Aproximación (frustrada) a la evolución normativa de la participación de la mujer en las procesiones de Semana Santa a la luz del derecho canónico

Aproximación (frustrada) a la evolución normativa de la participación de la mujer en las procesiones de Semana Santa a la luz del derecho canónico

El domingo día 11 de mayo, una de las más antiguas y emblemáticas cofradías de Semana Santa de una ciudad tan cofrade como la de León, la Real Cofradía del Santísimo Sacramento de Minerva y la Santa Veracruz, celebra una Junta General Extraordinaria a la que están llamados los más de dos mil hermanos y hermanas de una asociación que quedó conformada a fines del Siglo XIX sobre la unión de dos cofradías de historia ya entonces varias veces centenaria. Sacramental una de ellas, la de Minerva, y puramente penitencial la de La Vera-Cruz . El motivo de esta reunión excepcional del máximo órgano de decisión cofrade no es otro que consultar a los hermanos acerca de la posible modificación del artículo 16 de su norma estatutaria, que todavía hoy, en el año 2025, reza literalmente lo siguiente: “item ordenamos: que las hermanas de esta nuestra cofradía deberán asistir a todos los actos de la cofradía a la manera tradicional, es decir, con traje de calle, o atuendo de Manola”. Dicho en román paladín, que las mujeres al corriente de pago de sus cuotas en tan histórica agrupación de fieles, gozan de un elenco de derechos restringido respecto del de los papones varones, pues a la imposibilidad de procesionar entunicada, se encadenan toda una serie de restricciones subsecuentes, tales como la de pujar -portar los pasos sobre sus hombros, al estilo leonés-, o integrar la junta de seises -la directiva de la hermandad-. No es este el momento de hacer una valoración del precepto, pues resultaría ventajista ahora hacer leña del que podría ser árbol caído en unos días, ni tampoco es tiempo de agitar un avispero preventivamente ante la perspectiva de que la modificación estatutaria no prosperase. Se trata, en uno u otro caso, sólo de la norma particularísima de una Cofradía de Semana Santa, que podría hacer correr ríos de tinta en aquella vieja capital del más olvidado, sacrificado y noble de los reinos españoles, pero que no tiene entidad social, ni interés jurídico como para trasladar aquel debate a este u otro instrumento de expresión y comunicación, de ámbito superior al local leonés. No obstante, tal efeméride me habilita a mi para justificar la apertura de una cuestión que debo adelantar a este punto, que no queda cerrada, de acuerdo con mis escasas capacidades, y nula formación en la materia jurídico canónica.

Existe un consenso en la literatura cofrade, acerca de que la mujer tuvo restringida su participación en las procesiones de Semana Santa,  ataviada a la usanza de los cofrades y cubierta con capillo, capirote, capuz, capucha, capuchón, antifaz, o cualquier otro término de los que se emplean para denominar la prenda con la que los penitentes cubren sus cabeza, hasta la aprobación del vigente código de derecho canónico, en 1983. Esta norma vino a sustituir al texto de 1917, que si bien nació de una loable pretensión unificadora del derecho eclesiástico, bien pronto mostró visos de obsolescencia, que ya resultaban imposibles de disimular en la nueva Iglesia posterior al Concilio Vaticano II. De tal  manera habría sido la paulatina adaptación de la regulación sectorial y territorial en los diversos episcopados a la nueva norma codificada, así como su materialización concreta en el derecho positivo de carácter estatutario particular de cada cofradía, la que habría abierto la puerta a la participación de pleno derecho de la mujer en los cortejos procesionales desde los años ochenta del siglo XX.  

Digo que existe un consenso en la literatura cofrade al situar en este contexto la plena habilitación normativa de la participación de la mujer en las procesiones, puesto que es un hecho incontrovertible que será a partir de este momento cuando paulatinamente, de forma lenta pero inexorable, la mayoría de las cofradías de España se han venido adaptando a esta realidad. No bien es cierto que aún hoy hay muchas hermandades exclusivamente masculinas, o netamente femeninas -sólo en León, de entre  las dieciséis cofradías, distinguimos tres agrupacioness de hombres y una de mujeres, sin incluir el extraño tertium genus que se podría deshacer con la votación del domingo-. De tal manera, por lo tanto, no hay debate acerca del momento y la causa última de esta modernización en la organización cofrade. Ahora bien, dónde me he encontrado con un obstáculo insalvable, o, al menos, insalvado por mi,  es a la hora de identificar con precisión la concreta norma o canon, que regulaba tan específica restricción de los derechos de las cofradas -término éste que más que un neologismo bienpensante, es en realidad un vocablo antiguo  que viene ya empleado para referirse a las mujeres pertenecientes a la hermandad, en fecha tan lejana como el 4 de febrero de 1611, en la norma fundacional de la cofradía del Dulce Nombre de Jesús Nazareno de León, hermandad mixta en origen y a lo largo de la mayor parte de sus cuatro siglos de historia, pero que devino exclusivamente masculina, precisamente en un momento indeterminado de principios del siglo XX.- Así es. No he sabido dar, ni en el primitivo Código de Derecho Canónico, ni en el texto actual, con disposición expresa alguna que estableciera o levantase tal veto, no ya a la pertenencia de las mujeres a las cofradías, que como tal nunca se produjo de manera generalizada, sino a su participación en las procesiones vestida del mismo modo que los hombres, que es lo verdaderamente relevante, puesto que solo a partir del momento en que se elimina la restricción, empezamos a niñas y mujeres como penitentes encapuchadas. Se diría que una y otra realidad normativas, más que aplicación estricta de preceptos cristalizados en la legislación codificada, son el producto de un contexto, más restrictivo en el primer caso, e indiscutiblemente liberalizador en el segundo. Así,  concretados dichos contextos generales en el desarrollo regulatorio realizado a nivel de cada una de las provincias eclesiásticas y episcopados, podría ello haber permitido que se tuviera por supuesta esta restricción, o por levantada después. Dicho de otro modo, que el contexto social y religioso de cada tiempo histórico que servía y sirve como telón de fondo de toda la liturgia católica, llevaba aparejada, quizás por asimiliación a otras restricciones, o a la desaparición definitiva de éstas, un concreto tratamiento jurídico de la participación de la mujer en los actos rituales.

No obstante, soy consciente de que la naturaleza científica de la cuestión que planteo impide que, sin más, de por supuesta una solución tan ambigua como la que propongo, pero al mismo tiempo, el carácter jurídico algo más desenfadado que preside en definitiva este espacio, me permite plantear al lector la cuestión de manera algo abstracta, y abierta a las aportaciones de personas mejor informadas o con más capacidad indagatoria, y todo ello no obstante el compromiso por mi parte, de completar de manera más prolija la aproximación a la cuestión en una próxima entrada.  

Manuel Eiriz.

Magistrado

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