Jueces Hércules
Hace algunos años, el profesor de la Universidad de Harvard, Ronald Dworkin, agitó el mundo jurídico con su metáfora de juez ideal. Este juez contaba con recursos que le permitían decidir los casos difíciles con la mayor ecuanimidad posible. Sus capacidades eran, por encima de las humanas, suficientes para hacerle justo acreedor de ser nombrado como a uno de los más grandes héroes de la mitología griega, Hércules.
«conocedor de todo el Derecho pasado y presente, de todas las fuentes, y capaz de rastrear toda esa información en un tiempo limitado. Con ese conocimiento, Hércules traerá a cada caso los antecedentes, los principios, y los argumentos legales más pertinentes, y los integrará dentro de un razonamiento coherente con la tradición de ese sistema jurídico. Hércules puede construir una teoría jurídica general que explique satisfactoriamente por qué un sistema jurídico es como es, hasta en sus últimos detalles, y qué tiene que decir ante cada nuevo litigio. ´´1
Esta tesis ha dado rienda a suelta a una discusión -probablemente infinita- sobre la posibilidad de una sola respuesta correcta en Derecho. Y, la verdad sea dicha, deduzco que, para la mayoría de los operadores jurídicos mundanos, que habituamos a poner más atención a la práctica que a las ideas teóricas, tales tesis resulten ser tan ilusorias como la misma alegoría que utiliza nuestro hombre Dworkin.
En lo que respecta a los jueces que conformamos el Poder judicial ordinario, pese a que nuestra exigencia diaria de trabajo y el medio en el que nos desenvolvemos parezca exigírnoslo, la idea de omnipotencia no es una cualidad que nos sea predicable. Entre otras razones, cuestiones de salud profesional nos obligan a que tengamos que desembarazarnos de la idea de que nuestras decisiones sean respuestas correctas; y, más aún, de ser tan vanidosos como para considerar que esa única respuesta correcta sea la nuestra.
Por si eso no fuera suficiente, el contexto tampoco acompaña. El enfrentamiento constante a un ordenamiento jurídico sumamente complejo, conformado por normas estatales y autonómicas al que se integran instrumentos de Derecho internacional y de la Unión Europea; unido a la volatilidad legal y a la perenne inseguridad jurídica derivada de ella, complica la labor de la resolución -y, en mayor medida, del acierto- hasta el punto de que suene incluso frívolo afirmaciones tales como que exista una sola respuesta correcta.
No podemos ser los jueces Hércules de Dworkin.
La cuestión es, ¿tenemos alguna otra cualidad que pueda granjearnos ese calificativo?
En un momento en el que podemos hablar abiertamente de un desprestigio generalizado de la judicatura, encontrar un resquicio de heroicidad en nuestra función suena utópico (más allá de la consabida resiliencia, sacrificio y demás adjetivos que vienen acompañando el concepto de nuestra función como epítetos inseparables). Sin embargo, lo paradójico es que ha sido la evolución del contexto jurídico en el que nos desenvolvemos lo que nos está haciendo más trascendentales cada vez. Y es que, pese a lo que se pueda pensar, la relevancia del juez ordinario dentro del sistema se ha dimensionado mucho últimamente.
Veamos algunos de los motivos.
Por ejemplo, el cisma de nuestro sometimiento al imperio de la Ley. Como límite directo a nuestra función, el sometimiento a la norma de rango legal (117. 1 CE y 35 LOTC) siempre fue una ligazón infranqueable con el poder legislativo. Sin embargo, todos sabemos que esta exigencia ya no es (en ciertos terrenos) más que un compromiso retórico con el estado de derecho y el principio de legalidad. En terrenos de conflicto entre normas con rango de ley y tratados internacionales sabemos que, en términos generales, podemos desplazar la aplicación de una ley en favor de una norma internacional. Y dentro del terreno de la aplicación del Derecho de la UE, la facultad de desplazar normas nacionales con rango de ley para asegurar postulados provenientes del sistema jurídico de la UE es ya una cuestión muy manida; además de que, en este mismo campo, el principio de efectividad se está conformando como una herramienta que nos permite interpretar y aplicar el derecho procesal nacional con una elasticidad inédita, permitiéndonos ser los moldeadores de sus disposiciones.
Lo que se ha llamado pluralismo jurídico nos ha envigorizado y, en parte, hemos desplazado al Tribunal Constitucional como órgano que controlaba en exclusiva la eficacia de la Ley, asumiendo un rol equiparable al del juez constitucional.
Por si ello no fuera suficiente, actualmente vivimos en una sociedad que ha judicializado el conflicto hasta límites inéditos y que, año tras año, eleva la litigiosidad dramáticamente. Esta judicialización exacerbada ha derivado en una, también, legislación exacerbada; que ha producido una legiferación desenfrenada, en gran parte, por el sensacionalismo y el electoralismo que la teledirige. Casi ningún comentarista legislativo ha dejado de hacer notar que la situación de calidad y coherencia legislativa en España es un problema endémico. Podríamos aburrirnos citando la caterva de normas especiales que frenéticamente se promulgan y que están abigarrando el sistema haciéndolo insondable; propiciando solapamientos normativos que conducen a incoherencias insalvables; a la vez que abundan más términos y conceptos ambiguos y extrajurídicos difíciles de colmar. Sin mencionar el auge del recurso a la legislación transitoria, mejor corramos un tupido velo.
Pues bien, un ordenamiento que de manera contumaz se deforma esperpénticamente, tanto nos lo pone más difícil para hallar respuestas correctas en él, como nos brinda más margen de maniobra para decidir; y es que al haber menos seguridad jurídica hay menos predecibilidad y mayor libertad de adopción de criterio. Sea con mayor o menor acierto, claro.
Todo esto me lleva a volver nuevamente sobre las respuestas correctas y los jueces Hércules. Ningún descubrimiento arrebato a un potencial lector curioso de estas tendencias jurídicas si anticipo aquí que sobre ellas hay tantas posturas como autores han escrito2. Más al contrario, lo único sobre lo que sí parece existir consenso es de la tesis de la respuesta final. Es decir, se entiende que solo podemos hablar en derecho de respuestas definitivas y coactivas, sean o no acertadas, que son aquellas que dicta una autoridad competente dentro de un determinado sistema jurídico.
Y me parece que llego a donde quería llegar.
Aunque el mensaje pueda parecer obvio, prefiero ser redundante a enigmático. Los jueces ordinarios somos los que, en mayor medida, damos al sistema esa respuesta final. Esa respuesta la damos dentro de un contexto socio-jurídico que nos ha convertido en sus paladines de las respuestas para todo, al exigir nuestras decisiones más encarecidamente cada vez, haciéndonos más trascendentales. Y dentro de un sistema normativo cada vez más laberíntico y nebuloso, que nos permite mayor libertad de criterio, haciéndonos cada vez más determinantes. Y, para mas inri, todo ello dentro de un medio inhóspito de recursos materiales que dificultan nuestro cometido hasta unos límites inasumibles.
En cierto modo podemos decir que se nos ha «Herculizado´´ de alguna manera.
Teniendo en cuenta todo esto, creo que deberíamos tomar una mayor conciencia de nuestra función y del papel que estamos destinados a desempeñar en este convulso mundo jurídico. Divulgar nuestra función y reivindicarla ha de ser, también, una constante a perseguir.
Víctor Espigares Jiménez. Juez
1Adaptación en castellano de la obra de DWORKIN, R.: Taking rights seriously, San Val, 1977.
2 ATIENZA, M.: «Sobre la única respuesta correcta´´, 2009, pp. 18 y ss. Accesible en: Dialnet-SobreLaUnicaRespuestaCorrectaManuelAtienza-3192066 (3).pdf