“Carta de despedida a Piski”
Luis Ángel Gollonet Teruel
Magistrado especialista en lo Contencioso-administrativo
Tribunal Superior de Justicia de Andalucía
La primera vez que lo vi eran las dos de la mañana. Yo venía de un largo viaje desde La Coruña, en coche, pero volvía contento a casa por Navidad, donde los hermanos, también esparcidos por el mundo, íbamos a juntarnos unos días con nuestros padres.
Al abrir la puerta intentando no despertar a nadie me pareció escuchar un ruido, que pensé sería de un vecino, y entonces empezó a olisquearme las zapatillas, y entendí la razón de aquel ruido extraño, y no tuve más remedio que encender la luz mientras pensaba, asustado, qué demonios hacía un maldito perro dentro de la casa.
Ana, mi hermana, salió de su cuarto muy divertida, riendo a carcajadas.
-¡Es Piski!
-¿Pero qué coño hace aquí un perro? ¿Estamos locos? ¿Lo saben papá y mamá?
-Deja que te huela.
-Mierda de bicho, aparta, cuyons.
Y las risas de mi hermana se hicieron más grandilocuentes mientras que se iba por el pasillo.
Era entonces un cachorrillo, muy juguetón, y recordando su cara veo ahora que era muy joven, con mucha energía. Tenía ya entonces la misma cara de inocente y bobalicón que tuvo siempre, pero me parecía entonces más simple con sus ojillos negros y la lengua fuera, jadeante.
No ladraba nunca, era un border collie, y le gustaba perseguirte por la casa, algo que al principio me incomodaba, incluso aunque no le dieras comida, lo que además estaba terminantemente prohibido por mi hermana. Quizá por eso empecé a darle queso, sin saber que era un perro ovejero. Nada como el placer fraterno de contrariar y fastidiar a un hermano.
Me hacía gracia ver la pericia con que engullía el queso y lamía el suelo. Así que a escondidas le daba cada vez más comida, a veces solo por verlo contento, otras porque movía la cola, o porque me miraba con su cara de tontorrón, o porque se tumbaba sobre las dos patas delanteras, o porque me gustaba verlo comer, al final ya por costumbre, por tenerlo a mi lado.
Parecía que el jodío estuviera haciendo oposiciones para que lo quisiera, con lo poco que me habían gustado a mí los animales hasta entonces.
Cuando acabó la Navidad ya me había acostumbrado a estar con él, y hasta lo había paseado un día pese a que había jurado que nunca lo iba a hacer. Así que una mañana, sin saber por qué, ya en Galicia, me descubrí con cierta morriña mirando a otro perro y pensando en que el mío, que nunca fue mío, mi Piski, era mucho más listo, y por supuesto más guapo. ¡Pero si lo estaba echando de menos!
Y así, tras semanas santas, veranos, navidades, aunque nunca lo reconocía, el tontaina de Piski me iba llegando, poquito a poco, al fondo del corazón.
Nunca supe por qué se llamaba así, porque mi hermana decía que me lo iba a contar mañana, y al día siguiente que mañana, y se reía mucho, pero con la broma y la broma nunca supe por qué.
Descubrí gracias a ese pazguato abobado lo que era la lealtad perruna, no por mí, con quien siempre fue noble y bueno aunque yo me resistía, sino por cómo se comportaba con los demás. Con mi padre caquéxico en la fase terminal del cáncer, Piski se tumbaba a su lado, en el salón, y buscaba caricias, y entre tanto dolor causado por la enfermedad, la mejor analgesia era la pequeña sonrisa que provocaba esa bola de pelo.
Cuando mi hermana falleció, Piski estuvo muy desorientado. Parecía que había envejecido de golpe en unos días y ya nunca fue tan juguetón ni tan alegre, salvo el día en que dos años después de su muerte sacamos alguna de su ropa del armario, y estuvo dando saltos por toda la casa con cara de loco, unos saltos desproporcionados, sin sentido. Entró en un cuarto al que nunca se le había dejado entrar, mordió unos vaqueros de mi hermana y fue la primera vez que ladró, un ladrido agudo, como si fuera un lobo, mientras corría por toda la casa con el pantalón mordido.
El día que Piski dejó de comer, al ver la cara del veterinario ya sabía lo que iba a decir, porque había visto esa cara muchas veces en la planta séptima de oncología. Y recordé de golpe las veces que jugué con el simplón, que le di de comer y beber, a veces en mi propia mano, que relamía con su lengua rasposa de trapo, y no pude evitar sentirme frágil, débil, y enfadado, sí, muy enfadado, porque yo nunca quise querer a ese papanatas, que al final se había sacado la plaza con su inocencia y su bondad estúpida.
El día que incineramos a Piski apenas pude comer, y al final, a escondidas, por más que traté de evitarlo, se me escapó alguna lágrima; no solo porque me recordase a mi padre y mi hermana, como me decía molesto.
Justamente esa noche, ya en la cama, escuché en la radio que un malnacido había apaleado a un perro hasta matarlo, y que había sido detenido y puesto a disposición judicial. Entre sueños, pensé en contactar con ese canalla, y decirle que yo nunca quise a los perros, hasta que conocí a uno, en preguntarle por qué había hecho eso con una criatura indefensa y buena.
Hasta siempre Piski, amigo fiel.
Luis Ángel Gollonet Teruel
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