EN EL 30º ANIVERSARIO DEL CÓDIGO PENAL
En noviembre de 2025 se cumplirá el trigésimo aniversario de la Ley Orgánica (LO) 10/1995, del Código Penal. Debemos remontarnos, por lo tanto, a 1995, año en que se promulgaron otras normas orgánicas relevantes en el ámbito penal y procesal penal, tales como la LO 5/1995, del Tribunal del Jurado, o la LO 11/1995, de abolición de la pena de muerte en tiempo de guerra. Como podemos observar, sin lugar a dudas, dicho año marcó una fuerte impronta en el devenir de nuestro sistema punitivo. Pues bien, en esta entrada, únicamente quisiera realizar un breve repaso por alguno de los hitos esenciales de nuestro texto punitivo y, fundamentalmente, y ante ataques injustos, reivindicar su vigencia, su utilidad y su necesidad.
El denominado Código Penal de la Democracia, aunque con numerosas reformas, parches y correcciones, ha perdurado desde 1995 hasta nuestros días, lo que en una época líquida, presidida por el relativismo, el antiformalismo, lo efímero y lo contingente, no es sino una muestra de su madurez. Como punto de partida debemos reconocer lo evidente: la forma codificada, aunque comporta unidad de tratamiento, sistemática y orden, conlleva el peligro de su fosilización y de la ausencia de adaptación a las necesidades presentes. No obstante, la alternativa tampoco resulta preferible: un sistema basado únicamente en leyes penales especiales abocaría al casuismo, a la dispersión, a la pluralidad de fuentes normativas y, en definitiva, a la inseguridad jurídica.
Por lo tanto, considerando preferible la forma codificada, el siguiente paso lógico pasa por llamar la atención sobre los principales hitos, cambios y variaciones de paradigma experimentados en estos casi treinta años de vigencia. Lo primero que llama la atención es que su estructura varió tras la LO 1/2015 y los tres libros existentes hasta ese momento quedaron reducidos a dos, tras la desaparición del Libro III, relativo a las faltas, y su transformación en delitos leves o en infracciones administrativas. No obstante, alguno de los cambios más importantes se ha producido en la Parte General del texto punitivo. En primer lugar, hemos de citar la introducción, por la LO 5/2010, de la responsabilidad penal de las personas jurídicas y su desarrollo posterior por la LO 1/2015. Con esta última norma se concretaron los supuestos de responsabilidad criminal corporativa y se regularon los requisitos -aunque sin llamarlos así- de los programas de cumplimiento normativo -el archiconocido compliance en la terminología anglosajona que coloniza nuestro vocabulario y desplaza términos propios, precisos y técnicos, pero que no venden tanto como su formulación foránea-. Resalto la viabilidad del delito corporativo por su repercusión empresarial, por su trascendencia en el tráfico económico y porque nos hallamos ante un modelo de atribución de responsabilidad penal que todavía se encuentra consolidando sus criterios aplicativos, y en donde juega un papel esencial la función nomofiláctica desempeñada por la Sala 2ª del Tribunal Supremo, de la mano de los principales aportes doctrinales.
No solo quedan aquí las novedades e innovaciones de la Parte General, sino que podemos aludir a la implantación de la pena de prisión permanente revisable, con toda la polémica suscitada a propósito del cumplimiento de las finalidades constitucionales de reeducación y reinserción social que se predicaron en el momento de su promulgación. Si bien, debemos recordar que el TC ha validado su constitucionalidad. Asimismo, no podemos pasar por alto la expansión del ámbito del decomiso, con una regulación cada vez más amplia, que genera dudas sobre su compatibilidad con la Carta Magna, ante la magnitud que puede alcanzar, los bienes a los que puede afectar y el hecho de sustentarse, en algunas de sus modalidades, en puras presunciones.
Por lo que hace a la Parte Especial, podemos llamar la atención sobre un aspecto, cuando menos, curioso: si se echa un vistazo rápido por los diferentes delitos del Libro II, aquellos preceptos que no han experimentado nunca un retoque -por ligero que sea- constituyen la auténtica excepción. Es decir, en estos treinta años de vigencia, pocos delitos han mantenido su configuración originaria, sino que nos encontramos con nuevas incriminaciones, con adaptaciones, con ampliación del perímetro de actuación de los delitos… Por ende, el instrumento penal se ha erigido en la respuesta frente a las nuevas necesidades y demandas sociales -la pregunta que a renglón seguido debemos hacernos es si realmente se trataba de la extrema ratio o no, sobre lo que incidiremos más adelante-. Sirva como ejemplo la profunda modificación operada en el Título XIII, relativo a delitos contra el patrimonio y el orden socioeconómico, donde sobresalen la expansión operada en los delitos de bancarrota, en el Derecho Penal concursal o, fundamentalmente, en el blanqueo de dinero. Si bien, éste no es el único campo que ha visto ampliado su radio de actuación. Pensemos en los delitos contra la libertad e indemnidad sexuales, los delitos contra la Administración Pública o, sin ir más lejos, los delitos de terrorismo, donde algún autor ha llegado a hablar de la existencia de un Derecho Penal excesivo. Estos son solo algunos ejemplos de delitos que se han transformado, que han evolucionado y en que se ha expandido el ámbito de lo típico.
Precisamente, debemos referir que nos hallamos inmersos en pleno Derecho Penal moderno, en formulación de Hassemer, y por contraposición al Derecho Penal “clásico”, “tradicional” o “liberal”, que se fundamentaba en tipos delictivos que tutelaban bienes jurídicos individuales. En el momento presente, y en apretadísima síntesis, nos encontramos con que se opera una abstracción de bienes jurídicos -colectivos, difusos…-, con que se produce un adelantamiento de las barreras de protección, y con que se da una equiparación punitiva entre algunos actos de tentativa y ciertos delitos consumados. Se refuerza la tutela de intereses supraindividuales, surgen conceptos expansivos de autor y se amplía el perímetro de actuación del Derecho Penal con la incorporación de nuevas figuras delictivas, significadamente delitos de peligro, figuras omisivas y con la selección de las conductas imprudentes punibles, a la vez que se opera el ensanchamiento de los tipos existentes. Asimismo, se pone el énfasis en la prevención, puede darse una cierta rebaja en las garantías procesales y, en sus estadios más avanzados, se producen riesgos de aparición de notas propias del Derecho Penal del enemigo -en su formulación inicial de Jakobs-.
En esta senda, forzoso es que hagamos alusión a los nuevos roles que se atribuyen a los ciudadanos -sobre todo, ciudadanos corporativos- en la persecución de los delitos. Sin duda, la mejor síntesis del fenómeno de la desregulación regulada y del papel parapolicial que se atribuye a las mercantiles, la ha realizado Silva Sánchez, cuando anota que se ha operado una suerte de delegación de la persecución del delito en los agentes privados, convirtiendo de facto a los particulares en colaboradores -más o menos voluntarios o forzosos- en la detección e investigación de los delitos -si es que pretenden la exención o atenuación de la pena-. De esta forma, en las últimas décadas se ha apreciado una tendencia a la disminución de la intervención directa del Estado en las actividades económicas, lo que Silva reputa como un fenómeno “propio de la transición de un Estado prestacional a un Estado de garantía de las prestaciones llevadas a cabo por sujetos del sector privado”. En su autorizada opinión, dicho modelo se caracteriza por “la descentralización parcial tanto de la producción normativa, como de la prevención y persecución de las infracciones y, en fin, de la propia noción de funcionario público”. En cuanto a este último aspecto, subraya que, en este ámbito, surge una creciente “red de agentes económicos privados que actúan como colaboradores de las Administraciones públicas”. Agrega, de forma magistral, que “la máxima extensión y densidad de la red descentralizada de policía económica viene representada por el hecho de que las personas jurídicas hayan asumido la función de gestor de prevención de los delitos empresariales”, lo que se manifiesta en la implantación de los programas de cumplimiento normativo de prevención y detección de delitos en el seno de las entidades mercantiles. Y sentencia que, en la práctica, “se condiciona la pervivencia de toda persona jurídica como agente económico a la asunción por su parte de esa función de agente de control de riesgos o incluso de agente de fomento (o de promoción) del respeto al Derecho”.
Tras anotar, telegráficamente, algunos de los aspectos esenciales mutados en el CP, forzoso es que las siguientes líneas versen sobre algunas tendencias de las reformas operadas en el cuerpo del texto punitivo. Cuando se aborda este campo, lo primero que sorprende es el número de reformas que ha experimentado el CP. A día de hoy -24 de febrero de 2025-, y desde su promulgación, se ha producido un total de 50. Ojo, con ello no pretendemos exaltar la fijeza, la petrificación ni la fosilización del ordenamiento punitivo patrio, pero tampoco podemos pasar por alto la inconveniencia de esta caudalosa producción normativa. Nos encontramos ante la segunda norma más importante del ordenamiento jurídico español, solo por debajo de la Constitución y, precisamente, por la restricción de derechos fundamentales que se puede operar mediante la imposición de la pena, por lo que se trata del mayor poder de afectación en la esfera de los derechos e intereses de los ciudadanos. Vaya por delante que este segundo puesto en la clasificación es una medalla de plata autoimpuesta por quien suscribe, mediatizado por su querencia al Derecho Penal y, por lo tanto, completamente parcial, y que un civilista pondrá en segundo lugar el Código Civil -o la Directiva 93/13/CEE del Consejo, de 5 de abril de 1993, sobre las cláusulas abusivas en los contratos celebrados con consumidores, quién sabe…-. Pero, retomando nuestro hilo, y aunque algún penalista ilustre cuestione que se emplee la expresión “Constitución negativa” para referirnos al CP, lo cierto es que ninguna otra norma limita de igual modo los derechos fundamentales y las libertades públicas, de ahí las cautelas, recelos, mesura y reflexión con que haya de operarse el simple cambio de una coma en su articulado, principio de legalidad mediante.
Pues bien, en los últimos tiempos asistimos a un proceso de desacreditación del texto punitivo, de infravaloración y de menosprecio que en modo alguno puede ser compartido, asumido ni silenciado. Podemos mencionar la dejación de funciones que realiza el legislador, de modo habitual, cuando las exposiciones de motivos y preámbulos de las normas penales dejan de cumplir con su misión explicativa y se erigen en meros altavoces programáticos de discursos manidos, estereotipados y poco constructivos. De un tiempo a esta parte nos encontramos con que el legislador ya no explica por qué incrimina, por qué modifica las tipificaciones, por qué agrava conductas punibles o por qué la normativa preexistente a la modificación resultaba insuficiente, deficiente, mejorable o el alcance de la supuesta laguna. Frente a ello nos encontramos, cada vez más, con afirmaciones dogmáticas de dudosa técnica jurídica, con alusiones a compromisos y obligaciones internacionales -que ni se concretan, ni se precisan ni se detallan-, con menciones a conceptos vaporosos como la “alarma social” o con medias verdades -o mentiras completas-, tales como la “necesidad de adaptación a los estándares de los países de nuestro entorno jurídico”, el carácter “anacrónico”, “desfasado” de nuestra regulación, o la necesidad de actualizar, optimizar o corregir los excesos a los que conducía la literalidad del precepto, lo que se adorna con los más variados palabros, neologismos y circunloquios para poder enumerar varios apartados en un Preámbulo en que no se dice nada. Lejos han quedado las interpretaciones auténticas del legislador, los criterios de corrección, la exposición de la ratio legis o cualquier pauta interpretativa que resulte útil en la nueva exégesis. Nada de eso figura ya, tristemente, en las exposiciones de motivos y preámbulos, tan huérfanos de argumentación como abundantes en retórica vacía.
Además, los diferentes legisladores han abrazado el punitivismo y soluciones cercanas al populismo punitivo y al Derecho Penal simbólico. El poder comunicativo del delito y de la pena resultan evidentes, pero la legitimidad en la intervención penal desaparece cuando se pretende hacer un uso espurio del instrumento punitivo, mediante tipificaciones y agravaciones desproporcionadas, exageradas y no meditadas. Asimismo, tampoco se puede acudir al remedio penal cuando existan respuestas civiles, administrativas o prestacionales, pues lo contrario conduce a una hipertrofia indebida del Derecho Penal, a que se diluyan las fronteras entre órdenes sancionadores y a que se desnaturalice el sistema penal. En este sentido, se ha aludido al fenómeno conocido como la “administrativización del Derecho Penal”.
Nos encontramos, por lo tanto, con que existe una suerte de complejo de inferioridad continuo con nuestro CP. Surgen voces sumamente críticas contra su contenido, contra su estructura y que demandan nuevas respuestas para supuestas necesidades no tratadas. Evidentemente, todo es susceptible de mejora, y cualquier legislación, por técnica, precisa y completa que sea en un momento dado, ha de atender a la realidad social sobre la que se proyecta y sobre la que ha de ser aplicada. Diariamente surgen nuevas necesidades de respuesta por parte de los poderes públicos, aparecen nuevos comportamientos que afectan a los bienes jurídicos más relevantes y es preciso que se dé una satisfacción a tales demandas. Si bien, la respuesta no tiene que pasar, siempre y en todo caso, por modificaciones del texto punitivo porque, tristemente, ya ha habido experiencias de reformas que no calibraron, en su justa medida, las consecuencias legales del cambio, que no fueron lo suficiente meditadas reposadas o que, si contaron con todas las advertencias, las desoyeron y, para semejante viaje, no hacían falta alforjas. El CP no se puede convertir en un arma arrojadiza, ni instrumentalizarse, ni ser corrompido por etiquetas maniqueas que ni le representan, ni le hacen justicia ni le caracterizan. El principio de intervención mínima ha de ser respetado en la incriminación y agravación de conductas, y solo ha de responderse frente a aquellos ataques más graves a los bienes jurídicos más importantes, con pleno respeto a su carácter fragmentario.
Evidentemente, no podemos esperar que la forma codificada satisfaga problemas, cuestiones y necesidades que todavía no existen, o que se hallan en un estado embrionario. Sin jugar a hacer de profeta del día después, resulta obvio que los esfuerzos doctrinales e interpretativos han de venir, a corto y medio plazo, por analizar con rigor la ciberdelincuencia, la inteligencia artificial (IA), sus implicaciones, consecuencias y perspectivas de futuro. No se trata de especular, ni de patrocinar vaticinios infundados, sino de atender a los datos oficiales sobre criminalidad -significadamente, los balances e informes oficiales, emitidos por el Ministerio del Interior- y analizar la repercusión, cuantitativa y cualitativa, de la ciberdelincuencia, lo que irá de la mano del desarrollo de la IA.
En este sentido, el papel de la doctrina va a ser muy relevante, apuntando al legislador las necesidades, identificando problemas, lagunas y cuestiones susceptibles de mejora y, sobre todo, sus respuestas legales. Es preciso que se dé una mayor compenetración entre la práctica judicial y la academia, que se creen espacios de diálogo, puntos de encuentro, que haya una mayor coordinación y que no parezca que cada uno se dirija solamente a su público. Puesto que he aludido a la doctrina, y para finalizar, me gustaría concluir recordando la trágica noticia del fallecimiento de Claus Roxin, acaecida recientemente, el 18 de febrero de 2025. Sin duda, se trata de uno de los penalistas europeos más relevantes de las últimas décadas. Su fallecimiento es una triste noticia para el mundo penal, sobre todo en un momento, como el presente, de relativismo, de mediocridad, y en el que nos hallamos, cada vez más, carentes de referentes y de auténticos maestros. Su obra y su legado serán imborrables y recordados por siempre. Descanse en paz.
Daniel González Uriel
Letrado del Tribunal Constitucional
Magistrado (en servicios especiales). Doctor en Derecho