ALGUNAS CUESTIONES SOBRE LA PENA PRIVATIVA DE DERECHOS DEL ANTEPROYECTO DE LEY ORGÁNICA DE MEDIDAS EN MATERIA DE VIOLENCIA VICARIA
En fechas recientes se ha aprobado, por el Consejo de Ministros, el Anteproyecto de Ley Orgánica de medidas en materia de violencia vicaria. Dicha norma incorpora una serie de modificaciones en el Código Penal, en el Código Civil, en la Ley Orgánica del Poder Judicial, en la Ley de Enjuiciamiento Civil, en la Ley Orgánica de Protección Jurídica de Menor y en la Ley Orgánica de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género, a lo largo de siete artículos, dos disposiciones transitorias y tres disposiciones finales.
Si nos centramos en las reformas operadas en materia penal, observamos que se introduce un nuevo tipo penal en el texto punitivo, en su artículo 173 bis[1], como un delito contra la integridad moral, cuyo nomen iuris es delito de violencia vicaria, y que, como se recoge en el apartado III de la Exposición de Motivos, persigue “visibilizar y sancionar de forma autónoma una conducta con entidad propia, que tiene como finalidad infligir sufrimiento a la víctima mediante el daño directo a otras personas con las que guarda algún tipo de vínculo afectivo”. No obstante, la novedad que queremos tratar en estas breves líneas no es esta incriminación, sino la nueva pena privativa de derechos que se añade al Código Penal, en el art. 33.2, como pena grave, y que presenta el siguiente tenor literal: “La prohibición de publicar o difundir mensajes, textos, imágenes u otros contenidos que tengan relación directa con el delito cometido, por tiempo superior a cinco años”. Asimismo, también se incorpora esta pena en el catálogo de penas privativas de derechos del artículo 39, en su apartado i) -reordenando las letras j) y k)-, con el siguiente enunciado: “Son penas privativas de derechos: […] i) La prohibición de publicar o difundir mensajes, textos, imágenes u otros contenidos que tengan relación directa con el delito cometido”. Por su parte, de la mayor relevancia práctica resulta su desarrollo posterior en el proyectado artículo 48.4 del Código Penal, en el que se consigna: “4. La prohibición de publicar o difundir mensajes, textos, imágenes u otros contenidos que tengan relación directa con el delito cometido, impide al penado realizar estas conductas o facilitar estos contenidos a terceros, para evitar el menoscabo de la dignidad de la víctima o la generación de un daño psicológico a la misma”. En último término, a propósito de esta pena, el anteproyecto recoge la modificación del subapartado 9º en el art. 70.3, en el que se dispone que su duración máxima será de 20 años.
Si atendemos a la justificación que brinda la Exposición de Motivos sobre esta introducción en el texto punitivo, observamos que se consigna en el citado apartado III, en el que se consigna: “La incorporación de esta pena responde a la necesidad de evitar el menoscabo de la dignidad de la víctima o la generación de un daño psicológico a la misma y de impedir que los agresores utilicen los medios digitales o de comunicación como prolongación de la violencia. En un contexto en el que las redes sociales y la difusión masiva de contenidos amplifican el daño psicológico, esta medida asegura la protección de la dignidad y la intimidad de las víctimas”.
Una vez que hemos esbozado las principales novedades, en materia penal, que incorpora este Anteproyecto, debemos realizar una serie de apreciaciones críticas sobre la nueva pena privativa de derechos. En primer lugar, si estamos a su contenido, observamos que resulta un tanto difuso el objeto sobre el que recae la prohibición, toda vez que se emplean tres elementos, de modo concreto -los mensajes, textos e imágenes-, pero se agrega una fórmula final abierta, imprecisa y difusa, cifrada en “otros contenidos”, lo que se configura como una cláusula de cierre. Semejante dicción resulta ciertamente criticable a la hora de constituir una prohibición, dado que surgen dudas en cuanto a su alcance, a los elementos que pueden colmar tales contenidos y, en definitiva, se podría estimar conculcado el principio de legalidad, en este caso, ante la ausencia de seguridad a propósito de las conductas que podrían incluirse en dicha regulación. Choca frontalmente con la interpretación restrictiva que ha de darse a las normas prohibitivas o limitativas de derechos y genera un notable desconocimiento del perímetro de la prohibición. Asimismo, incorpora una alusión a la dignidad de la víctima que nos situaría más próximos a la tipificación de una conducta delictiva -y al posible análisis de su subsunción típica en otros preceptos-, así como la mención al daño psicológico, lo que podría conectarse con una suerte de responsabilidad civil. Prima facie, dicha formulación es confusa, ecléctica e imprecisa.
No obstante, no es esa la objeción de mayor calado que podemos efectuar a esta redacción. Lo que más dudas genera en el intérprete de la norma es la posible colisión de esta prohibición con el derecho a la libertad de expresión, consagrado en el art. 20 de la Constitución Española. En este sentido, debemos recordar que la Carta Magna proscribe todo tipo de censura previa. No existe ninguna disposición, en los diferentes Tratados Internacionales y Convenciones sobre Derechos Humanos, en los que se establezca semejante limitación o censura a la libertad de expresión de las personas que hayan cometido delitos. A este respecto, no podemos obviar la relevancia de la libertad de expresión en los sistemas democráticos, su necesidad, su importancia y los riesgos que conllevan las posibles limitaciones o vulneraciones a su contenido. Así las cosas, podemos citar la Sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 26 de abril de 1979, Sunday Times c. Reino Unido, auténtica leading case en la materia, precursora, y que consagró una serie de parámetros para validar la injerencia de los poderes públicos en la libertad de expresión, en el marco de una sociedad democrática, y la necesidad de ponderar ambos elementos: la libertad de expresión y la correcta administración de justicia. Además, dicha resolución traía a colación lo recogido en la STEDH de 7 de diciembre de 1976, Handyshide c. Reino Unido, en que se señaló que la libertad de expresión constituía uno de los fundamentos esenciales de una sociedad democrática, y que resultaba aplicable no solamente a las informaciones o ideas acogidas favorablemente o consideradas inofensivas o indiferentes, sino también a aquellas que se oponen, chocan o inquietan al Estado o a algún sector de la población.
Debemos señalar la posibilidad de que semejante pena produzca un efecto desaliento –chilling effect-, consistente en que la existencia de sanciones penales desincentiva, de modo indebido, el ejercicio de derechos fundamentales. En este sentido, y en una explicación sintética, dicho efecto disuasorio conllevaría el riesgo de que, ante la existencia de una posible condena por un comportamiento próximo al límite del derecho a la libertad de expresión, las personas se abstengan en el futuro de ejercer ese derecho por temor a la sanción penal. A este respecto, entre la copiosa jurisprudencia del Tribunal de Estrasburgo, a título meramente ejemplificativo, podemos aludir a la STEDH de 18 de diciembre de 2012, Ahmet Yildirim c. Turquía, o a la más reciente STEDH de 3 de mayo de 2022, Bumbes c. Rumanía, en cuyo parágrafo 95 se reitera que “la imposición de una sanción, administrativa o de otro tipo, por leve que sea, al autor de una expresión que califica como política (ver párrafo 92 anterior) puede tener un efecto disuasorio indeseable en el discurso público (ver Tatár y Fáber, antes citada, § 41)”.
Por lo tanto, el punto de partida viene determinado por la importancia de garantizar la libertad de expresión de todos los ciudadanos, como fundamento o aspecto basilar de una sociedad democrática y libre. A ello hemos de añadir que, dentro del derecho a la libertad de expresión de los condenados se encuentra, indefectiblemente, el derecho a la crítica de las resoluciones judiciales que, precisamente, les afectan. Esta posibilidad de expresión crítica constituye un factor esencial para garantizar que el meritado derecho fundamental no resulte ilusorio o vacío de contenido. De esta manera, surgen importantes dudas a propósito de que una prohibición, como la que hemos enunciado, no constituya una suerte de censura previa desproporcionada a los fines perseguidos.
Tampoco podemos soslayar que el hecho de que una reforma penal pueda ser directamente vinculada a un caso mediático resulta contraproducente, revictimizador y, paradójicamente, puede propiciar unos resultados que son los que, supuestamente, pretende erradicar. En este sentido, hemos de tomar en consideración que todos sabemos a qué caso responde esta reforma, al supuesto estado de opinión adverso a la publicación de un determinado libro sobre un trágico parricidio doble. Pues bien, como en todas las ocasiones en que se instrumentaliza un caso mediático para llevar a cabo una modificación en el texto punitivo, nos hallamos ante un fuerte componente simbólico y de populismo punitivo, toda vez que dicha norma no va a ser aplicable al concreto caso que ha ocasionado la pulsión legislativa. A lo sumo, va a producir el efecto adverso de que se identifique la reforma penal con ese concreto caso, y se conozca el precepto en cuestión por el nombre de alguno de los intervinientes en el delito -ya sea el victimario o la víctima, tal y como sucedió con la incorporación del delito de sexting-, con todo lo que ello conlleva en orden a la victimización secundaria y revictimización.
A su vez, resulta digno de reseña que, en la era de los true crime, de las recreaciones de casos mediáticos, en la que proliferan documentales, series, películas y demás producciones sobre crímenes reales, se pretenda limitar, precisamente, el derecho del condenado a contar su versión de los hechos. De este modo, es cuando menos sorprendente que se permita que terceros analicen un caso, lo publiciten, lo diseccionen, lo adapten o lo interpreten y, precisamente, se niegue dicha posibilidad de exteriorización a quien lo ha protagonizado. En este sentido, y por mucho que se produzca un tratamiento aséptico, neutral, objetivo e impersonal, la difusión de tales producciones comporta que el crimen se recuerde, se mantenga, perviva y que las secuelas a las que se alude en la prohibición legal -la afectación a la dignidad de la víctima y el daño psicológico- se produzcan, de modo involuntario, por los citados productos audiovisuales.
Además, tampoco podemos pasar por alto el carácter elástico con el que, en ocasiones, se interpreta la libertad de expresión, que se convierte en un elemento dúctil y maleable, prácticamente “al gusto del consumidor”. De esta forma, resulta ciertamente llamativo que quienes abogan por la necesidad de supresión de determinados delitos colindantes con la libertad de expresión, tales como los delitos apologéticos en relación con el terrorismo, las injurias contra la Corona, o los delitos contra los sentimientos religiosos, argumentado el carácter cuasiabsoluto de la libertad de expresión, y que tildan tales normas de reaccionarias, desfasadas o “inadaptadas a los sistemas jurídicos de nuestro entorno” -secuencia de palabros con el que se explica, sin explicar, se justifica, sin justificar y que sirven para colmar la nueva unidad de pensamiento del tuit, a la que algunos limitan sus aportaciones-, y que se rasgan las vestiduras por la pervivencia de tales incriminaciones, sostengan la legitimidad y constitucionalidad de reformas penales que confrontan directamente con la libertad de expresión, sin olvidar el carácter omnicomprensivo que, desde esos mismos sectores interpretativos, se brinda al sobredimensionado delito de odio. De esta manera, apreciamos que se pervierte el sentido de la libertad de expresión, se ideologiza y se erige en una suerte de bandera que se ondea a demanda de quien la porta y de sus intereses.
Podemos concluir este breve comentario señalando que, hoy día, no existe una laguna normativa en este ámbito, y que los derechos de las víctimas se encuentran tutelados, plenamente, tanto desde la perspectiva civil como penal. Es posible que se acuda a la tutela civil del honor, es factible que se denuncie la comisión de delitos contra la integridad moral -o contra los bienes jurídicos personales que se reputen lesionados- y, en consecuencia, hemos de afirmar que esta novedosa pena resulta ciertamente perturbadora, innecesaria y que colisiona frontalmente con el contenido esencial de un derecho fundamental. Evidentemente, desde estas líneas no podemos sino mostrar nuestra mayor repulsa por los crímenes cometidos y que el lector tendrá en mente, no obstante, que las ramas no nos impidan ver el bosque. Se trata de garantizar la libertad de expresión no solo cuando nos guste o agrade lo que se comunica. Si confiamos en que formamos parte de una sociedad moderna, democrática, libre, formada y crítica, hemos de aguardar que cada uno sepa discernir qué programas, publicaciones, informaciones y opiniones desea consumir, y que lo hará de modo responsable. Por lo tanto, debemos rechazar todo atisbo de pensamiento único, de mentalidad de rebaño y de adhesiones inopinadas e inquebrantables.
Daniel González Uriel
Letrado del Tribunal Constitucional
Magistrado (en servicios especiales). Doctor en Derecho
[1] Art. 173 bis CP en la formulación dada por el Anteproyecto que comentamos: “1. El que para causar daño o sufrimiento a quien sea o haya sido su cónyuge o persona a la que esté o haya estado ligada por una análoga relación de afectividad aun sin convivencia, cometa sobre sus hijos o descendientes o sobre las personas menores de edad que se hallan sujetas a su tutela o guarda y custodia, hechos constitutivos de homicidio, aborto, lesiones, lesiones al feto, delitos contra la libertad, delitos contra la integridad moral, contra la libertad sexual, contra la intimidad y el derecho a la propia imagen, contra el honor, contra los derechos y deberes familiares o cualquier otro delito cometido con violencia o intimidación, será castigado con la pena de prisión de 6 meses a 3 años y privación del derecho a la tenencia y porte de armas de 3 a 5 años.
2. Igual pena se impondrá al que para causar daño o sufrimiento a quien sea o haya sido su cónyuge o persona a la que esté o haya estado ligada por una análoga relación de afectividad aun sin convivencia, cometa sobre los ascendientes o hermanos de ésta, o sobre su cónyuge o persona a la que esté ligada por análoga relación de afectividad aun sin convivencia, hechos constitutivos de homicidio o cualquier otro delito grave de los enumerados en el apartado anterior.
3. Las penas señaladas en los apartados anteriores se impondrán en su mitad superior cuando el delito sea cometido para causar daño o sufrimiento a quien sea o haya sido esposa o mujer que esté o haya estado ligada a él por una análoga relación de afectividad aun sin convivencia.
4. Las conductas descritas en el presente artículo se castigarán separadamente respecto a la pena que corresponda por los delitos cometidos sobre las personas a que se refieren los apartados primero y segundo de este artículo”.
Daniel González Uriel
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