HASTÍO
El proyecto de reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial, presentado entre estruendosa fanfarria esta semana por el Gobierno, no puede desvincularse de la depauperación democrática que, acelerada por los estragos de la crisis económica iniciada en 2008, se sustenta en la extraordinariamente laxa infraestructura defensiva del entramado institucional español, abierto siempre en canal a la injerencia política, mediante el empleo de un sinfín de subterfugios que permiten sortear las retóricas limitaciones al mercadeo partidista. Un país que llena sus leyes de llamamientos a la buena voluntad tan poco creíbles como el contenido en la Ley Orgánica del Defensor del Pueblo, que establece la incompatibilidad absoluta entre la titularidad del cargo o el de sus adjuntías, con la mera pertenencia a un partido político, y que sin embargo no ha sido óbice para que la práctica totalidad de los ombudsman estatales, hayan sido próceres de la patria de reconocida trayectoria partidista que aprovechaban el paseo triunfal desde sus domicilios al parlamento el día del acto de acatamiento, para darse un garbeillo por la sede de sus formaciones políticas, y renunciar con impostado rostro circunspecto, al carnet, pero no a las siglas, ni a las lealtades creadas.
Así, la crisis económica trajo consigo una fragmentación del arco parlamentario, incompatible con los usos políticos preexistentes, y del que es buena muestra que en la actualidad gobierne la nación un partido que tiene una representación parlamentaria no mucho mayor que la que forzó la dimisión de Alfredo Pérez Rubalcaba como líder de la oposición en 2011. Con estos mimbres, se abrirían dos escenarios hipotéticos principales, y algunas hijuelas de uno de ellos.
Cabría, por un lado, hacer de la necesidad virtud, aprovechando la comunidad de intereses sobrevenida consustancial a la superación de una crisis. La formación de un gobierno de amplio espectro, o de concentración es una solución que en España aparece, sin embargo, como imposible, condenada como un ideal naif por representantes de uno u otro lado de la trinchera política e incluso por sus terminales mediáticas más caracterizadas. Sin embargo, no cabe duda de que un estado nación que afronta crisis económicas, territoriales, y de credibilidad institucional tan extraordinariamente graves, no necesita, o incluso deplora, la en otro caso inevitable, trifulca política. No obstante, este viejo reino, cuya decadencia de siglos le ha hurtado la posibilidad de pelear con abstractos enemigos exteriores, se ha centrado en su otra especialidad. La lucha intestina. Así pues vivimos toda una larga sucesión de ejecutivos tanto estatales como autonómicos y municipales, impedidos para la tarea siempre compleja de la gobernabilidad, que atribuyen a las matemáticas la responsabilidad de aquellos desmanes que nacen exclusivamente de la mala fe de los partidos.
El segundo escenario es, pues, el de la cronificación artificial de la fragmentación parlamentaria. Frente a la política de la construcción de consensos, surge la tentación de promover el disenso. Y es que los líderes de los partidos suelen considerar alternativas idénticas e igualmente legítimas, tanto la defensa y promoción de lo que une a la sociedad, como el asentamiento de los suelos electorales, movilizando a unas bases extraordinariamente predispuestas para la pelea frente a un enemigo común y creíble, ya sea este un antagonista real, o uno inventado.
Aquí es donde cobra importancia el poder judicial. El único de los tres pilares del Estado cuya conformación subjetiva se provee a través de un sistema inspirado en los principios de mérito y capacidad, frente a otros dos estamentos a cuyos miembros, técnicamente no se les exige, ni saber leer y escribir. Un poder incómodo alternativamente para todos los partidos, y que, dadas la generalización de determinadas prácticas corruptas constitutivas de delito, así como la irresponsable derivación de todos los conflictos de carácter político a los tribunales de justicia, ha adquirido un protagonismo indeseable en nuestra vida democrática.
Volvamos sobre la norma en cuestión, y muy particularmente sobre algunos de los aspectos más polémicos de la misma, como la pretendida regularización de los jueces interinos bajo la añagaza infumable de que es una exigencia inoslayable de la Unión Europea, entelequia político administrativa que los partidos emplean como un salmo cada vez que quieren descargarse de responsabilidad en sus decisiones, o añadir gravedad a las espurias necesidades que simulan apreciar. También se pretende, por ejemplo, poner en valor el cuarto turno o modificar el sistema de acceso por turno libre. Pero, ¿qué subyace detrás de todo esto? ¿Son acaso medidas largamente reclamadas por la carrera, o al menos por los operadores del sistema de justicia? ¿cuáles son las acuciantes necesidades a que responden tan polémicas innovaciones normativas? La respuesta a estas y otras preguntas, es perfectamente irrelevante, pues todos sabemos que el proyecto de ley es un órdago político, en el que no es tan importante el objetivo explícito -la aprobación de una ley orgánica- como el implícito. Nada es irrelevante, y pocas cosas son inocentes, cuando un poder del estado establece el sustento normativo para el funcionamiento de otro. De este modo, la llamada regularización de interinos, sigue un inexistente mandato de “Europa” a pesar de que los jueces sustitutos españoles tienen a su disposición convocatorias anuales de plazas por concurso libre y por cuarto turno, que les permitirían acceder de forma definitiva y fija a la carrera judicial . Sin embargo, a día de hoy lo que se puede garantizar es que quedarían integrados en la carrera un número elevadísimo de profesionales del derecho que acceden a la condición de jueces sustitutos a través de procesos escasamente definidos, y que en modo alguno resultan equiparables a la realización del cuarto turno, ni cumplen los requisitos de mérito y capacidad exigidos a los jueces de carrera. También conseguirían meter sus narices en la Comisión de Ética judicial, llegando al paroxismo circense de que, en un momento en que se pelea por apartar del parlamento, la designación de vocales del CGPJ, sin embargo se termine por incorporar una nueva forma de participación política en un órgano de la carrera. Ahora bien, tanto si prospera el texto y se convierte en Ley Orgánica, como si no, la coalición de gobierno habría empleado este proyecto de reforma para socavar la dignidad de la carrera, desde la base. Así, asentar la idea de que el poder judicial es una casta extractiva, compuesta por hijos de las mejores familias, -incluso contra la evidencia objetiva ofrecida por las estadísticas publicadas por el CGPJ cada año en relación a los nuevos alumnos de la Escuela judicial- y con tendencias conservadoras consustanciales a la altura de sus cuna, es la mejor forma de alejar aún más al juez del ciudadano, permitiendo cubrir con la neblina de la desconfianza las decisiones judiciales con trascendencia política. En este mismo orden de cosas, la reforma del sistema de acceso para mejorar la cualificación técnica de los aspirantes, creando un examen práctico -para lo que, no obstante, se suprimiría un examen teórico, y por lo tanto, necesariamente, un centenar de temas como mínimo, pues no sería asumible un único examen de más de trescientos temas- redunda en la idea de que los jueces no solo son tendencialmente conservadores por destino universal, sino directamente incompetentes, por ser el producto defectuoso de un sistema que pone la repetición memorística por encima del conocimiento real. Se produce así un escorzo argumentativo extraordinariamente agresivo, según el cual, el conocimiento exacto de todos los preceptos de la ley, implica en realidad, desconocimiento aplicativo. De este modo, nos cuelan un ejercicio práctico como si el poder judicial no fuera el único de los grandes cuerpos que cuenta con una escuela formativa de asistencia obligatoria por parte de todos los nuevos miembros de la carrera, y durante cuyo curso académico, desarrollado a lo largo de un año, se celebran hasta ocho exámenes prácticos evaluables, a lo que se suman las prolongadísimas prácticas tuteladas en juzgados durante el año siguiente.
Busco y no encuentro palabras para cerrar esta primera entrada del año. NO las encuentro por que a mis limitaciones inmanentes se suma la disminución que en mis capacidades está ejerciendo la privación sistemática de sueño a que me tiene sometido mi hijo pequeño, quien a sus seis meses tiene una curiosidad voraz que le impide dormir sosegadamente, más de una hora seguida, aterrado, sin duda, por la perspectiva de que algo realmente interesante pudiera suceder mientras él yace en los brazos de Morfeo. Así pues, voy a sustituir la razón por la sensación y expresar ésta con una única palabra. Lo que estos ataques, tanto los explícitos como los ocultos entre el texto farragoso de reformas legislativas de apariencia bienintencionada me producen es un profundo hastío.
Manuel Eiriz
Magistrado
Manuel Eiriz García
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