Somos afortunados

Somos afortunados

Desde luego no puede negarse que estamos inmersos en una etapa de absoluta incertidumbre. En los últimos tiempos hemos sido testigos de fenómenos que en nada han ayudado a generar certeza en nuestras vidas. Una pandemia en 2020 con consecuencias que nadie habría imaginado, una guerra a las puertas de Europa que ha llegado para quedarse y una situación económica y energética que genera un titular nuevo cada semana. Todo ello provoca que lo que antaño eran pilares inamovibles ahora se tambalean: véase la innegable crisis de las instituciones o la de la economía. Por no hablar de la inevitable crisis de valores.

Respecto de la mencionada crisis institucional, poco que añadir al tan mencionado bloqueo por parte del ejecutivo y el legislativo en la renovación del Consejo General del Poder Judicial con el sin fin de disfunciones que ello está ocasionando. Y como colofón, las recientes huelgas en la Administración de Justicia.

La situación económica tampoco es alentadora: no hay un solo día en el que los medios de comunicación no nos recuerden la imparable subida de los precios de los productos alimenticios o del combustible. La tasa anual media del IPC cerró el año 2022 en el 8,3%, siendo la tasa más elevada de inflación media desde el año 1986. Por no hablar de los precios inasumibles de la energía eléctrica.

Para colmo, esa incertidumbre afecta de manera especial a los jóvenes. El devenir de la económica y la política está produciendo una situación de incerteza en la población juvenil. Alquileres desorbitados, empleo precario e hipotecas por las nubes.

Hace más de un año, en una de mis últimas guardias como titular de un juzgado mixto, me llamaron dos veces en una semana para informar de que dos personas se habían quitado la vida en el partido judicial. Lo que más me llamó la atención fue que la edad de ambos era inferior a 37 años. Algo acorde con las últimas noticias que nos dicen que el suicido es la principal causa absoluta de muerte en España entre los 15 y los 29 años. Tremendo.

Y ante tanta incertidumbre y noticias desalentadoras, debo reconocer que mi actitud vital se vio algo resentida. Tendía a la queja constante y al desánimo. Y lo más triste es que miraba a mi alrededor y mi entorno más próximo también se dejaba llevar por ese pesimismo. 

Mi punto de inflexión vino, debo confesarlo, de la mano de una canción. Recuerdo que estaba con los cascos y, aunque ya la había escuchado muchas veces, no me había percatado de la letra tan bonita y, en ese momento, tan necesaria. Una parte de la canción, tras enumerar las cosas intangibles que el cantante tiene en su vida, decía “soy afortunado, porque los mayores tesoros que tengo no los he comprado”. Animo a que la escuchen. Se llama “Soy afortunado” y podrá gustarnos más o menos el estilo musical (una mezcla de pop y flamenco), pero lo cierto es que la letra es maravillosa. O a mi me lo pareció en aquel momento.

Y así fue como “gracias a Manu Carrasco”me paré a reflexionar y pensé que yo también era afortunada y que tenía dos opciones: dejarme llevar por la marea pesimista que nos rodea últimamente o cambiar de verdad mi actitud. La primera de las opciones, esto es, entrar en bucle en las quejas y lamentos no soluciona nada. Por desgracia, no está en nuestras manos cambiar la situación de la economía, parar la guerra en Ucrania o la subida de los tipos de interés. Por suerte, la segunda opción, cambiar la actitud, sí depende de nosotros. Aunque no podemos controlar todas las circunstancias que enfrentamos, sí tenemos el poder de elegir nuestra actitud hacia ellas. Vamos, que la actitud se elige. Y requiere de un proceso constante y continuo. La actitud, en definitiva, lo es todo. Y el que más o el que menos, tiene algún motivo para sentirse afortunado y tener una actitud positiva.

La psiquiatra Marian Rojas Estapé dice que la actitud determina la calidad de vida. Ahí es nada. Explica que la actitud previa a casi cualquier circunstancia (a un examen, a una cita, a una prueba médica) determina el resultado. Nuestro cerebro, dependiendo de cómo se enfrenta a un reto, va a responder de una manera u otra. Por eso es tan importante que nos enfrentemos a nuestro día a día en casa y en el trabajo con ilusión y entusiasmo. Que tengamos actitud positiva y que la transmitamos a nuestros amigos, padres, hijos y, como no, también al justiciable. Una actitud optimista y entusiasta contagia a los demás. Ya lo decía Einstein: “Hay una fuerza motriz más poderosa que el vapor, la electricidad y la energía atómica: la voluntad.” 

En el ámbito profesional, la actitud es un factor determinante en el éxito. Aquellos con una actitud positiva y proactiva tienden a estar más motivados y son más persistentes en la consecución de sus metas. Estas personas ven los desafíos como oportunidades para crecer y desarrollarse y están dispuestas a asumir riesgos calculados. Además, una actitud positiva en el trabajo también influye en la percepción que los demás tienen de nosotros y, además, es contagiosa. Y si no, prueben a recibir a las partes en una vista oral con un “buenos días” y una sonrisa. Parece un acto obvio, pero no todos lo hacemos o, al menos, no siempre. Quien acude a un juicio viene, por regla general, con tensión y nerviosismo y el simple hecho de recibirles educadamente y con una sonrisa, ayuda mucho.

Pero, desgraciadamente, el poder del flamenquito de mi querido Manuel Carrasco no es la panacea y hay, cómo no, “altibajos emocionales”, momentos en los que cuesta bastante mantener ese positivismo. Cultivar una actitud positiva en la vida es un proceso continuo que requiere conciencia y muchísima práctica. Hay veces que cuesta mucho ver que somos afortunados, que tenemos motivos para estar alegres y es ahí donde hay que poner más empeño.  

Dicho lo cual y, con carácter general, los jueces podemos considerarnos afortunados: aunque suene muy idílico, nuestra profesión nos permite contribuir a la búsqueda de la justicia y al mantenimiento del Estado de Derecho. Los jueces tenemos la oportunidad de marcar una diferencia significativa en la vida de las personas, resolviendo disputas, protegiendo los derechos individuales y garantizando la igualdad ante la ley. Obviamente, ser juez también conlleva innumerables desafíos. Enfrentar casos complejos, resolver conflictos legales y equilibrar los intereses de las partes involucradas es verdaderamente agotador. Y si a ello le sumamos la presión y la crítica pública, podemos llegar a sentir en ocasiones una fuerza (negativa) que nos empuja a tomar la opción fácil, a darnos por vencidos. Pero seamos realistas, eso no va con nosotros. Aunque la Constitución impone “solamente” que los jueces y magistrados debemos ser independientes, inamovibles, responsables y estar sometidos únicamente al imperio de la ley, debería incluir también que debemos ser fuertes, abnegados y tener una actitud positiva. Casi nada. Pero solo esa fuerza y voluntad confirmará nuestro absoluto compromiso con el sentir de la justicia.

En fin. Pese a los problemas e incertidumbres que no son otra cosa que la vida misma, sólo nos queda aprender a vivirla, dar lo mejor de nosotros y aportárselo a los demás. Y es aquí donde nosotros, los jueces, tenemos la gran suerte (y responsabilidad) de aportar ese granito de arena. De asumir esos problemas e incertidumbres que nos afectan a todos, independientemente de nuestra profesión, y de tratar de equilibrar la balanza, incluso con los ojos vendados. Los jueces somos afortunados pues tenemos cada día la oportunidad de servir a la justicia y a la sociedad en general.

Alicia Díaz-Santos Salcedo

Magistrada. Sala de lo Contencioso-Administrativo TSJ Cataluña.

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