulación partidista y al relativismo de sus clases dirigentes, invita a relajar la intensidad de ese pacto no escrito.

El Valor de las instituciones como garantes del sistema democrático. El caso español.

Ningún estado fuerte a lo largo de la historia, se ha construido solo sobre la base del poder personal de un sujeto o casta. Antes bien, la solidez de los proyectos políticos requiere de un entramado institucional robusto. Si, además, el modelo de organización social responde a los parámetros de la democracia liberal, la fortaleza de esas instituciones se convierte en la única garantía de respeto a los valores y principios que le sirven de fundamento. De lo contrario, minimizado el sistema a los límites de la Ley Electoral, los ciudadanos permanecerán indefensos ante la acumulación de poder determinada legítimamente por unos comicios. Allí donde se erosiona la institucionalidad, prevalecen el abuso y la discordia. Donde se las coloca como clave de bóveda del sistema, manteniéndolas a resguardo de la tensión partidista, actúan como mecanismo preventivo, cuando no de remedio eficaz para las patologías sistémicas que naturalmente van dando razón de su sintomatología.

Cabe plantearse en qué consiste el fortalecimiento de las instituciones. Algunos, desde una perspectiva que consagra como agente casi único del sistema democrático a los partidos políticos, consideran que el organismo cuya composición subjetiva refleje de forma mimética la fragmentación parlamentaria, está trasladando perfectamente y de manera directa el principio democrático. La buena salud de las instituciones depende entonces, exclusivamente, de que las mismas se conviertan en asambleas paraparlamentarias que reproduzcan indefinidamente los debates políticos partidistas, con abstracción absoluta de su función constitucional o estatutaria. Esta concepción lleva la noción de democracia de partidos al paroxismo, y supone, en definitiva, que los mecanismos de control del poder deben ser entregados a las formaciones políticas de forma global y acrítica. Los contrapoderes en manos exclusivas de los agentes de poder que deben ser contrarrestados por ellos. No hace falta señalar que este es precisamente el modelo de gestión institucional que ha prevalecido de forma casi total en nuestro país. Se crea una institución, quizás se respetan sus funciones y composición durante un periodo breve de tiempo, para definitivamente colonizarla y hacerla rehén de las luchas partidistas, de modo que para cuando esa institución debe cumplir la función que tiene asignada, la apariencia de independencia se encuentra lastrada por la adscripción ideológica de quienes ostentan las responsabilidades que le son propias. Esa dicotomía conservadores/progresistas que con tanto empeño refutan, no solo personas que ocupan las más altas dignidades institucionales de acuerdo a sus méritos profesionales, si no, cínicamente, aquellos que no tienen otro punto en su cursus honorum, que la lealtad a unas siglas. 

Siendo ésta una publicación nacida del asociacionismo judicial, resulta ocioso exponer una vez más lo que supone para el crédito de la carrera judicial, el mecanismo de designación de los vocales del GGPJ. Un sistema que no solo no resiste un juicio crítico mínimamente riguroso después de 38 años, sino que ni tan siquiera puede lucir la vitola de su funcionalidad, toda vez que no es capaz de garantizar la renovación de sus miembros, habiendo quedado en consecuencia el poder judicial en estado catatónico.

Otras instituciones como el Tribunal Constitucional han sido también tradicionalmente un campo de batalla partidista. Aunque hoy ya se ha asumido resignadamente, hace unos meses causó enorme revuelo que un alto cargo, y un ministro del gobierno de la nación, que había quedado en ejercicio de sus funciones como diputado después de abandonar el ejecutivo, fueran designados como magistrados de la corte de garantías. Sin embargo, esto que indudablemente constituye un salto cuantitativo en el desprecio a la apariencia de independencia, no lo es desde el punto de vista cualitativo. El sistema se sobresaltó con su designación, pero no se resquebrajó porque sencillamente la puerta a ese tipo de nombramientos tan aparentemente inadecuados, ya se había abierto hace años, y por ella han pasado los dos principales partidos.

La designación del defensor del Pueblo es otro ejemplo de libro de falta de compromiso con la independencia y autonomía de las instituciones. Desde la aprobación de la ley Orgánica, han sido verdaderas rara avis, los ombudsman y sus adjuntos que presentaban una hoja de servicios construida al margen de las lealtades partidistas.  Y ello pese a que el legislador quiso mantener esa institución intencionadamente al margen de las tensiones políticas, estableciendo una incompatibilidad absoluta con la afiliación a partidos políticos. ¿Solución? El candidato propuesto se da de baja de la formación de sus lealtades justo antes de tomar posesión.

La Proposición de Ley para la Reforma del procedimiento de Designación de los miembros de los órganos constitucionales y de relevancia constitucional presentada por el Grupo Parlamentario de Ciudadanos.

Publicada en el Boletín Oficial de las Cortes Generales del día 17 de diciembre de 2021, esta proposición de ley no aparece, desde luego, como una iniciativa parlamentaria de actualidad. Tampoco fue en ningún momento un proyecto realista. El Grupo Parlamentario de Ciudadanos contaba en aquel entonces solo con 10 diputados,  y la composición de la cámara no daba valor estratégico a tan exigua representación. A decir verdad, apenas mereció la atención de la prensa. Hoy, el grupo parlamentario que presentó y defendió esta proposición de ley ha quedado disuelto, y la formación política representada por él, ni tan siquiera ha concurrido a las elecciones generales del mes de julio. Quizás por ello, y porque la ocasión la pintan calva en tiempos de tribulaciones, he considerado que era un buen momento para recordar esta iniciativa que, ya fuera por convicción regeneradora, o por oportunismo político, ha constituido la única verdadera tentativa de reforzar la apariencia de independencia del entramado institucional español, tratando de reintegrarlo en la confianza de la ciudadanía.

El textoo estaba compuesto de cinco artículos -se propone respectivamente la reforma de las leyes orgánicas del Tribunal Constitucional, del Defensor del Pueblo, del Poder Judicial, del Tribunal de Cuentas y el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal-, una Disposición Adicional , una Disposición Derogatoria y una Disposición Final, siendo los aspectos más innovadores los relativos a la instauración de procedimientos novedosos, más transparentes y garantistas, para la designación de los titulares de los órganos constitucionales o de relevancia constitucional. Destaca también la fijación de abultados periodos de vacatio entre el abandono de una hipotética actividad política en cualquiera de sus manifestaciones, y la mera elegibilidad para ocupar puestos de responsabilidad en órganos constitucionales y de relevancia constitucional.

Sin ánimo de exhaustividad, vamos a hacer referencia, por pura proximidad profesional, a las reformas previstas en relación a la designación de los magistrados del Tribunal Constitucional y vocales del Consejo General del Poder Judicial.

Reforma de la LOTC

Se propone añadir un artículo nuevo al Capítulo I del Título I:

1. De los doce magistrados que conforman el Tribunal Constitucional, ocho serán elegidos por las Cortes Generales, a razón de cuatro por el Congreso de los Diputados y cuatro por el Senado, por mayoría de tres quintos, tal y como determina el artículo 159 de la Constitución. El proceso para realizar la propuesta de los magistrados que serán propuestos por el Congreso y el Senado para su nombramiento por el Rey será el previsto en este artículo.

 2. Los cuatro miembros restantes serán nombrados por el Rey a propuesta del Gobierno de España y del Consejo General del Poder Judicial, en los términos previstos en el artículo 159 de la Constitución.

 3. La propuesta por parte del Congreso para ser nombrado magistrado del Tribunal Constitucional se realizará entre los aspirantes que sean preseleccionados por un Comité Evaluador de entre los ciudadanos que presenten su solicitud en un procedimiento de selección competitiva abierto. 4. La Mesa del Congreso de los Diputados publicará la convocatoria del procedimiento de selección competitiva para la elección de los magistrados del Tribunal Constitucional tres meses antes de la expiración del mandato natural de los magistrados designados por el Congreso. La convocatoria figurará en la página web del Congreso de los Diputados durante todo el tiempo que dure el proceso. Asimismo, deberá informarse sobre la convocatoria mediante campañas insertas en el transcurso de la programación ordinaria de la radio y televisión de titularidad estatal. Los aspirantes contarán con un plazo de veinte días naturales para inscribirse al proceso de selección competitiva abierto a través del procedimiento que determine el Congreso de los Diputados.

4. Para cada convocatoria se creará un Comité Evaluador cuyos miembros serán designados en una sesión de la Comisión Constitucional. El Comité Evaluador estará constituido por Magistrados y Fiscales, Profesores de Universidad, funcionarios públicos y Abogados, todos ellos juristas de reconocida competencia con más de quince años de ejercicio profesional. Los miembros del Comité Evaluador no podrán incurrir en ninguna de las causas de inelegibilidad previstas para ser nombrado magistrado del Tribunal Constitucional.

 5. En el plazo de los treinta días naturales siguientes a la publicación de la lista definitiva de solicitudes admitidas, el Comité Evaluador emitirá el informe de evaluación de la idoneidad de los solicitantes, junto con una relación de los mismos en función de la puntuación obtenida. La valoración se realizará a partir de un catálogo que enumerará una serie de méritos, competencias, aptitudes y otras circunstancias que puedan manifestar la idoneidad del solicitante, cuyo baremo será determinado por el Comité Evaluador.

6. Teniendo en cuenta los resultados de los informes de evaluación de idoneidad, el Comité Evaluador realizará un proceso de preselección de ocho candidatos. Los candidatos deberán comparecer ante la Comisión Constitucional.

7. El Pleno del Congreso de los Diputados deberá designar a 4 magistrados entre los candidatos preseleccionados por el Comité Evaluador. Las plazas que queden vacantes por no reunir ningún otro candidato la mencionada mayoría en alguna de las Cámaras o en ambas, se realizará una nueva votación en el plazo máximo de treinta días. El Pleno del Congreso de los Diputados deberá reunirse en sesión extraordinaria en el supuesto de que no estuvieren en período de sesiones. En el resto de supuestos, será la Presidencia del Congreso la encargada de convocar el Pleno para la celebración de la nueva votación.

8. El procedimiento para la propuesta de los cuatro magistrados que corresponden al Senado se desarrollará en esta Cámara en los mismos términos y condiciones que los previstos para los magistrados que deben ser propuestos por el Congreso de los Diputados. En este caso, será la Mesa del Senado la encargada de publicar la convocatoria del procedimiento de selección competitiva de los magistrados del Tribunal Constitucional tres meses antes de la expiración del mandato natural de los magistrados designados por la Cámara. La convocatoria figurará en la página web del Senado durante todo el tiempo que dure el proceso. A su vez, los miembros del Comité Evaluador serán designados por la Comisión Constitucional del Senado.»

Como se puede observar, la novedad más relevante consiste en la creación de un comité evaluador, a cuya conformación no serían ajenas las cámaras, de modo que no se sustrajese de la órbita parlamentaria la designación de los magistrados, de acuerdo con el mandato constitucional. La composición del comité es encomendada a la Comisión Constitucional.

Así mismo, se añade un apartado al artículo 19 de la ley que recoge un estricto requisito de inelegibilidad:

« Será inelegible quien, dentro de los ocho años anteriores a la fecha de la convocatoria del procedimiento de selección competitiva abierto, hubiese desempeñado un mandato representativo, un alto cargo o cargos asimilados a este, un cargo de elección o designación política en las Administraciones Públicas o en los organismos y entidades dependientes de las mismas, o un puesto de trabajo, un cargo orgánico u otros con funciones directivas en sindicatos y partidos políticos, federaciones, coaliciones de los mismos».

Reforma de la LOPJ.

Se propone modificar casi por completo el art. 567 de la Ley, manteniendo exclusivamente la literalidad del apartado tercero.

«1. Los veinte Vocales del Consejo General del Poder Judicial serán designados del modo establecido en la Constitución y en la presente Ley Orgánica. Ningún Vocal podrá superar el límite máximo de dos mandatos consecutivos.

2. Los ocho Vocales del turno de juristas serán elegidos por las Cortes Generales, cuatro a propuesta del Congreso de los Diputados y cuatro a propuesta del Senado, elegidos en ambos casos por mayoría de tres quintos de sus miembros, entre abogados y juristas de reconocido prestigio con más de quince años de ejercicio en su profesión.

 3. Podrán ser elegidos por el turno de juristas aquellos Jueces o Magistrados que no se encuentren en servicio activo en la carrera judicial y que cuenten con más de quince años de experiencia profesional, teniendo en cuenta para ello tanto la antigüedad en la carrera judicial como los años de experiencia en otras profesiones jurídicas. Quien, deseando presentar su candidatura para ser designado Vocal, ocupare cargo incompatible con aquel según la legislación vigente, se comprometerá a formalizar su renuncia al mencionado cargo si resultare elegido.

4. En caso de producirse vacantes de Vocales elegidos por este turno, se procederá a una nueva elección en los mismos términos por la Cámara que hubiese elegido el Vocal a sustituir.

5. Antes de su nombramiento, los candidatos a los que se refiere este artículo deberán comparecer en la comisión correspondiente de cada una de las Cámaras, a los efectos de que estas evalúen los méritos e idoneidad de los mismos, que acompañarán una memoria de méritos y objetivos. Dichas comparecencias se efectuarán en términos que garanticen la igualdad y tendrán lugar en audiencia pública.

6. El cómputo de los plazos en los procedimientos de designación de Vocales del Consejo General del Poder Judicial y de elección del Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, así como del Vicepresidente del Tribunal Supremo, se realizará por días hábiles cuando el plazo se señale por días, empezando a computarse desde el día siguiente, y de fecha a fecha cuando se fije en meses o años. Cuando en el mes del vencimiento no hubiera día equivalente al inicial del cómputo se entenderá que el plazo expira el último del mes.

7. Será inelegible quien, dentro de los ocho años anteriores a la fecha de la convocatoria del procedimiento de selección competitiva abierto, hubiese desempeñado un mandato representativo, un alto cargo o cargos asimilados a este, un cargo de elección o designación política en las Administraciones Públicas o en los organismos y entidades dependientes de las mismas, o un puesto de trabajo, un cargo orgánico u otros con funciones directivas en sindicatos y partidos políticos, federaciones, coaliciones de los mismos.»

Cabe poner de relieve que este mismo requisito de inelegibilidad se aplica al defensor del Pueblo, Consejeros de Cuentas, o Fiscal General del Estado. Se considera que el transcurso de un lapso tan prolongado en el tiempo, constituye una garantía suficiente de que los candidatos que en el pasado, en ejercicio de sus derechos constitucionales, hubieran participado de los asuntos públicos a través de cargos de designación o elección política, estuvieran suficientemente desvinculados de su lealtad partidista. En definitiva, se trata de un periodo equivalente a dos legislaturas completas, que permiten descartar que la desvinculación del candidato fuera interesada u oportunista.

Sin duda la novedad más relevante es la vuelta al sistema de designación de vocales de procedencia judicial anterior a la vigente LOPJ. De tal manera, el artículo 572 quedaría redactado como sigue:

1. Los Vocales del Consejo General del Poder Judicial de procedencia judicial serán elegidos directamente por y entre todos los Jueces y Magistrados pertenecientes a todas las categorías judiciales y que se encuentren en servicio activo.

2. La circunscripción electoral será única para todo el territorio nacional.

3. La elección, que deberá convocarse con tres meses de antelación a la terminación del mandato del Consejo General, se llevará a cabo mediante voto libre, personal, igual, directo y secreto.

4. En caso de cese anticipado de un Vocal elegido por este turno, ocupará la vacante el siguiente candidato más votado. Si la sustitución no pudiera realizarse conforme a dicha regla, se convocarán elecciones parciales para cubrir el puesto o puestos vacantes. En todo caso, el mandato de los sustitutos tendrá la duración que reste al de los sustituidos.

5. La elección deberá garantizar la presencia de Vocales de todas las categorías judiciales, por lo que, de no resultar elegido ningún Vocal de determinada categoría profesional, el último de los elegidos cederá su puesto al más votado de la categoría que no haya obtenido representación.»

Igualmente se modifica el artículo 574, que queda redactado como sigue:

«Artículo 574. 1. El procedimiento electoral será desarrollado reglamentariamente de acuerdo con lo establecido en esta Ley y, en particular, con lo previsto en las siguientes normas: a) La papeleta deberá contener una única lista abierta en la que se relacionen por orden alfabético todos los candidatos y en la que se hagan constar la categoría profesional y el destino actual del candidato.

b) El voto se emitirá de manera presencial. En ningún caso se admitirá el voto delegado.

c) De la única lista abierta a que se refiere el apartado anterior, el elector marcará con su voto hasta un máximo de seis candidatos.

d) Una vez haya sido realizado el escrutinio, resultarán elegidos los doce jueces y magistrados que hayan obtenido mayor número de votos, otorgando preferencia, en caso de empate, al de mayor antigüedad en el escalafón.

2. El Juez o Magistrado que desee presentar su candidatura podrá elegir entre aportar el aval de veinticinco miembros de la carrera judicial en servicio activo o el aval de una Asociación judicial legalmente constituida en el momento en que se decrete la apertura del plazo de presentación de candidaturas.

3. Cada uno de los Jueces o Magistrados o Asociaciones judiciales a los que se refiere el apartado anterior podrá avalar hasta un máximo de doce candidatos.»

Se modifica el apartado 2 del artículo 575, cuya redacción responde al siguiente tenor literal:

«2. El Juez o Magistrado que desee presentar su candidatura para ser designado Vocal por el turno de origen judicial, dirigirá escrito al Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial en el que pondrá de manifiesto su intención de ser designado Vocal y al que acompañará los veinticinco avales o el aval de la Asociación judicial exigidos legalmente. Igualmente, podrá acompañar su currículo y una breve memoria justificativa de las líneas de actuación que, a su juicio, debería desarrollar el Consejo General del Poder Judicial. Estos documentos serán publicitados a través del espacio web que, a tal efecto, habilite el Consejo General del Poder Judicial bajo la supervisión de la correspondiente Junta Electoral.»

Se suprime el artículo 578, por haber quedado vacío de contenido de acuerdo al nuevo procedimiento de designación.

Se modifica el apartado 2 del artículo 582, que queda redactado en los siguientes términos:

«2. Los Vocales de origen judicial también cesarán cuando dejen de estar en servicio activo en la carrera judicial, así como cuando por jubilación u otra causa prevista en esta Ley Orgánica dejen de pertenecer a la carrera judicial.»

Se modifica el apartado 1 del artículo 586, que queda redactado en los siguientes términos:

«1. Para ser elegido Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, será necesario ser miembro de la carrera judicial y ostentar la categoría de Magistrado del Tribunal Supremo con al menos cinco años de antigüedad en la misma.»

Contra la resignación.

Basten estas páginas para dar a conocer, sin pretensión exegética ninguna la única, y quien sabe si última iniciativa parlamentaria encaminada a clarificar y sacar del debate partidista, los órganos constitucionales y de relevancia constitucional. Hay en ella, sin duda, un deje idealista que aparece como naive, en una sociedad inoculada ya del virus de la resignación, y en un contexto político como el presente, en el que el desprestigio forzado de determinadas instituciones, particularmente de la carrera judicial como Poder del Estado y contrapoder por antonomasia, está siendo empleado como un vector de polarización que amenaza las costuras de la democracia. Un proyecto de reforma que nació muerto y que no obtuvo la atención que merecía por provenir de una formación política en estado irreversible de descomposición. Una iniciativa inusualmente dedicada a limitar el poder propio de los partidos. A fortalecer las instituciones que deben actuar como garantía irrestricta de la fortaleza democrática. Una invitación, en definitiva, a resistir la tentación de resignarse.

Sea recogido el guante.

Manuel Eiriz García.

Magistrado

Juramento y (des)honor

Juramento y (des)honor

            En las últimas semanas hemos sido espectadores de dos juramentos retransmitidos en los medios de comunicación: el pasado 31 de octubre, S.A.R. La Princesa de Asturias juraba la Constitución española al alcanzar la mayoría de edad, tal y como dispone el artículo 61.2 de la CE y, hace escasos días, el Presidente del Gobierno juramentaba (prometía) su cargo, dando cumplimiento a la obligación que la Constitución impone a los cargos públicos de jurar/prometer dicho cargo.

            ¿Sabemos realmente lo que implica ese juramento?

            Del latín, iuramentum, la RAE define el juramento como aquella afirmación o negación de algo, poniendo por testigo a Dios, o en sí mismo o en sus criaturas. Por su parte, prometer no es sino obligarse a hacer, decir o dar algo.

            El juramento a la Constitución tiene sus raíces en la idea de compromiso y lealtad hacia los principios y normas fundamentales de todo país. Este tipo de juramentos se originaron como una manera de asegurar la fidelidad de aquellos que ocupan cargos públicos o desempeñan funciones relevantes en la sociedad, reforzando así el respeto y la adhesión a las leyes fundamentales que rigen una nación. El juramento tiene un carácter invariable, inmutable, siendo universalmente aceptado y reconocido por las diferentes culturas.

            En lo que a España se refiere, si acudimos al Real Decreto 707/1979, de 5 de abril, por el que se determina la fórmula de juramento o promesa para la toma de posesión de cargos o funciones públicas, su artículo primero establece la fórmula de dicho juramento, fórmula que, desde 1979, mantiene su vigencia hasta nuestros tiempos. El mencionado precepto dice así:

            “En el acto de toma de posesión de cargos o funciones públicas en la Administración, quien haya de dar posesión formulará al designado la siguiente pregunta:

            «¿Juráis o prometéis por vuestra conciencia y honor cumplir fielmente las obligaciones del cargo …………….. con lealtad al Rey, y guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado?»

            Esta pregunta será contestada por quien haya de tomar posesión con una simple afirmativa.

            La fórmula anterior podrá ser sustituida por el juramento o promesa prestado personalmente por quien va a tomar posesión, de cumplir fielmente las obligaciones del cargo con lealtad al Rey y de guardar y hacer guardar la Constitución como norma fundamental del Estado”.

            Pues bien, si observamos dicha fórmula, resulta obvia la vinculación entre el cumplimiento del juramento y el honor de quien lo presta, ya que la ruptura de un juramento implica (nada más y nada menos) un verdadero deshonor. Y si partimos de considerar que actuar con honor significa comportarse con rectitud en toda circunstancia, por encima de intereses y dificultades, con autenticidad y nobleza, demostrando una actitud ejemplar, imaginen, a la inversa, lo que supone el deshonor.

            El honor se basa y fundamenta en una conciencia bien formada, en la que se cultivan con esmero otros muchos valores como la integridad, la justicia, la honradez y el respeto a la dignidad propia y ajena. No puede perderse de vista que, a los cargos públicos, el honor les proporciona el estímulo necesario para cumplir con sus deberes conforme a los preceptos estipulados en las leyes y reglamentos que rigen su institución y a la luz de las pautas y reglas éticas o morales socialmente imperantes en la actualidad.

            En otros sectores, como en el ámbito militar, en lugar de la Constitución, juran la bandera, acontecimiento de especial significado y de hondo sentido castrense y patriótico. Se trata de un acto solemne y público, presidido por una autoridad militar, por el que los militares expresan su vocación de servicio a España, realizando un juramento o promesa ante la bandera como testigo.

            Y en lo que a los jueces nos concierne, el 318 de la LOPJ es cristalino al imponer dos obligaciones a todos los miembros de la carrera judicial. La primera obligación no es otra que prestar juramento o promesa antes de tomar posesión del primer destino o cuando se asciende de categoría en la carrera. La segunda es la obligación de emplear una determinada fórmula de juramento o promesa, fijada en sus términos literales en el propio precepto:

            “Juro (o prometo) guardar y hacer guardar fielmente y en todo tiempo la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico, lealtad a la Corona, administrar recta e imparcial justicia y cumplir mis deberes judiciales frente a todo”

            En nuestra profesión, el juramento supone una garantía adicional de la independencia del Poder judicial en su fundamental tarea de administrar justicia. Se dice que para los justiciables, y los ciudadanos en general, supone una garantía de refuerzo del plus de fidelidad a la Constitución por parte de quienes tenemos encomendada su aplicación y a quienes se nos ha confiado el ejercicio de la potestad jurisdiccional.

            Pues bien, tras varios años ejerciendo esta profesión, puedo afirmar que dicho juramento, como es obvio, no es una mera formalidad. Hay una unión inexorable en los términos del juramento entre la conciencia de los jueces y la sociedad. Con dicho juramento asumimos la clara voluntad de justicia pues no hay ningún juramento que sea compatible con la injusticia. La (buena) conciencia y la voluntad de justicia son requisitos ineludibles del juramento y definen nuestra profesión.

            No puede olvidarse que el valor del juramento a la Constitución reside, precisamente, en el compromiso solemnemente expresado por quienes lo hacen. Como hemos dicho, este acto simboliza la lealtad a los principios fundamentales y normas que guían a una nación y refleja el respeto por el Estado de Derecho, la separación de poderes (tan tristemente cuestionada estos días), la democracia y la voluntad de cumplir con las responsabilidades inherentes al cargo o a la ciudadanía. Su importancia radica en fortalecer la cohesión social y el apego a los valores que sustentan la estructura de la sociedad o, al menos, deberían.

            En los últimos tiempos percibo con estupor cierta pérdida de vocación de servicio que debería ser inherente a todo cargo público, observando incluso que se llegan a utilizar fórmulas de juramento “adulteradas” que no reflejan ese compromiso. No se olviden, cuando un juramento o promesa no va respaldado de ese sentimiento de lealtad y compromiso, se corre el riesgo de perder el honor de servir a la sociedad, y ese honor (como dice la cartilla de la Guardia Civil), una vez perdido, no se recobra jamás. Benavente aseveró que “El honor no se gana en un día para que en un día pueda perderse. Quien en una hora puede dejar de ser honrado, es que no lo fue nunca”.

            No cumplir un juramento a la sociedad es despojarse de la confianza colectiva; supone perder no solo la integridad personal (que no es poco), sino también la conexión esencial entre el servidor público y la comunidad a la que se debe. En definitiva, no cumplir un juramento a la sociedad no solo es una traición a la confianza depositada, sino también un menoscabo de los cimientos éticos que sostienen la función pública. En ese quiebre, se desvanecen las promesas de servicio, dejando un vacío que erosiona la fe en la institución y socava los pilares fundamentales de nuestra sociedad.

            Ya lo dijo el filósofo Demócrito y da para pensar en estos tiempos: “Los juramentos que hicieron en medio de la necesidad no los observan los mezquinos cuando se han librado de ella.”

Alicia Díaz-Santos Salcedo

Magistrada especialista. Sala de lo Contencioso-Administrativo TSJ Cataluña.

Multa, que algo queda

Multa, que algo queda

Luis Ángel Gollonet Teruel

Magistrado especialista en lo Contencioso-administrativo

Tribunal Superior de Justicia de Andalucía

            ¿Se imaginan que los jueces de lo penal se quedasen para sí o para el órgano judicial el importe de las multas que imponen?

             Como es sabido, las frecuentes multas impuestas en los procesos penales van al Tesoro Público, y ni se las queda el juez para sí ni tampoco para el órgano judicial.

            Por poner cifras, en el año 2021 el importe total de las multas penales fue aproximadamente de 300 millones de euros. Pero imaginemos, pues soñar por ahora es gratis, que se pudiera quedar el juez ese dinero, o llevarse una parte o un porcentaje.

            Veríamos pronto que pasaría lo contrario que en la canción, pues cambiaría el juez un casio por un rolex, y un twingo por un ferrari. O en caso de que se quedara el dinero para el Juzgado, veríamos pronto que habría mejores medios en el órgano judicial que en la Agencia Tributaria. Bueno esto último es difícil de imaginar para quien trabaje en justicia, tan acostumbrados como estamos a las penurias. Es más fácil imaginarse al juez en el ferrari.

            Y habría también algún tacañón, que amasaría el dinero, y quien gastara el numerario en cosas estrafalarias. Yo sería de estos últimos. De los estrafalarios, digo.

            Lo que está claro es que el justiciable, cuando acudiese a juicio, no iría tranquilo, pues aunque se presumiese la objetividad e imparcialidad del juez, siempre le quedaría un temor fundado a que la avaricia recaudatoria del órgano judicial por llevarse el importe de la multa inclinase la balanza de la justicia hacia un fallo condenatorio.

            Si los órganos judiciales se quedaran para sí o para el Juzgado el importe de las multas, entonces es claro que el número de condenas se vería incrementando, que la cuantía de las multas sería más alta, y que habría un inquietante rigor punitivo.

            Y todos estamos de acuerdo en que ese sistema penal, en el ejercicio del ius puniendi del Estado, no sería garantista ni constitucional, ya que incentivaría las condenas penales en detrimento de la presunción de inocencia.

            Pues bien, cambiemos ahora a los órganos penales por los Ayuntamientos, y a las multas penales por las multas de tráfico.

            Aquí ya no hay que hacer esfuerzos imaginativos, ni ensoñaciones, pues es un hecho que el importe recaudado por los Ayuntamientos en multas de tráfico no va al Tesoro Público, sino que se queda directamente en el presupuesto municipal. Por supuesto no se lo queda a título personal ningún alcalde, sino que se lo queda su Ayuntamiento, cuyo presupuesto sí maneja para fines de interés general, se supone.

            ¿Quién no quiere otra rotonda, más asesores municipales, mayores subvenciones, otro chiringuito, un coche oficial para que un sufrido concejal no tenga que usar el transporte público que tanto recomienda a los demás o volver a levantar y poner las aceras? ¡Viva el progreso! Quiero decir, ¡vivan las cadenas!

            Es verdad que algunos malpensados sostenemos que los Ayuntamientos incurren en una desviación de poder cuando usan la potestad sancionadora en tráfico y otras materias para recaudar más engordando su presupuesto, como haría un juez penal si se llevara un porcentaje de sus condenas. Pero estos pensamientos son cosas de aburridos juristas. Valga la redundancia.

            ¿A quién le importa que el Tribunal Constitucional dijera que la potestad sancionadora de la Administración, en cuanto manifestación del ius puniendi estatal, tenía que ajustarse a los principios del Derecho Penal?

            Bueno, a algunos pocos sí nos importa, y creemos que el importe recaudado por las Administraciones locales con las multas (de tráfico y de otras materias) debería ingresarse donde las multas penales, en el Tesoro Público, y no en el presupuesto del propio Ayuntamiento que multa.

            Pero según se manosea la Constitución hoy día, y tal y como está el patio, veo más cercano que los jueces se acaben quedando un porcentaje de las multas que imponen.

El poder judicial y su permanencia

El poder judicial y su permanencia

El 28 de mayo de 1788, Publius (Hamilton), escribió en El Federalista, bajo el título «El poder judicial y su permanencia con la condición de buena conducta» que para estructurar el sistema judicial federal se ha de abarcar tres temas: el modo de nombrar a los jueces, la permanencia que tendrán en sus puestos y la división de la autoridad judicial entre diversos juzgados y su relación entre sí. Ocupándose de la segunda, afirmó que la judicatura es la más débil de los tres poderes, que «nunca podrá amenazar con éxito a las otras dos y será necesario que pongamos mucho cuidado en asegurar que se pueda defender de sus ataques». Y añade: «La Constitución debe prevalecer sobre una ley ordinaria, y la intención del pueblo sobre la intención de sus agentes… cuando la voluntad del legislativo, plasmada en sus leyes, es contraria a la del pueblo, plasmada en la Constitución, los jueces deben estar gobernados por esta última y no por las primeras». Una Constitución escrita y permanente que, como escribió Marshall en Marbury contra Madison, controla a un Congreso (y a un gobierno) temporal.

Estas palabras, que resuenan como ecos de la historia del constitucionalismo, nos alcanzan, en estos momentos, para la reflexión. Decía García de Enterría que el proceso electoral no habilita poderes absolutos, sino solo poderes de administrar y gestionar según la Ley. Y por eso «el vínculo que define la condición de gobernantes con la sociedad no es el de representación sino el de trust o fiducia, que exige mutua confianza entre las partes que es naturalmente revocable y que postula por esencia la rendición de cuentas». Y dado que los poderes públicos están sujetos a la Constitución y a la ley, «lo están también al juez, que es su instrumento indisociable».

Hoy en día, los enemigos de la democracia son los mismos que los que lo fueron en otras etapas históricas, aquellos que pretenden, en palabras de Popper, la vuelta a la sociedad cerrada, a la sociedad tribal dominada por pensamientos colectivistas, frente a la sociedad abierta en donde se piensa y se toman decisiones libremente. Popper, preocupado por todo totalitarismo, afirmaba en una entrevista («filosofía contra los falsos profetas»), que desde la II Guerra Mundial la política se ha vuelto tan complicada y la disciplina de partido tan estricta que los líderes de partido tienen casi poderes dictatoriales. De ahí deduce que, dado que los parlamentos son omnipotentes, el partido gobernante será todopoderoso –y así mismo su líder–, cuando la idea básica de toda democracia es limitar el poder, controlarlo, en el sentido de distribuirlo para que no haya demasiado en una mano.

Esto lleva a inconsistencias internas que se actualizan y ponen en vigor a través de la legislación. Es una cuestión que también apunta Ferrajoli cuando señala que fue la omnipotencia de la política, dentro y fuera de los ordenamientos estatales, la que en Italia y en Alemania produjo el suicidio de las democracias. Así que, parafraseando a Ihering, toda disposición arbitraria o injusta, emanada del poder público, es un atentado contra el Estado de Derecho, y por consecuencia contra su misma fuerza, «un pecado contra la idea del derecho que recae sobre el Estado, el cual suele pagarlo con exceso, con usura, y hasta puede haber tal juego de circunstancias que llegue a costarle la pérdida de una provincia; tanto es así, que debe estar obligado el Estado a no colocarse ni por razón de circunstancias al abrigo de tales errores».

En la lucha por el Derecho se encuentra la crisis del paradigma constitucional derivado de un vacío cultural, de la pérdida de memoria, y que, volviendo a Ferrajoli, se detecta en la quiebra de la representatividad de los sistemas políticos y la reducción de la democracia exclusivamente a las formas democráticas de las competiciones electorales para la investidura de un jefe, transformándola en «autocracia electiva». Porque «ya no son los parlamentos representativos quienes controlan a los gobiernos haciéndolos depender de su confianza, sino que son estos los que controlan a aquellos a través de sus mayorías parlamentarias rígidamente subordinadas a la voluntad de los jefes, produciéndose una inversión de la jerarquía democrática de los poderes». Para el filósofo italiano hay, entre otros, un factor cultural, de vacío político, quizá propio del nuevo homo videns, al que alude –bastante pesimista– Sartori, en una crítica sobre la educación para la democracia (la televisión es paideía para el vídeo-niño, para luego la utilización del gobierno de sondeos basados en opiniones desinformadas del homo videns: «la información en lugar de transformar la masa en energía, produce todavía más masa»), tema nada nuevo y que ya Kelsen advirtió al sostener que la educación para la democracia se erige en una de las exigencias prácticas fundamentales de la democracia misma, «pues el problema de la democracia en la praxis de la vida social se presenta como el gran problema de la educación».

El porro unum necessarium es el equilibrio. En la democracia de partidos, estos no representan la voluntad popular, sino la de grupo, por lo que ha de alcanzarse un compromiso para que sea posible la voluntad común, como decía Kelsen, en dirección de una línea intermedia: las fuerzas políticas que aspiran a la hegemonía no han de tomar en cuenta un interés único de grupo y mostrarse opuestos a tomar en consideración el interés contrario. Se ha de orillar el absolutismo político, pues el orden político-constitucional solo se podrá constituir de manera efectiva cuando se concilie con la opinión diversa o confrontada. Decía Calamandrei que en el crisol de la legalidad se puede fundir oro o plomo.

Así que, volviendo a Hamilton, la firmeza de la magistratura judicial será de gran importancia para mitigar la severidad y limitar el funcionamiento de leyes injustas y parciales, y ello porque «su independencia puede constituir una salvaguarda primordial no solo ante infracciones de la Constitución, sino también ante los efectos ocasionales de malas tendencias en la sociedad. Sirve como freno para el cuerpo legislativo a la hora de legislar, al percibir que sus aviesas intenciones se enfrentarán a numerosos obstáculos por los inconvenientes que pondrán los tribunales».

José Ramón de Blas.

Juzgado de lo contencioso-administrativo n.º 2 de Elche.

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Bibliografía

El federalista, Akal básica de bolsillo, 2015.

Ferrajoli, L.: Constitucionalismo más allá del Estado, Trotta, 2018.

García de Enterría, E.: La democracia y el lugar de la ley, en «El Derecho, la Ley y el Juez», Cuadernos civitas, 1997.

Ihering, R.: La lucha por el Derecho, Comares, 2008.

Kelsen, H.: De la esencia y valor de la democracia, KRK Pensamiento, 2009.

Popper, K.: La sociedad abierta y sus enemigos, Paidós, 2010.

Sartori, G.: Homo videns, la sociedad teledirigida, Debolsillo, 2018.