Hablemos de Europa.

Hablemos de Europa.

Leía hace unos días el llamamiento que se realiza desde la Dirección General de Cooperación jurídica internacional y Derechos Humanos con objeto de identificar expertos entre los miembros de la carrera judicial y fiscal, así como restantes cuerpos y carreras de la administración y profesores universitarios, para contribuir a reforzar la preparación e impulso de la labor que supondrá la próxima asunción por parte del Reino de España de la Presidencia del Consejo de la Unión Europea, durante el segundo semestre del año 2023. Trabajo que ya ha comenzado, habiéndose dictado el pasado 12 de enero el Real Decreto 41/2022 por el que se crea el Comité Organizador de la Presidencia Española de la Unión Europa.

Pues veamos, no es cuestión menor. O al menos no desde los ojos de quien suscribe, que tan encandilada durante la vida académica por nuestra comunidad política, cegada pese a los inconvenientes que entrañaba el destino por temas burocráticos de su universidad, se marchó a la cuna de Europa a realizar su programa Erasmus. No descartaba la posibilidad de confesar a su vuelta: ¡Mama, de mayor quiero ser eurócrata!.

Desafortunadamente para una entusiasta como yo, parte de mi europasión sin freno yace desde entonces en la ciudad de los moules-frites, quizás ahogada entre alguna (que otra) Kriek del Delirium café. Desde entonces, los acontecimientos tampoco han contribuido a reconciliarme con esa fe ciega que sentía por el proyecto europeo. No, no puedo pasar por alto, entre otras decepciones, «la falta de compromiso» -como sostuvo nuestro compañero el Juez Llarena- de las autoridades judiciales alemanas, con hechos que podrían quebrantar el orden constitucional español al rechazar la entrega del prófugo Carles Puigdemont, o de las italianas a raíz de su detención en Cerdeña –previo garbeo por Francia o Países Bajos sin detención-. Y cómo olvidarnos, precisamente, de mi querida Bélgica, refugio de otros políticos y raperos fugitivos. Sin entrar al fondo del asunto, es razonable que el espectador prima facie no haya advertido sino desconfianza entre sistemas judiciales, falta de reconocimiento mutuo de resoluciones, y en definitiva, falta de cooperación jurídica entre autoridades judiciales de Estados Miembros que buscan proteger sus bienes jurídicos más esenciales.

Pese a todo, caigo en la cuenta de que no deja de ser saludable el posicionamiento crítico constructivo: a aquello que te importa hay que buscarle su pero. Los verdaderos creyentes también tienen crisis de fe, y dudar no es pecado, ¡Que se le pregunten a Pedro caminando sobre las aguas! 

Pues bien, lo cierto es que esa juvenil emoción que sentía por la palabra Europa –tan alejado nuestro mundo judicial en lo rutinario de todo lo que acontece más allá de los Pirineos- ha vuelto a florecer. No solo estamos ante un reto muy estimulante para nuestro país, como lo califica la Directora General de Cooperación jurídica, sino que deviene el más valioso instrumento para mejorar el rédito político, prestigio e imagen internacional de España, al dotarse de la capacidad de promover los intereses de cada uno de los Estados Miembros durante medio año. El Consejo de la Unión Europea es, conjuntamente con la Comisión y el Parlamento, el principal actor en la toma de decisiones, que abarcan cómo no, su consentimiento para la conclusión de compromisos internacionales, o cualquier otra decisión trascendental para la comunidad política. La preparación de un Programa marco común que fijará las reuniones del Consejo, dirigir las mismas en nueve de sus diez configuraciones, representarlo en las negociaciones con otras instituciones de la Unión Europea, convertirse en el centro de la formulación de políticas, o ejercer a través del Presidente del Gobierno de representante externamente en reuniones con terceros Estados, son algunas de sus funciones. En definitiva, contribuir a garantizar la continuidad de la comunidad política a través de esta institución.

En este resurgir de mis cenizas europeístas me percaté de que ya apenas podía recordar el año en el que por última vez España se presentó ante esta oportunidad. Ya había llovido… Echar un vistazo a la cronología, ya anticipo, me condujo a otra de mis recurrentes inquietudes. España ejerció este liderazgo por primera vez en 1989, tan solo tres años después de su adhesión a la UE, y por segunda vez apenas tras seis años, en 1995. La siguiente ocasión la tuvo en el año 2002, y por ello, se ha ido progresivamente aumentando el lapso temporal entre una cita y otra, siendo la cuarta y última vez en el año 2010. Esto es, en esta quinta y última ocasión habrán tenido que transcurrir hasta trece años para que la rotación entre los restantes países se complete, más del doble que la esperada entre el primer y segundo turno. Así, solo cuatro Presidentes del Gobierno español habrán protagonizado dicha experiencia en 37 años de nuestra andadura europea. La respuesta obedece, por lógica matemática, a la progresiva ampliación del número de Estados Miembros adheridos, especialmente en el año 2004 con diez nuevas incorporaciones.

En este estado de cosas, y con motivo de la funesta Guerra de Ucrania, la opinión pública está siendo testigo en streaming de las peticiones de adhesión de Ucrania, Moldavia y Georgia al club comunitario, incluso clamando por un procedimiento exprés el primero de los mentados. Cuestión que posiblemente había pasado desapercibida para los desapegados del mundo de los international affairs en el caso de peticiones pasadas de países del Este del continente, algunos ya candidatos oficiales y otros potenciales, como Albania, Macedonia del Norte, Montenegro, Serbia, Bosnia Herzegovina, Kosovo, o la eterna novia de Europa, Turquía, con estatus de candidato desde diciembre de 1999.

He aquí la causa de mi falta de quietud, ¿Cuál es la finalidad de la Unión?, ¿Se está preservando la identidad europea?, de hecho ¿Tenemos acaso clara cuál es?, ¿Hay tanta capacidad de absorción de nuevos países?, y en definitiva, ¿Cuáles son los límites de Europa?

En primer lugar habría que cuestionarse qué entendemos por Europa. Superando la idea de comunidad política –perfectamente definida-, las referencias al ámbito de las fronteras geográficas del continente europeo son también discutidas, y dicha cuestión de pertenencia a lo que se entienda geográficamente como tal es -o debería ser- un punto clave para el acceso de los países a la membresía de la organización supranacional.

El debate se sitúa constantemente sobre la mesa, especialmente desde las ampliaciones de la UE acontecidas a raíz de la caída del muro de Berlín, y como ya he señalado, tras la más reciente expansión hacia el Este.

Opiniones cualificadas han sostenido puntos de vista muy diferentes. Desde la firme defensa de Charles de Gaulle de una Europa extendida desde el Atlántico a los Urales; la de Dominique Strauss-Kahn –antes de convertirse en un paria para la política institucional- que la ampliaba hasta Turquía y a los países del Magreb (basándose en el supuesto beneficio que este bloque generaría a las relaciones con las actuales hegemonías, entre otros, al convertir el mar Mediterráneo en un mar interior). No faltan autores que sostienen que son los valores, la filosofía, la lengua e incluso el derecho romano el que forma parte de las raíces de la cultura europea, u otros para los que la religión influyó en la demarcación de Europa, al identificar a los Estados europeos con la cristiandad, y sugiriendo que la protección común que se buscaba era el peligro procedente del Este. Destacable resulta la visión de Olli Rehn, miembro de la Comisión Europea y máximo responsable entre los años 2004 a 2009 de la expansión de la Unión hacia el sureste geográfico, quien sostenía «Values define Europe, not borders», poniendo de manifiesto la férrea voluntad de impulsar su ampliación al margen de las fronteras de las naciones del viejo continente.

Al hilo de este debate, he revisado cuáles son las prioridades de la Presidencia francesa del Consejo de la Unión Europea, que se ejerce actualmente, y precisamente su lema reflejaba lo que ahora me ocupa, «la pujanza y pertenencia», definidas como la defensa y promoción «de nuestros valores e intereses», y «para construir y desarrollar una visión europea común a través de la cultura, de nuestros valores y de nuestra historia común».

Estamos ante un Estado Miembro fundador de la Unión, y uno de los dos únicos que votó “NON” –pese a, o precisamente por, Chirac- a la ratificación en el año 2005 del Tratado por el que se establecía una Constitución para Europa. En este sentido el ex parlamentario europeo, y soberanista, Philippe de Villiers sostenía tras el fracaso: «Europa debe reconstruirse sobre otras bases que no son las de la Europa actual, que han sido rechazadas». País con autoridad suficiente, que ha demostrado gran aptitud crítica, y como hemos visto, capacidad para enfrentar a la UE ante graves crisis de existencia. Entre los motivos que se pueden recabar de la hemeroteca destacan, además de la ambigüedad del proyecto europeo, el miedo a la nueva Europa. Así textualmente se recogía en diarios internacionales de la época, “muchos franceses sienten que la incorporación en 2004 de diez nuevos países miembros del centro y el este de Europa aumentará el desempleo y pondrá fin al modelo «social» europeo”, (BBC, 2005*) o «el temor a los efectos de la ampliación de la Unión, el miedo a una oleada de inmigrantes del Este (…)», (El País, 2005)*.

Configuración del futuro del proyecto europeo que, siguiendo con la actual Presidencia francesa, en palabras de Emmanuel Macron con ocasión de la cumbre de líderes de la UE celebrada a tal efecto hace dos semanas en Versalles –apropiado lugar por cierto-, el ataque ruso va a llevar «a redefinir completamente la arquitectura europea».

El pasado día 25 de marzo, se cumplían 65 años de la firma del Tratado de Roma (CEE). Con ocasión del 60 aniversario en 2017 los líderes de los 27 Estados Miembros, el Consejo Europeo, Parlamento y Comisión, suscribieron una Declaración, reunidos de nuevo en Roma, en la que proclamaban la satisfacción por los logros alcanzados por la Unión, y establecían objetivos para los próximos diez años, entre los que me parecen reseñables: «Una Europa segura y protegida», o «Una Europa más fuerte en la escena mundial», y desarrollando éste, «Una Unión comprometida con el refuerzo de su seguridad y defensa comunes, también en cooperación y complementariedad con la Organización del Tratado del Atlántico Norte, teniendo  en cuenta las circunstancias nacionales y compromisos jurídicos».

Pues bien, estaremos a la espera del balance que de esa pujanza y pertenencia haga la República francesa tras finalizar su desempeño el próximo 30 de junio.

En todo caso, ténganse estas líneas, no como un posicionamiento definido en contra de la expansión de la Unión Europea, sino como un cuestionamiento abstracto de esa tendencia. Y es que, si la heterogeneidad razonable es un valor de las sociedades plurales, el exceso puede conducir a la desestabilización. De poco sirve una organización de ámbito supranacional que representa a un número creciente de ciudadanos, si los representados no comparten, no ya cultura, lengua o tradiciones, si no  ni tan siquiera valores y principios sobre los que construir la unión política. Como alternativa, de gran utilidad y beneficio recíproco, ya contamos con las políticas europeas de vecindad.

Lo que resulta inamovible es que la finalidad de ampliar la Unión se entronque con la necesidad de procesos graduales y meditados, y con un compromiso firme de los candidatos con los principios inspiradores de la Unión, que no son sino los valores definitorios de la comunidad política, y también con sus fines (artículos 2 y 3 TUE). Y que todo ello, conjuntamente con la exigencia de una vocación europea real en la población de los aspirantes y la asunción de renuncias en aras de garantizar el Estado de Derecho, sea lo que entregue la llave de entrada a nuevos Estados.

Sea como sea, este no es el único reto al que se enfrenta la Unión, como tampoco lo es la espinosa crisis de seguridad y cooperación que está suponiendo la invasión Rusa de Ucrania. Otros problemas graves acontecen incluso dentro de nuestros confines, y pasan hasta cierto punto desapercibidos. La ocupación del ejército turco del tercio norte de la Isla de Chipre, constituye bajo la protección otomana la República Turca del Norte de Chipre, un territorio cuya independencia solo es reconocida en el contexto internacional por Turquía, pero que crea una situación de práctica división de la isla -pese a su condición de Estado Miembro desde el año 2004-, donde las políticas europeas no son de aplicación. Problemática que se ha recrudecido, ampliando el conflicto a otros países, fundamentalmente a Grecia, que ha visto afectada su Zona Económica de Explotación en el entorno de la isla de Creta. Se trata indiscutiblemente de un problema de alcance comunitario, que ha colocado a la OTAN en una situación crítica, y que no debemos pasar por alto entre nuestras inquietudes.

En definitiva, no soy una firma a sueldo de la Dirección General de Cooperación jurídica, o de Instituciones Europeas – ¡ojalá lo fuera!-, pero sí me parece una ocasión propicia para que todo aquel que se sienta guiado por unas legítimas inquietudes por el destino de la Unión, encuentre en este ofrecimiento que comenzará en 458 días un adecuado vehículo para canalizarlas.

Marta P. Canals Lardiés        

Juez titular del Juzgado de Instrucción número 2 de Badalona.

*Francia dio un No rotundo, BBC, 29 de mayo de 2005.

http://news.bbc.co.uk/hi/spanish/international/newsid_4592000/4592395.stm

*Francia rechaza la Constitución Europea, El País, 30 de mayo de 2005.

https://elpais.com/diario/2005/05/30/portada/1117404001_850215.html
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